III
Al llegar a este punto Fábregas apenas si podía seguir los argumentos que le daba el cardenal. Por efecto del coñac se sentía despierto y ligero de cuerpo, pero incapaz de comprender lo que le decían o de fijar su atención en ninguna cosa: el tiempo y el espacio se le antojaban elásticos. Se daba cuenta de que no podía abandonar a quienes habían tenido la gentileza de admitirle en su círculo y hacerle partícipe de sus asuntos en forma súbita y sin mediar pretexto, pero por más que se devanaba los sesos no lograba dar con ninguno plausible. Finalmente masculló algo, se levantó con gran cuidado para no derribar la mesa ni cuanto había sobre ella y se dirigió al lavabo de caballeros. Allí se echó agua fría al rostro repetidas veces, hasta sentirse más sereno o, a lo sumo, más dispuesto a resolver su situación de un modo airoso. Les diré que estoy muy cansado, que mañana he de madrugar y, por añadidura, que me siento algo indispuesto, se iba diciendo. Sin embargo, al salir del lavabo y regresar al bar se encontró con un cuadro inesperado que trastocaba por completo sus intenciones. Ahora los dos prelados a quienes había dejado enzarzados en violenta discusión parecían haberse reconciliado o, cuando menos, haber abandonado momentáneamente su enfrentamiento para hacer causa común con los otros dos y atacar de consuno al cardenal Vida, cuyo rostro, al aproximarse, Fábregas vio cárdeno por la ira. Aunque abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua, de ella no salía ningún sonido articulado. En aquel punto, y para agravar las cosas, los cuatro prelados monofisitas se pusieron a volar sin dejar de sonreír beatíficamente. Aquello enardeció aún más al cardenal Vida: las venas de la frente y del cuello se le hincharon peligrosamente y el mentón le temblaba como si en realidad tiritase de frío. Fábregas temió que fuese a sufrir un síncope.
– Cálmese- le recomendó.
El prelado pareció calmarse un tanto al oír su voz.
– Siempre la misma sandez -dijo con voz trémula-. Cuando ya no tienen cómo contestar mis argumentos, recurren a este truco de feria para zaherirme. Pero no se deje impresionar: ahora mismo verá cómo arreglo yo el asunto en un santiamén. ¡Camarero -exclamó levantando la voz-, tráigame un sifón!
El camarero, que a todas luces no quería inmiscuirse en aquella disputa secular, dijo que se le habían acabado. El cardenal daba brincos tratando en vano de asir alguno de sus contendientes.
– ¡Dios os castigará, payasos! -les iba gritando. Uno de sus manotazos alcanzó por error a Fábregas en plena cara. Despertó súbitamente al sentirse abofeteado y comprendió al instante que acababa de soñar el vuelo de los monofisitas.
– Vaya, por fin resucita -oyó decir a su lado.
– ¿Es usted la que me ha pegado? -preguntó con voz apenas audible.
– Llevo diez minutos zarandeándole y dándole cachetes inútilmente -dijo ella.
– ¿Dónde estoy? -En su habitación.
Le bastó una ojeada para corroborar estas palabras. Sobre una butaca vio doblada pulcramente la ropa que recordaba haber llevado la víspera.
– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó.
– Vine a buscarle esta mañana, como acostumbraba a hacer antes -respondió ella-, pero el conserje le estuvo llamando por el teléfono interior durante una hora sin obtener respuesta, hasta qué, sabiendo que no había abandonado usted el hotel y temiendo que le hubiese ocurrido algún percance, decidimos subir a comprobarlo. Él abrió con una llave maestra y yo, al ver en qué estado estaba, lo despaché.
– Pues habría preferido que me hubiera visto él y no usted en estas condiciones.
– ¿Qué le pasó?
– No tengo la menor idea, aunque supongo que debí de beber una copa de más. Ni siquiera sé quién me trajo aquí y me metió en la cama.
– Almas caritativas. ¿Se encuentra mal?, ¿quiere que llame a un médico?
– No, gracias. Me encuentro fatal, pero creo que puedo incorporarme y seguir viviendo sin ayuda. Me daré una ducha: eso me sentará bien. Si quiere, puede esperarme abajo.
– No -dijo ella-, me quedaré aquí para recogerle si se cae y se desnuca.
– No se ensañe con mi desvalimiento -masculló él mientras se dirigía al cuarto de baño envuelto en la sábana encimera. Allí se sumergió primero en un baño de agua tibia; luego se aplicó una ducha fría estoicamente. Por último se arrolló la toalla a la cintura, cruzó la habitación y entró en el vestidor. Ella aguardaba sentada en el brazo de la butaca.
– Yo no le tenía por tan aguerrido -le dijo al pasar.
– Es que he estado haciendo pesas últimamente -dijo él desde el vestidor.
– ¡Hum! -dijo ella.
Bajaron alhall y Fábregas le preguntó al conserje si todavía estaban a tiempo de desayunar, a lo que éste respondió que no: el restaurante estaba cerrado al público en ese momento y ya no abriría sus puertas hasta la hora de comer. En cambio, podían sentarse, si lo deseaban, en la terraza del hotel; allí funcionaba el servicio de bar ininterrumpidamente, les dijo.
Ocuparon una mesa junto a la balaustrada. Una sombrilla les protegía del sol, pero no de su reverberación en el agua del canal. Mirando a lo lejos se veía que la ciudad estaba cubierta de neblina. Fábregas pidió una botella de vino blanco muy frío al camarero que acudió a servirles.
– Tráigame también dos aspirinas -le dijo.
– ¿No debería comer algo sólido? -dijo ella cuando el camarero se hubo ido.
– Más tarde -dijo él-. Ahora no podría.
De vez en cuando pasaba una barca por el canal, rozando la balaustrada; entonces los ocupantes de la barca los observaban al pasar con curiosidad.
– Anoche tuve un encuentro curioso y luego un sueño de lo más raro -dijo él. De esta forma pensaba explicar las causas de su indisposición ante ella, pero advirtió de inmediato que ella no prestaba la menor atención a sus palabras. En el estado de embotamiento en que se encontraba las ideas muy simples se le representaban con mucha claridad. Desde que ha regresado de Roma no es la misma, pensó. Ahora mismo, con los ojos clavados en el vacío, parece lela, se dijo.
– ¿A dónde se proponía llevarme hoy? -preguntó al fin con objeto de sacarla de su abstracción.
– A un palacio veneciano -respondió ella apartando los ojos del aire y dirigiéndole aquella mirada enigmática que le producía tanto desconcierto-. ¿Se considera en condiciones de verlo?
– Si no se mueve, sí.
– No se ha movido en seis siglos.
– ¡Hum! -dijo él.
IV
Una góndola los dejó al pie de una escalera empinada, cubierta de un musgo afelpado que la hacía muy resbaladiza. Del muro lateral colgaba una argolla, roja de orín. Aquel lugar, situado en el recodo de un canal estrecho, siempre a cubierto de la luz del sol, tenía algo de lúgubre. Allí el agua tenía un color plomizo, irisado, y olía a una mezcla de moluscos muertos, pescado y brea. Cuando la góndola los dejó solos en la plataforma del embarcadero, Fábregas sintió un escalofrío recorrerle el espinazo.
– ¿Está segura de que nos abrirán la puerta? -preguntó. En realidad no creía que nadie habitara aquel caserón.
– Claro, ¡qué pregunta! -respondió ella golpeando repetidamente el aldabón.
A cada lado de la puerta había un coloso de piedra que sostenía un balconcito sobre los hombros. Las dos estatuas estaban muy sucias: tiznadas de hollín y pringadas por las palomas. La piedra presentaba porosidades y grietas; en algunas partes parecía que alguien hubiera descargado a corta distancia varios tiros de postas contra los colosos. A uno de ellos además se le había desprendido la nariz y varias esquirlas del mentón. Pese a todo, su aspecto seguía siendo más amenazador que suntuario.