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Los ancianos, que acusaban una fatiga considerable, respondieron a esta admonición con un murmullo débil. El joven se sentó al lado de Fábregas, cuyo aislamiento habían respetado hasta entones instintivamente los ancianos, y le explicó que aquel grupo lo integraban devotos de San Mamas, que acudían todos los años a aquel lugar en aquel día preciso con objeto de conmemorar la llegada de las reliquias del santo a la isla.

– Su número, por desgracia, es cada vez más exiguo -añadió el joven bajando la voz, para que sólo pudiera oír este comentario su interlocutor.

– ¿El de las reliquias? -preguntó Fábregas.

– El de los devotos -corrigió el joven.

– No es un santo popular -dijo Fábregas.

– Usted lo ha dicho. Cuando vinieron a buscarme para que oficiara la ceremonia, habiendo fallecido el párroco de San Salvador, que lo hacía habitualmente, hube de documentarme para la ocasión.

– Ah, luego es usted sacerdote.

– Coadjutor, pero no le estaba hablando de mí, sino de la devoción a San Mamas, cuyos orígenes, según pude colegir, se remontan al siglo quinto, nada menos.

– Me deja de una pieza.

– Al parecer, en esos tiempos, aunque el cristianismo ya era la religión oficial del Imperio Romano, todavía subsistían muchos centros de paganismo y de superstición, contra los que las autoridades luchaban en vano. Uno de estos centros, quizás el más célebre, era el llamado santuario de Dioniso, dios de la embriaguez, situado en las inmediaciones de Atenas, donde su culto tenía mucha raigambre. Allí vivían unos sacerdotes que, invocando a ese ídolo, podían realizar prodigios como convertir los hombres en bestias, hacer brillar el sol a medianoche, las piedras hablar, las tortugas volar y resucitar los muertos. También había allí una fuente milagrosa que sanaba las enfermedades a quienes bebían de sus aguas, restauraba las energías perdidas y conservaba el vigor de los años mozos, y una vieja pitia o adivina que predecía el futuro. No hace falta decir que entre unas cosas y otras el santuario atraía un número considerable de fieles, por lo que el gobernador del lugar, deseoso de contrarrestar su influjo, decidió erigir un templo cristiano justo enfrente del de Dioniso y pidió al Sumo Pontífice que le enviara alguna reliquia con tal fin, a lo que accedió el Papa con sumo gusto. Cuando el templo estuvo enteramente construido, el Papa envió allí los restos del mártir Mamas, canonizado pocos meses antes. No bien estos restos hubieron sido depositados con gran unción y pompa en un sarcófago de mármol ricamente labrado, el sarcófago colocado bajo el altar mayor del templo, y el templo consagrado por el obispo de la diócesis, los sacerdotes de Dioniso perdieron sus poderes, el sol y la luna regresaron a sus órbitas, la fuente dejó de manar y la profetisa quedó muda. Esto motivó una conversión en masa y el santuario de Dioniso fue derribado por los mismos que, perdida ahora la fe, poco antes acudían a él henchidos de ella.

«Pero aquí no acaba la historia -agregó el joven sacerdote tras una pausa que dedicó a rascarse las pantorrillas-. Desaparecido el santuario de Dioniso, el templo de San Mamas se convirtió en centro de devoción y peregrinaje hasta que subió al trono de Bizancio Juliano el Apóstata, el cual, ansioso por reinstaurar los antiguos cultos, ordenó reconstruir el santuario de Dioniso, al que dotó con el cuantioso patrimonio reunido por el templo cristiano, derribar éste y arrojar al mar el sarcófago de mármol que contenía los restos del santo. Cuál no sería el asombro de los esbirros que perpetraban esta tropelía al ver cómo el sarcófago flotaba en el mar cual si fuera una barca de madera liviana y las olas se llevaban el sarcófago mar adentro. Aún habían de pasar muchos años hasta que una tarde unos niños que jugaban en la playa del Lido que acabamos de visitar vieran cómo las olas depositaban dulcemente en la arena un objeto de regulares dimensiones.

Acercáronse los niños al objeto creyendo ser éste el resto de un naufragio o de una batalla naval, y al hacerlo advirtieron que se trataba de un sarcófago de mármol, de cuyo interior brotaba un aroma delicioso. Abierto el sarcófago fueron encontrados dentro de él unos restos humanos milagrosamente conservados, pese a haber viajado tantos años a la deriva por el mar, y un letrero que decía: «Soy San Mamas.»

El joven sacerdote hizo otra pausa efectista, que Fábregas aprovechó para preguntar:

– ¿Y usted cree de veras todas estas animaladas?

El joven sacerdote, que hasta aquel momento creía tener en él un oyente embelesado, le dirigió una mirada de perplejidad y volvió a rascarse las pantorrillas.

– En fin -dijo al cabo de un rato-… no es preciso admitir a ciegas todos los detalles del relato… Ya sabemos que la imaginación popular, con el paso de los años, enriquece y amplía espontáneamente todo aquello que llama su atención y que existe una tendencia, por lo demás comprensible, a confundir lo sobrenatural con lo maravilloso y pintoresco… pero en lo esencial, yo no veo nada de inverosímil en lo que acabo de referirle: los milagros forman parte esencial de la religión y yo soy, a fin de cuentas, un hombre metido en religión. En cambio usted, por lo que veo, debe de ser un agnóstico.

– Ca -replicó Fábregas-; ni siquiera sé lo que significa eso. Yo sólo soy un adulto en pleno uso de razón que se resiste a que le tomen el pelo.

– Hum, es usted muy libre de pensar así, por supuesto -dijo el joven sacerdote al cabo de un rato-. Por supuesto, no es preciso que crea a pies juntillas en el milagro de San Mamas. Pero como sacerdote que soy, le recomiendo que no deje de creer que existe un Dios todopoderoso y justiciero, que lleva la cuenta de nuestros pensamientos, palabras y actos y ante cuya Presencia todos deberemos comparecer en un plazo inconcebiblemente breve.

Después de esto, ya no hablaron más.

XIV

Durante el trayecto Fábregas contemplaba desde la cubierta del vaporeto la panorámica de la ciudad desplegada ante sus ojos. Ahora aquellos edificios majestuosos le parecían erigidos con el propósito exclusivo de burlarse de él. Un decorado tan falaz como mis propias ilusiones, pensó. Apenas llegado al hotel comunicó a la gerencia que partiría tan pronto saliera el sol.

– Yo mismo me ocuparé del equipaje -dijo.

Una vez en su cuarto metió sus pertenencias en las maletas a trompadas y bastonazos; cuando las hubo llenado descubrió que no podía cerrarlas ni siquiera echando sobre ellas el peso de todo el cuerpo. Desesperado y exhausto por las emociones del día, se tendió en la cama sin cenar ni desvestirse y no tardó en quedarse dormido. Cuando se despertó, once horas más tarde, recordó haber soñado que recibía en su antigua casa de Barcelona la visita simultánea de muchos conocidos. Aquella recepción, que en el sueño no recordaba haber convocado, le llenaba de desazón, porque los deberes ineludibles de anfitrión que le imponía le impedían acudir a una cita previamente concertada con María Clara. El recuerdo de este sueño elemental le hizo sentirse cansado y triste. Comprendió, sin saber explicar por qué, que precisamente ahora no podía abandonar Venecia; que la marcha de ella y la posibilidad incierta de su regreso le ataban a la ciudad más que su misma presencia en ella. Invadido por la languidez, bajó a comunicar a la gerencia su cambio de planes, desayunó y volvió a meterse en la cama, donde pasó buena parte del día en estado de duermevela. En varias ocasiones creyó despertar con sensación de ahogo: era el llanto inmotivado, que le atenazaba la garganta y le impedía respirar debidamente.

Divagando entre episodios recientes y lejanos que acudían a su ánimo desordenadamente, tuvo la sensación de que su vida había sido algo vacío y absurdo. La lluvia que repicaba en los cristales de la ventana le trajo el recuerdo de las vacaciones de verano que unos años atrás había pasado excepcionalmente en el campo, con su mujer y su hijo. En esa ocasión había llovido todos los días, sin cesar, y él había permanecido en un estado de irritación perpetua: cualquier nimiedad le daba pie para quejarse insidiosamente. Todas las veces que habían salido a dar un paseo, aprovechando algún intervalo de serenidad, había acabado llevando a hombros a su hijo, que acababa de cumplir tres años y se cansaba en seguida de caminar. Ahora recordaba nítidamente el olor de la tierra mojada y los árboles oscuros, con las hojas todavía vencidas por el peso del agua; entonces se maldecía por no haber sabido disfrutar de aquellas horas irrecuperables. Pronto me moriré y habré vivido sin placer y sin gracia, como un fósil, pensó. Esta noción le produjo un hormigueo de angustia en todo el cuerpo. Su agitación llegó a tal extremo que temió que el armazón de la cama acabara por ceder a aquellos embates. ¡Qué vergüenza si ocurriera tal cosa!, pensó; como sea he de poner fin de inmediato a esta tortura, que no conduce a nada.