– ¡Vaya tipos! -dijo.
– No me diga que le dan miedo -dijo ella.
– No se lo diré, pero me lo dan.
– ¡Qué absurdo!
– ¿Quién demonios vive en esta casa sombría?
– Yo.
– ¡Atiza! Esta sí que no me la esperaba -dijo Fábregas.
Una mujer rechoncha, de pelo blanco, vestida con una bata de percal que le llegaba a los tobillos, abrió la puerta. Al hacerlo la corriente de aire agitó los rizos de su cabellera.
– Esta mañana se fue usted sin desayunar -dijo apenas vio a María Clara-. Acabo de ver el té y las rosquillas en la mesa de la cocina.
Era una vieja sirvienta cuyo campo visual no rebasaba los límites de la casa y sus cuidados.
– Traigo un visitante -dijo María Clara señalando a Fábregas con la cabeza. La vieja sirvienta lo examinó con extrañeza, como si su presencia se le hubiera hecho patente al conjuro de las palabras de María Clara, pero no antes.
– ¿Lo saben sus padres? -preguntó visiblemente alarmada.
– No les he dicho nada. Avísales; nosotros esperaremos en el zaguán. No tardes.
El zaguán, de paredes desnudas y desconchadas, estaba techado por una claraboya a la que faltaban varios paneles; por aquellas aberturas se veía el cielo. En el ángulo que formaban la claraboya y las vigas dormían varios murciélagos con la cabeza enfundada en las alas. Aprovechando su letargo un ratón cruzó el zaguán a toda velocidad. María Clara parecía no enterarse de la presencia de aquellos animales o, si la percibía, estaba tan habituada a ella, al igual que a la de los dos colosos de la entrada, que no juzgaba dignas de comentario ni la una ni la otra. La sirvienta volvió y les dijo que si querían podían pasar.
– ¿Qué está haciendo papá? -preguntó ella.
– Está en el gabinete, con sus papeles -respondió la vieja sirvienta.
– ¿Vestido?
– Aún no.
– ¿Y mamá?
– Descansando en su habitación. No ha pasado buena noche. La he oído que llamaba al doctor Pimpom.
Se adentraron por una galería recta, larga, baja y estrecha que a trechos regulares era cortada por otras galerías transversales idénticas en apariencia a aquella por la que iban. Aquel sector del palacio parecía una guarida de tejón. En realidad, según le explicó ella, habían entrado en el palacio por la parte trasera y ahora caminaban hacia la parte llamada noble. Aquellas galerías, añadidas al cuerpo principal del edificio en el siglo XVIII, habían sido concebidas en aquella forma enredada e inquietante deliberadamente para disuadir a los extraños de su uso y facilitar a los habitantes del palacio fugas y encuentros, le explicó también. Ahora, sin embargo, aquella entrada tortuosa se había convertido en la práctica en el único acceso al palacio, puesto que la fachada principal amenazaba ruina y el vestíbulo había debido ser apuntalado por una trama de vigas y ristreles que lo hacían intransitable, dijo. Por lo demás, la parte llamada noble del palacio, de estilo gótico flamígero, resultaba fría y húmeda buena parte del año e incómoda en extremo siempre, por lo que la vida familiar transcurría enteramente en la parte nueva, la agregada a él en el siglo XVIII. Ahora el palacio precisaba de nuevo una modernización urgente, acabó diciendo.
Mientras hablaban habían desembocado en una cámara cuadrada, muy alta de techo, alumbrada por la luz cenital proveniente de otra claraboya semejante a la del zaguán, esta vez entera, a diferencia de aquélla, pero tan mugrienta que apenas daba paso a la claridad del día.
– ¿Dónde estamos? -preguntó Fábregas.
– En lo que se llama el salón de música -dijo ella.
Él buscó en vano algún instrumento musical que justificase aquella denominación, pero sólo vio unos pocos muebles sencillos y desproporcionadamente pequeños para las dimensiones de la cámara, arrimados de cualquier modo contra las paredes y casi invisibles en la oscuridad reinante. Pero ella, sin darle tiempo a pedir una aclaración o a manifestar su asombro, ya había llegado al extremo opuesto de la cámara, donde había golpeado una puerta suavemente con los nudillos y, habiendo oído, al parecer, una respuesta satisfactoria a su llamada, había abierto la puerta y, asomando la cabeza, anunciado de viva voz su presencia y la de un visitante. Luego se volvió a Fábregas, a quien conminó a entrar en lo que resultó ser otra pieza algo más reducida de tamaño que la llamada salón de música y mucho mejor iluminada que ésta por la luz que dejaban pasar unas ventanas rectangulares que se abrían sobre una plaza. De la plaza llegaban ahora voces de niños. Un reloj de péndulo dio la hora. Fábregas vio que el techo de la estancia formaba una bóveda suave y que allí una pintura algo quebrada y deslucida representaba una mujer desnuda recostada sobre un damasco que se desparramaba por el techo y la pared hasta acabar arrollado falsamente en el zócalo. Aquella tela escarlata, sobre la cual la anatomía pálida de la mujer desnuda parecía simbolizar una carnalidad estática y funeraria, no conseguía en ningún momento producir sensación de realidad. Pintados también sobre el fondo azul celeste de aquella bóveda, junto a la mujer desnuda, había dos angelitos o cupidos, uno de los cuales volcaba sobre la mujer una canasta de la que caían pétalos de flor, mientras el otro tañía un instrumento parecido a un laúd. Los dos angelitos fingían en su expresión una picardía madura que resultaba, por contraste, desencantada y procaz. Aquella estancia podía haber sido, tiempo atrás, la alcoba de una cortesana, pensó Fábregas. Ahora, sin embargo, la alcoba había sido transformada al parecer en un gabinete de trabajo: allí había un archivador metálico aparatoso, una máquina de escribir eléctrica montada sobre un carrito metálico y una mesa de despacho cubierta de papeles por completo. Un hombre trajinaba febrilmente papeles de la mesa al archivador y del archivador a la mesa. No parecía conceder, sin embargo, la menor atención a lo que hacía, como si en realidad su trabajo consistiera en realizar reiterativamente aquella operación, sin parar mientes en su contenido. Sólo cuando estuvieron a su lado y María Clara le dirigió la palabra interrumpió la faena para posar en los recién llegados una mirada aturdida.
– Papá, he traído una persona a visitar la casa -dijo ella.
Fábregas le tendió una mano que el otro, antes de estrechar, estudió un rato atónito, como si aquel mínimo ritual le cogiera de nuevas. Luego repentinamente dio muestras de una cordialidad teñida de azoramiento.
– Disculpe que le reciba de este modo -balbuceó-, pero tenía que despachar unos asuntos apremiantes de preciso. Considérese en su casa. j
Fábregas, notando el acento peculiar de su interlocutor, recordó haber oído contar a María Clara que su padre era americano. Ahora este hombre debía de contar escasamente cincuenta años de edad. Era alto, fornido y de facciones toscas, lo que contrastaba a primera vista con su expresión pasmada y sus modales apocados.
– No quisiera interrumpir su trabajo ni ocasionarle ninguna molestia -dijo Fábregas.
– Por favor, no interprete mal mis palabras -dijo el otro precipitadamente-. Su presencia no me incomoda en absoluto. Sólo quería disculpar mi atuendo y el no haber acudido a recibirle en persona cuando me anunciaron su llegada. La verdad es que estoy muy ocupado esta mañana, muy ocupado.
Dicho esto volvió a su tarea: sacaba papeles del archivador y los ponía sobre la mesa; luego hacía lo opuesto con tanta energía y precisión de gestos como falta de discernimiento. A fuerza de verle repetir la operación, Fábregas creyó advertir que alguno de aquellos papeles viajaba varias veces de un mueble al otro sin que esta mudanza pareciera tener ninguna consecuencia. El padre de María Clara vestía un pijama gris, de un material parecido a la felpa, que se volvía elástico en las extremidades de las mangas y perneras a fin de sujetarse firmemente en las muñecas y tobillos. Lavados sucesivos o un error de origen habían hecho muy exiguo para su usuario el pijama, que ahora ponía brutalmente de manifiesto los glúteos y genitales de aquél. En los pies llevaba a modo de chancletas unas sandalias tijereteadas al buen tuntún.