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»En la primavera del año 1320 o 1321, Pastoret arribó con su galera a una isla del índico habitada entonces por cortadores de cabezas. Iniciados los contactos, no sin riesgo, los nativos le ofrecieron uno de aquellos feroces trofeos, que él adquirió, venciendo su natural repugnancia y tras regatear, como era costumbre hacer en la región, para demostrar a aquellas gentes que todo lo que fuera objeto de comercio era también objeto de su interés. Finalmente el reyezuelo local, habiendo oído hablar de él en términos elogiosos, se avino a recibirle. «Me han dicho que ha comprado usted una cabeza», le dijo cuando estuvieron frente a frente. «Así es, majestad», respondió Pastoret. «Permítame verla», dijo el reyezuelo. Cuando Pastoret se la mostró, el reyezuelo se rió de buen gana. «Le han estafado», dijo. «¿Cómo es eso?», preguntó Pastoret. «Esta cabeza no tiene ningún valor», le explicó el reyezuelo. «Sólo tienen valor las cabezas de personas que previamente han sido estranguladas, porque una buena cabeza ha de tener colgando la lengua tumefacta; venga y le enseñaré mi colección.» De este modo se granjeó su confianza y pudo adquirir clavo, canela y otras especias a un precio irrisorio; se hizo rico y, ya de avanzada edad, pudo retirarse a vivir en Venecia, donde se construyó este palacio. En el curso de sus viajes había visto tantas porquerías que procuró que en su palacio todo fuera noble, bello y lujoso. En los cimientos del palacio hizo enterrar la cabeza y otras muchas cosas truculentas que había ido adquiriendo igualmente para que los nativos vieran que era buen comprador y creyeran que podían estafarle con facilidad.

«Sin embargo, también había traído consigo de sus viajes inadvertidamente una enfermedad larvada que acabó con él no bien estuvo concluido el palacio de sus sueños y que hizo que las autoridades pusieran el palacio y sus habitantes en cuarentena. Esto y el haber sido Pastoret un advenedizo relegaron familia y palacio al ostracismo hasta que, como antes le referí, la reliquia de Santa Marina vino a conferirle el reconocimiento…

»Ejem, ejem… -exclamó a ver entrar en el gabinete de nuevo a su hija, acompañada esta vez de un individuo que debía de ser, según dedujo Fábregas, el doctor Pimpom.

Nada en el aspecto del recién llegado justificaba el pavor que su mera presencia parecía infundir en el padre y la hija. Un leve balanceo al andar y un bastón oscuro, en el que se apoyaba ligeramente de cuando en cuando, daban elegancia y autoridad a su figura, por los demás corrientísima: el doctor era hombre cincuentón, diminuto y algo rechoncho, de facciones pequeñas y joviales, muy atildado en su indumentaria. Fábregas tuvo la sensación fugaz de haber visto antes aquel hombre. Ahora su aparición le irritaba, sin que pudiera explicarse el porqué. Se sentía cansado de aquel visiteo, deseaba salir de allí de inmediato y sólo la compañía de ella le impedía hacerlo sin miramientos. En los ojos que el doctor fijó en él al ser presentados, creyó leer una mezcla de perspicacia y petulancia. Es posible que él pueda intuir lo que estoy pensando en este mismo instante, pensó, pero también es posible que se trate sólo de una actitud profesional estudiada, encaminada a cimentar la confianza de sus pacientes; como si con esta mirada quisiera decir: está en mis manos devolverle a usted la salud, ¡bah, qué fantochadas! El doctor apuraba la copa degraspia que le había sido reservada. Luego tendió un papel a María Clara.

– Le ha cambiado la medicación -dijo ella.

– Es cosa de ir probando -dijo el médico-. Eventualmente…

El padre de María Clara volvió a enrojecer hasta que la cabeza y el cuello se le pusieron de color morado y el doctor inició una explicación pormenorizada y repetitiva acerca de la forma en que las medicinas habían de serle administradas a la enferma: su frecuencia y dosificación. Fábregas dejó vagar aburridamente la mirada por el gabinete.

Al mirar el techo advirtió que los ángeles malévolos pintados en la bóveda guardaban un parecido innegable con el doctor. Las mismas facciones aniñadas y perversas, pensó, y el mismo aire de suficiencia intolerable.

– Debo irme -dijo de pronto, casi contra su voluntad, pero incapaz de seguir allí.

Ella lo miró con enojo.

– No sabía que tuviera un compromiso -dijo-. Si me lo hubiera dicho, no le habría traído tan lejos.

– No -aclaró él-, es que acabo de acordarme de que tengo que hacer una llamada sin falta.

– Puede hacerla desde aquí.

– Sería abusar de su hospitalidad… Además -añadió para reforzar aquella excusa endeble-, he de consultar el número en mi directorio, que por distracción he dejado en el hotel…

– Está bien, no queremos retenerle contra su voluntad -dijo ella-. Si se espera un segundo a que acabe de despachar con el doctor, le acompañaré a la puerta.

– Deja, yo mismo le acompañaré, para que no pierda más tiempo del que ya le hemos robado -dijo inopinadamente su padre abandonando una vez más sus presuntas ocupaciones.

Fábregas inició una protesta que el otro fingió no oír: de sobra se notaba que estaba aprovechando aquel pretexto de mil amores para dejar la compañía del doctor, que le ocasionaba una turbación patente. Fábregas se encontró cazado en su propia trampa: ahora se veía obligado a separarse de ella sin haber concertado una nueva cita.

– ¿La podré ver luego? -le preguntó haciendo caso omiso de la presencia de testigos.

Ella, que disimulaba su enfado leyendo las recetas del doctor, enrojeció a su vez, enderezó la cabeza y le dirigió una mirada despectiva.

– No veo cómo -replicó secamente.

– Puedo esperarla… donde usted me indique.

Con el rabillo del ojo advirtió que el doctor contemplaba aquel coloquio con expresión cínica, como si su perspicacia le permitiera discernir en aquel enfrenta-miento una estrategia general, cuya complejidad la hacía incomprensible a los propios contendientes. Sólo el padre, que rebuscaba en los cajones de su mesa, parecía ajeno por completo a lo que sucedía en el gabinete.

– Ah -exclamó de pronto mostrando a los presentes una linterna de aluminio-, ya la he encontrado.

– Tal vez antes de salir debería telefonear al hotel, para que me enviasen un taxi -dijo Fábregas, que se resistía a partir sin arrancar de ella un compromiso formal.

– No hace falta -dijo el padre con animación-. Saldremos a la plaza; desde allí puede ir a pie, si su hotel no está lejos, o tomar el vaporeto. Todo está muy bien indicado; no tiene más que seguir las flechas sin desviarse.

– Entonces -dijo él-, ¿la veré de nuevo?

– Es posible -dijo ella entre dientes, como si estuviese librando en aquel momento una batalla en su interior-; pero ahora debo atender al doctor. Discúlpeme.

El doctor le tendió la mano con una cordialidad a la que respondió con frialdad deliberada. No hay duda de que me ha ganado esta primera escaramuza, pensó Fábre-gas, porque es evidente que entre nosotros hay una guerra abierta, por más que yo ignore todavía la razón y lo que anda en juego. Pero no debo darme por vencido tan fácilmente. Si es ella el motivo de nuestra rivalidad, cosa que dudo, yo tengo ahora muchas bazas en mi mano; ahora sé dónde vive y puedo volver aquí por ella cada día, a todas horas, si es preciso. Con estas lucubraciones en el ánimo iba siguiendo los pasos del padre, que se había adentrado en un corredor cuyo final parecía ser un tabique sin aberturas.