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Yo le dije que no sin dar ninguna explicación a mi negativa. Si le hubiese dicho que consideraba mi deber permanecer allí, al lado de mamá, ella lo habría interpretado como un reproche, y no lo era. Además, por lo que a mí respecta, decir eso habría sido mentir: yo también esperaba la oportunidad de huir de casa. Si no me valí de aquélla fue porque no me gustaba, sencillamente.

«Vivíamos en un barrio suburbial -continuó diciendo Charlie-, en una casita humilde, de dos plantas y un pequeño jardín del que nadie se había ocupado jamás y que, por consiguiente, había ido convirtiéndose en una mezcla de selva y vertedero. Transcurridos dos meses de la marcha de mi hermana, mamá se fue a vivir al jardín. Con cuatro trastos se construyó allí una cabaña y se pertrechó de un crucifijo de palo, una calavera adquirida Dios sabe dónde y un devocionario. Se alimentaba de raíces e insectos y hacía penitencia. El señor Luna y yo no sabíamos qué hacer; le llevábamos comida y ropa y las rechazaba con tanta suavidad como firmeza; tendimos un cable eléctrico desde la casa hasta la cabaña para que pudiera enchufar una estufa, un hornillo o un televisor, pero no quiso saber nada de todo aquello. Muy espaciadamente se avenía a hablar con el señor Luna o conmigo. Así pasaron casi dos años. Los inviernos eran rigurosísimos y muchas mañanas acudía a verla con el temor de encontrarla muerta de frío o de inanición, pero la verdad es que parecía gozar de una salud excelente; había adelgazado hasta quedar escuálida, pero nunca enfermó ni la oí quejarse. Tampoco parecía aburrirse. Un día me contó que estaba tratando de hacer un milagro, no por presunción, pues no aspiraba a que nadie se enterase de ello, sino como prueba de que Dios había perdonado sus faltas y le había otorgado Sus favores. Había clasificado los milagros, según me dijo, en cuatro grandes categorías o grados ascendentes. Ahora se proponía recorrer toda la escala, empezando por lo más elemental. La clasificación, que todavía recuerdo, era como sigue: 1) Desplazamiento o elevación de objetos pequeños y curación de dolencias simples, como esguinces, uñeros u orzuelos; 2) desplazamiento o elevación de objetos medianos, curación de enfermedades víricas leves, transmutación de sustancias análogas, como agua en vino o pan en queso, o de animales de la misma especie, como moscas en abejas, y breve levitación; 3) desplazamiento o elevación de objetos grandes, transmutación de sustancias disímiles o de animales de distinta especie, curación de enfermedades graves y levitación prolongada; 4) traslación incorpórea en el tiempo o en el espacio, desplazamiento o elevación de inmuebles, don de lenguas, transmutación de seres humanos en animales o viceversa, alteración de accidentes geográficos, como mares, ríos o montañas, curación de enfermedades terminales o congénitas y aureola visible.

«Transcurridos aquellos dos años, recibimos una carta de mi hermana, de la que no habíamos tenido noticias desde que se había casado y se había ido a vivir a Inglaterra. Había enviudado de un modo insólito: como no deseaba tener hijos, por lo menos de su marido, por el que sólo sentía rencor y desprecio, había convencido a éste de que se sometiera a una operación de vasectomía, a lo que él había accedido, tras hacerse de rogar, y de resultas de la cual, por negligencia de los cirujanos que le intervinieron, había muerto en la mesa del quirófano, bajo los efectos de la anestesia, sin experimentar dolor ni angustia. Ahora mi hermana se encontraba libre de nuevo, con una pensión respetable y con la suma con que los tribunales habían obligado a los cirujanos a indemnizarle. A la carta adjuntaba un cheque a mi nombre. No especificaba el destino que debía dar a aquél dinero, pero recordé nuestra despedida y entendí que aquel cheque no era el inicio de unas remesas periódicas, sino la oportunidad única que yo había estado aguardando. Tenía entonces veinte años. Le dije al señor Luna que me iba, le confié el cuidado de mamá y cogí el primer autobús, camino de Nueva York. ¿Conoce usted Nueva York?

– Sí -dijo Fábregas.

– Yo viví allá cuatro años -dijo Charlie-. Entonces Nueva York era una ciudad dura, exigente, pero generosa. No sé si habrá cambiado. Tuve que luchar, trabajar y tolerar mucho, pero sobreviví sin pasar nunca hambre, aunque sí estrecheces. Desempeñé varios oficios ocasionales, como el de portero de cine, que ya he dicho, y sobre todo el de taxista, al que recurría cuando no había otros menos arduos y peligrosos a mi alcance. Llevaba una vida desordenada y disoluta, que entonces juzgaba reprobable y hoy añoro. Finalmente me entró la manía de cambiar de vida: pensaba que, de seguir como estaba, había de acabar mal.

En el último año había conseguido acumular algunos ahorros, con los que viajé a Europa, donde en aquella época quien dispusiera de dólares aún podía pasar por persona acaudalada y vivir bien. Antes de enloquecer mamá solía contarnos que descendíamos de un célebre pintor veneciano, cuyas obras todavía adornaban, según nos decía ella, los salones del Palacio ducal. Este relato había inflamado mi imaginación, por lo que vine aquí antes que a ningún otro sitio. Conocí a poco de llegar a la que hoy es mi esposa y todavía sigo aquí, como usted ve. Ahora recuerdo a veces con nostalgia los Estados Unidos, a donde no he vuelto desde entonces. Incluso de aquellos años terribles de mi niñez conservo algún recuerdo grato… ¡Hola!, ¿se puede saber qué demonios pasa hoy en esta casa embrujada?

VII

La exclamación que antecede venía motivada por un apagón, que acababa de dejarlos en la tiniebla más absoluta.

– Ea, no se mueva usted, que yo trataré de abrir los postigos para dejar pasar la luz del día -dijo Charlie.

Fábregas oyó sus pasos vacilantes, algún que otro traspiés y mucho mascullar improperios contra aquel palacio y sus inconvenientes. Finalmente los postigos fueron separados con gran violencia de sus marcos, donde los había encajado firmemente el desuso, y la estancia quedó bañada por la claridad proveniente del exterior que filtraban los cristales. Las campanas de una iglesia vecina anunciaban la hora del avemaría en aquel mismo momento. La luz crepuscular apenas traía fuerzas para vencer la suciedad que esmerilaba los cristales. Luego, una vez en la sala, aquella luz mortecina parecía dejarse llevar por el polvo que flotaba en el aire. Por esta causa allí todo parecía decrépito y espectral.

– Siempre ocurre este fenómeno desagradable cuando ponen a funcionar la lavadora y la plancha al mismo tiempo -explicó Charlie mientras se arreglaba precipitadamente el pantalón del pijama, por cuya abertura frontal, de resultas del esfuerzo que había realizado al tironear de los postigos, se le había salido la titola-… ¡y eso que se lo tengo dicho mil veces! Pero ¿se cree usted que aquí alguien me hace caso?

Fábregas aprovechaba la ocasión para examinar el lugar en el que se encontraban. Aquella pieza, que Charlie había llamado sala de recepciones, parecía tener forma circular a simple vista: en realidad su planta era un octógono en el que se alternaban lienzos de pared estrechos, cubiertos de espejos desde el zócalo hasta el plafón de una cornisa situada a media altura, con otros más anchos, en los que se abrían puerta y ventanas o estaban tapizados de damasco oscuro y a lo largo de los cuales corría un sofá de madera dorada y terciopelo verde. A partir de la cornisa, los ocho lienzos perdían sus vértices y se confundían en una bóveda de madera artesonada. Por supuesto, la madera de la bóveda se había desprendido en varios puntos, formando abultamientos, o se había abierto por efecto del calor o de la humedad y ahora presentaba horribles heridas erizadas de astillas; la tapicería de las paredes ya no era más que unos amasijos de harapos e hilachas, que recordaban los sudarios de algunas momias, y a través de los cuales se veían fragmentos irregulares de pared desconchada y enmohecida; el sofá había perdido más de la mitad de las patas y brazos y por las tajadas que el tiempo y la desidia habían hecho en el terciopelo asomaban muelles oxidados y manojos de la borra y la paja que rellenaban los cojines; los espejos estaban desportillados y sin azogue; allí donde existía un ángulo las arañas habían acumulado telas de un diámetro y espesor increíbles; donde antes había habido lámparas y candelabros ahora había únicamente ganchos y clavos, cables cortados y trozos de bronce o hierro rotos y torcidos, como si antes de entrar en decadencia aquel salón hubiera sido objeto de saqueo. En todas partes reinaba un olor penetrante a gato y a meados antiguos.