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– Perdóneme…

– Por favor, señora, no se disculpe usted. ¿Hay algo que yo pueda hacer? -dijo él.

– No, no… ya ha pasado… no es grave… no se inquiete. ¿De qué hablábamos?

– De la historia de…

– Los papeles escandalosos de nuestra antepasada, en efecto… Siempre supe, como le decía, que en algún lugar de la casa estaban guardados bajo llave, protegidos por el compromiso tácito de no darlos a conocer mientras siguieran en manos de la familia. Por supuesto, no había un secreto absoluto al respecto; era imposible que se mantuviera entonces algo en secreto aquí, en Venecia… Por eso yo había oído hablar… Pero no me fue permitido leerlos hasta que me hube casado con Charlie… Charlie, ratoncito, ¿te acuerdas?

Charlie, que acababa de entrar en el gabinete por una puerta distinta de aquella por donde había salido poco antes, dirigió a su mujer una sonrisa estúpida y solícita.

– Sí, cariño… ¿de qué tengo que acordarme? -dijo. Llevaba al brazo una chaqueta de punto desvaída, de la que colgaban no pocas hilachas-. Te he oído toser y te he traído una rebequita, no vayas a quedarte fría con esta humedad.

Le ayudó a ponerse aquella piltrafa y luego dejó la mano derecha en el hombro de la enferma, que apoyó un instante allí la mejilla. Verdaderamente, pensó Fábregas al confrontar la piel de la mano del hombre con el cutis de la enferma, ¡qué pálida está!

– Le contaba a nuestro amigo -siguió diciendo ella- de cuando leímos por primera vez las memorias de nuestra antepasada, te acuerdas, ¿verdad Charlie?… Hacía poco que nos habíamos casado… Una noche, después de cenar, mi padre nos hizo entrega del legajo con mucha prosopopeya. A ti te dirigió un guiño de complicidad y a mí me dijo: ahora ya no te sorprenderán estas diabluras. Yo ya te había puesto al corriente de lo que era aquello, pero tú te debías de haber olvidado, porque pusiste una cara muy rara y querías abrir allí mismo el legajo y empezar a leerlo en aquel momento preciso, ¿te acuerdas?, pero papá hizo un gesto y tú te quedaste paralizado, con la boca abierta, más rojo que un pimiento, mirando a papá. Estas cosas hay que leerlas en el dormitorio, dijo papá y yo cogí el legajo con una mano y con la otra cogí la tuya y te arrastré al dormitorio. Tú te resistías, porque aún no habías entendido nada; todavía eras muy americano para captar la elegancia y la desenvoltura de la vieja Europa, ¿verdad, Charlie?

– ¡Cómo!, ¿otra vez albondiguillas? -exclamó Charlie en aquel instante, viendo entrar en el gabinete a la sirvienta con un puchero humeante cuyo contenido mostró a la enferma desde cierta distancia, como si temiera que ésta pudiera lanzar un zarpazo al condumio, pero en realidad para evitar que la vaharada espesa y pestilente que salía del puchero y se esparcía por el aire de la estancia, sin elevarse al techo, hiriera su olfato delicado.

– Se han pegado -musitó la sirvienta con aire resignado, como si aquel percance fuera en realidad cosa de todos los días y especialmente como si no esperase recibir de palabra ni de hecho solución al problema, como en efecto no recibió.

Con los párpados entrecerrados la enferma le hizo señas de que se fuera; como quien aventa una mosca común con la mano, sin parar mientes en ella, y cuando la sirvienta hubo salido y cerrado la puerta a sus espaldas, reanudó sus remembranzas ajena por completo a la interrupción de que éstas habían sido objeto.

– Aquella noche nos quedamos leyendo hasta rayar el alba, Charlie, ¿te acuerdas? Sólo entonces apagamos la luz. Tú te levantaste a correr las cortinas que habíamos dejado abiertas para ver el reflejo de la luna en el agua del canal; cerraste el paso a los primeros rayos del sol y volviste a tientas a la cama. Ese día no bajamos a desayunar…

La enferma escondió la cara entre las manos, como si se sintiera abrumada de pronto por la vergüenza de haber hecho público un suceso tan íntimo, y permaneció un rato con la cara cubierta, emitiendo un sonido gutural entrecortado y sacudiendo los hombros a intervalos cortos, sin que su marido ni Fábregas pudieran inferir de ambas cosas si la enferma sollozaba o si era acometida nuevamente por la tos.

X

En unos platos desportillados, puestos sobre un mantel cubierto por completo de manchas y salpicaduras y tan grasiento que se adherían a él los platos y los vasos y todos los objetos que lo tocaban, campaban las albóndigas que la sirvienta había conseguido salvar sin demasiado escrúpulo del desastre. Una salsa marrón, espesa como la brea, las cubría disimulando la socarrina. La servilleta que Fábregas se llevó a los labios olía a leche cuajada.

– No haga cumplidos y ataque sin ceremonial -le animó Charlie al advertir sus vacilaciones, que atribuyó a un exceso de urbanidad-. Mire que no sobran y que el que se distraiga se queda sin repetir.

Fábregas empezó a subdividir las unidades que componían su ración con unos cubiertos mellados y pringosos. No había comido nada desde la noche anterior y la sola visión de aquella bazofia le producía arcadas. Por fortuna, como descubrió en seguida, nadie le prestaba la menor atención: Charlie sólo tenía ojos para la comida y la enferma sólo los tenía para aquél.

– Charlie, mono, por lo que más quieras, ¿has de comerte las albóndigas dentro del pan? -le decía al ver cómo su marido vaciaba media barra de pan introduciendo la mano entera por un extremo de la barra y sacándola por el otro extremo con la miga apretada en el puño.

– Mujer, si a mí me gustan así, ¿qué más te da?

– A mí no se me da nada, Charlie, pero es una ordinariez. No sé cómo tengo que decírtelo.

– Así las comíamos en mi casa.

– Pues razón de más.

Mientras ellos mantenían este diálogo, Charlie no cesaba de dirigir a Fábregas miradas de inteligencia; a veces se llevaba a la sien un dedo untado en salsa, como dando a entender a su huésped que no todos los presentes estaban bien por igual de la cabeza. Como no hacía el menor esfuerzo por ocultar esta pantomima a los ojos de la persona objeto de ella, ésta se vio en la obligación de defenderse de las insinuaciones de su marido.

– La primera vez que traje a Charlie a cenar a casa, papá se llevó una impresión tan desfavorable de él, que en su propia presencia trató de disuadirme de que me casara con semejante bruto -dijo.

– Pero aquí estoy -dijo Charlie mientras introducía con ayuda del tenedor y los dedos una albóndiga tras otra en el canuto de pan que acababa de confeccionar con este fin.

– Papá era un caballero… en la mesa, en el vestir, en los modales… Nunca oí de sus labios una palabra grosera, ni una frase pronunciada en mal tono o de una manera estridente… o con retintín.

– Mire -dijo Charlie mostrándole un frasquito de cristal opaco-, le voy a ofrecer lo más preciado que hay en esta casa:Barbecue devil sauce.