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Fue al cuarto de baño, se sentó en el suelo de la bañera y abrió la ducha sin detenerse a graduar la temperatura del agua. Al cabo de un rato se sintió muy aliviado. Cruzó la habitación sin secarse ni vestirse, abrió la ventana de par en par y se sentó a horcajadas en el alféizar. Por fortuna ya había oscurecido y circulaban muy pocas embarcaciones por el canal debido al mal tiempo reinante: era po^o probable que alguien advirtiese aquel individuo desnudo que cabalgaba grotescamente el alféizar lanzando puñetazos al aire.

Aún estaba entregado a este desahogo cuando oyó tocar unas campanas que convocaban los fieles a oración. Arrepiéntete de tu insensatez, parecían decirle las campanas con su tañido persistente. Sin pensarlo dos veces decidió acudir a su llamada. Se vistió, se calzó y salió a la calle. Sin peinar presentaba un aspecto chabacano a los viandantes. Guiándose por el sonido de las campanas recorrió varias calles, en algunas de las cuales aquél parecía perderse, duplicarse o volverse sobre sí; cuando pasaba esto se desorientaba; entonces se detenía jadeando o desandaba lo andado, aguzaba el oído tratando de precisar nuevamente la procedencia de las campanadas. Así llegó por fin ante un edificio que tenía un portalón semicircular entreabierto; por la abertura de este portalón se oía cantar un coro acompañado de un armonio. El tañido de las campanas llenaba la calle. Aquí es, se dijo. En realidad las campanas no sonaban en aquel edificio, que carecía de ellas, sino en el convento de las monjas reclusas, situado en la misma calle, a escasos metros de distancia, pero él ni entonces ni luego supo que había sido víctima de un error y que había entrado casualmente en el último reducto de la secta de Pelagio, combatida ferozmente por San Agustín y desaparecida en el siglo VI, pero preservada, en forma muy distinta a lo que había sido en sus orígenes, por un grupo de chiflados que se decían descendientes de los herejes primitivos y que se reunían allí periódicamente para celebrar unas misas ridículas, cuya liturgia pretendían remontar a la era paleocristiana. Debido a esta creencia sin fundamento, los sacerdotes de esta secta vestían coseletes de cuero y pieles sin curtir y agitaban sonajeros de hueso; el pelo les llegaba a media espalda y la barba, a la cintura. El recinto en que se celebraba la misa estaba iluminado únicamente por la luz de ocho cirios montados en dos candelabros rupestres. De un brasero brotaba profusamente un sahumerio intoxicante proveniente de la combustión de mirra y clavo. Cuando sus ojos se hubieron habituado a la penumbra, vio que los asistentes eran unos ancianos y ancianas que al pronto confundió con los que había encontrado el día anterior en el Lido, hasta que un examen más detenido le sacó de su error. Ahora estos ancianos desatendían la misa y le lanzaban miradas rencorosas de soslayo, porque no estaban acostumbrados a sufrir la intromisión de curiosos. Fábregas se quedó junto a la puerta, donde la oscuridad era mayor, y adoptó lo que juzgó ser una actitud de recogimiento. Cuando creía que nadie reparaba en él, estudiaba el lugar; si se sentía observado, seguía el desarrollo de la misa como veía hacer a los demás. En el cielo raso del templo, ennegrecido por el humo de los cirios y el sahumerio, se podían distinguir aún, minuciosamente pintadas, las Pléyades y Orion, la Osa mayor y otras constelaciones. El oficiante entonaba una letanía a la que los feligreses respondían al unísono abriendo de par en par sus bocas desdentadas.

No hay duda de que he caído en mitad de un aquelarre, dijo Fábregas en su fuero interno, y de que estoy rodeado de locos, pero también es evidente que su devoción es genuina y que sus rezos no carecen de sentido. No puede ser casual que yo haya venido a parar aquí; lo que yo llamo casualidad por fuerza ha de ser parte de un designio más amplio, pensó. Este razonamiento, que a su juicio encerraba un misterio y una señal cierta de predestinación, unido a la embriaguez que le producía la inhalación del sahumerio y el efecto enervante de aquella música reiterativa, hicieron que afluyera en aquel instante a sus ojos la congoja desbordada: rompió a llorar en forma callada y continua, perdida la noción del tiempo y del lugar en que se encontraba, hasta que una indicación cortés le vino a indicar que la misa había concluido hacía unos minutos y que su presencia ante la puerta del templo impedía la salida de los feligreses. Deshaciéndose en excusas ganó la calle apresuradamente; allí echó a andar sin rumbo. La lluvia había cesado y en el cielo brillaban unas estrellas que creyó identificar al punto con las que acababa de ver pintadas en el cielo raso del templo. Todo encaja, pensó con alivio. Las lágrimas abundantes derramadas en el transcurso de la misa que acababa de oír habían dejado intactas las causas de su dolor, pero habían amortiguado sus efectos inmediatos. Ahora se sentía tranquilo, fortalecido y casi dichoso, como si los avatares amargos de su existencia formaran parte de un orden universal preestablecido al que creía pertenecer y en cuyas leyes eternas e inexorables encontraba el sentido último de aquéllos.

CAPÍTULO SEGUNDO

I

Finalizadas aquellas lluvias primaverales, el tiempo cambió radicalmente: ahora se sucedían los días soleados y hacía un calor húmedo; pronto las aguas quietas de algunos canales empezaron a desprender efluvios mefíticos. Con la llegada del verano la afluencia de visitantes se multiplicó; ahora era difícil caminar por las calles céntricas y en los lugares más afamados se producían diariamente avalanchas que a menudo resultaban en traumatismos, fracturas y luxaciones. El griterío era ensordecedor en todas partes, incluso en aquellas que por su naturaleza parecían destinadas a la contemplación callada. También era evidente que la categoría social de estos turistas había bajado en proporción directa al incremento de su número: ahora la mayoría de turistas vestían andrajos y apestaban; los más dormían al raso, envueltos en mantas o trapos e incluso en hojas de diario, amontonados los unos sobre los otros. Por no gastar dinero consumían alimentos enlatados, que muchas veces les producían vómitos y diarreas. Algunos restaurantes económicos, por negligencia o por lucro, servían comida en malas condiciones y no pocos vendedores ambulantes despachaban carne, pescado, verdura y fruta en estado de verdadera descomposición: esto también causaba estragos entre la población flotante. Sin embargo, no todos los turistas eran víctimas de la situación: también habían acudido a la ciudad ladrones, estafadores y carteristas; malhechores y rufianes medraban a costa del hacinamiento y la confusión. Un tráfico intenso y lucrativo de estupefacientes, objetos robados y falsificaciones se desarrollaba a plena luz, en la más absoluta impunidad. Si ahora deambular por los sectores concurridos de la ciudad resultaba exasperante, hacerlo por las callejuelas retiradas y desiertas entrañaba peligros diversos: allí salteadores, drogadictos y majaderos caían sobre los paseantes indefensos para despojarlos de sus pertenencias y propinarles palizas vesánicas. Al menor signo de resistencia salían a relucir navajas y punzones y hasta dagas de empuñadura labrada, recamadas de pedrería, que apenas unas horas antes habían figurado en las vitrinas de algún museo. Cadáveres desnudos, con el cuerpo lacerado, el cráneo roto o la cabeza separada del tronco, aparecían luego, flotando en los canales, de los que emergían en el momento más inopinado, sembrando el pánico entre los recién casados o los matrimonios de más edad que habían acudido allí a pasar su luna de miel o a celebrar sus bodas de plata y que veían de pronto cómo una mano exangüe se aferraba rígidamente a la borda de la góndola que los paseaba o cómo unos ojos vidriosos les observaban fijamente desde el fondo del canal a cuyas aguas se habían asomado buscando el reflejo de aquellos palacios serenos y armoniosos. Nadie estaba libre de estas asechanzas y menos aún las mujeres jóvenes a las que se hacía objeto de agresiones y abusos con frecuencia obsesiva. Las que se apartaban de los circuitos más frecuentados llevadas de la curiosidad o en pos de un poco de sosiego o atraídas por los requerimientos de un seductor fingido eran violadas de fijo cuando no cloroformizadas y expedidas a lúgubres prostíbulos de Karachi, Penang o Asunción. Las autoridades se veían desbordadas por las circunstancias y se limitaban a preservar mal que bien la integridad física de la ciudad: un helicóptero la sobrevolaba incesantemente para prevenir a las fuerzas del orden y a los bomberos si se producían incendios o saqueos o si algún brote de violencia degeneraba en batalla campal. Aparte de esta medida, dejaban que imperase la ley de la selva. También los venecianos parecían haber abandonado las calles a los turistas y logreros y haberse refugiado en el interior de sus casas sombrías.