– El nombre no me dice nada.
– Pruébela y ya no podrá decirlo nunca más. Le prevengo de que es fuerte. Si toma mucha podrá encender puros a eructo limpio. Ea, bromas aparte, en esta casa siempre se ha comido de maravilla. Hoy, la verdad sea dicha, la cena deja algo que desear, porque ha habido un pequeño accidente. La sirvienta, ya la ha visto usted, es una mujer entrada en años. Pierde facultades de día en día. Naturalmente, no la podemos despedir por esta razón. Lleva aquí desde tiempo inmemorial. Dicen que cuando edificaron el palacio, ella ya estaba aquí; que lo fueron construyendo a su alrededor. Con esto quieren decir que es muy vieja y que lleva mucho tiempo en esta casa… Bueno, no hablemos más. ¡A comer se ha dicho! -concluyó diciendo, y a continuación propinó un mordisco al canuto de pan con tanto brío que una albóndiga salió disparada por el extremo opuesto y aterrizó en el mantel- ¡Diantre! -exclamó Charlie sorprendido por este fenómeno en plena masticación.
Fábregas fingía comer poniendo buen cuidado en no introducir por error en la boca ni un átomo de aquella vianda espantosa. Con mucha parsimonia iba desmenuzando la parte sólida, esparciéndola por todo el plato y cubriéndola de salsa. Por este método llegó a formar una masa uniforme que la sirvienta retiró junto con los demás platos sin dar muestras de extrañeza.
– Tomaremos el café en el gabinete -le dijo a aquélla la enferma, dando a entender así que la cena había concluido.
– No, no, nada de café -atajó Charlie antes de que la sirvienta saliera a cumplir la orden que acababa de serle dada-. A ti no te conviene el café. Ya sabes lo que te tiene dicho el médico: el café, ni olerlo. Si quieres, una infusión. Yo también tomaré una infusión. Temo haber abusado de la salsa picante. La verdad es que estaba todo tan bueno que no habría sido humano resistirse a la tentación, ¿no le parece?
– Una cena exquisita -dijo Fábregas.
– Y eso no es nada. Espere a que mi mujer se ponga buena y esté otra vez en condiciones de cocinar. Le hará un hígado a la veneciana que no tiene parangón. ¡Un hígado de rechupete!
– Lo creo -dijo Fábregas.
En el gabinete estuvieron esperando en silencio a que la sirvienta trajera las infusiones. Había oscurecido por completo y de la plaza ya no llegaba ningún sonido. Fábregas se asomó a la ventana: no se veía un alma. En una ventana, al otro extremo de la plaza, parpadeaba el resplandor de un televisor. En aquel momento echó de menos los ruidos y las luces de la circulación rodada. Suspiró y se alejó de la ventana. La enferma le indicó que se sentara a su lado. Charlie se había desplomado en un sillón y parecía dormir con los ojos muy abiertos, fijos en el techo.
– Este gabinete, donde estamos ahora, fue en su día la alcoba de mi célebre antepasada… la del manuscrito, ya sabe cuál digo.
– Sí -dijo Fábregas sintiendo de pronto sobre sí el peso entero de aquella jornada interminable.
– Aquí -prosiguió diciendo la enferma en voz muy baja- recibía a sus visitantes… En el manuscrito aparecen todos consignados, sin citar sus nombres ni sus cargos, por supuesto, pero con muchos detalles particulares. Por aquí pasó todo el que entonces era alguien en Europa: príncipes, prelados, políticos, generales, artistas y banqueros. Los hombres más ricos de su tiempo, o los más atrevidos. Pero ¿sabe qué es lo más curioso?
– Sí -repitió Fábregas, que no prestaba atención a lo que oía. Ahora aquel relato, que en sus inicios le había suscitado cierta curiosidad, se le antojaba abyecto y grosero; experimentaba la sensación casi física de envilecerse al escucharlo y le habría puesto fin sin dilación de haber sabido cómo hacerlo razonablemente.
– No me ha entendido. Yo le preguntaba si sabía qué era lo más curioso de toda aquella lista de visitantes -dijo la enferma.
– Perdón. No; no sé lo que era curioso.
– Que ninguno de aquellos hombres volvió jamás -dijo ella. Y agregó tras una pausa-: ¿A qué lo atribuye usted?
– ¿Cómo quiere que lo sepa?
– Pensé que siendo un hombre podría darme una respuesta satisfactoria -dijo ella.
– ¿Qué respuesta le dio Charlie?
La enferma miró con perplejidad a Charlie, que roncaba con la boca y los párpados abiertos de par en par, bizqueando horrorosamente.
– Charlie es muy inocente -dijo.
– ¿Lo dice con cariño o con un resentimiento? -preguntó Fábregas.
– A veces lo veo dormir y pienso: ¿quién será este hombre? -dijo ella como si no hubiera oído lo que él le preguntaba-. Por supuesto, cuando me casé con él no le amaba. Ninguna mujer ama al hombre con el que se casa. Pero, ¿sabe lo que me ocurrió? Que caí en una trampa idéntica en todo a la trampa del amor. Pensé: lo que ahora siento por él lo sentiré siempre: la ternura, el interés, la atracción… Por supuesto, me equivocaba… La atracción física desaparece sin que sepamos cómo. Un día la pasión nos arrebata y al día siguiente ya no es así. Las cosas no suceden paulatinamente: de repente vemos que han pasado semanas y hasta meses sin… sin efecto… ¿Qué ha ocurrido?, nos preguntamos, ¿a dónde ha ido a parar aquella fantasía, aquella fogosidad? Y no hay respuesta… Usted está casado, por supuesto.
– Lo estuve -dijo él.
De repente se sintió presa de un furor vesánico, no tanto por haberse visto forzado a poner de manifiesto su situación personal, de la que, por lo demás, no hacía misterio, sino por la certeza de haber sido manipulado por aquella mujer con fines que él ignoraba. Ahora todo lo hablado con él o incluso con terceros en su presencia le parecía un embuste encaminado a sonsacarle. De repente se puso de pie.
– ¡Bueno, ya está bien! -dijo sin dirigirse a nadie en particular-. Llevo demasiado tiempo en esta casa. Me voy de una vez.
– Hum -exclamó Charlie, que salía en aquel momento de su letargo-, definitivamente la cena me ha producido un desarreglo.
– ¿Se puede? -dijo una voz desde la puerta.
– ¡Vaya, qué sorpresa! -dijo la enferma recuperando súbitamente aquella voz cantarina que Fábregas había advertido en ella en un primer momento, pero que luego se había ido convirtiendo en una cantinela monótona y destemplada-. Yo le hacía en otro sitio. No me diga que ha estado en la casa todo este tiempo.
– Oh, no, qué va -respondió el doctor Pimpom lanzando miradas de soslayo a Fábregas. Ahora sus facciones rechonchas reflejaban el cansancio de la jornada-. He salido a evacuar unos asuntos y ahora, antes de retirarme definitivamente a mis soledades, se me ha ocurrido dejarme caer para ver cómo seguía usted -levantó a la altura de la cara el maletín que llevaba en la mano, como si la posesión de este utensilio bastara para demostrar la veracidad de su afirmación o como si la condición de médico que simbolizaba el maletín pusiera todos sus actos a cubierto de sospecha-. Y también, ¿por qué no decirlo todo?, para ver si me invitaban a una taza de café, aunque veo que no soy oportuno.
– Si lo dice por mí, me estaba yendo -dijo Fábregas secamente.
Iba efectivamente hacia la puerta cuando vio en ésta a María Clara, que al punto reculó, como si buscase escondite en la penumbra de la sala contigua. El gesto, sin embargo, había sido realizado tardíamente y ella, al percibirlo, desistió de su primera intención y optó por plantarle cara.
– Así que usted también estaba aquí todo este tiempo -dijo ella.
– Yo también estaba a punto de retirarme -anunció Charlie desperezándose de su sillón.
– Parece que la casa ha estado muy concurrida todo este tiempo -dijo Fábregas con ironía mal disimulada.
El doctor Pimpom se había sentado en la silla que aquél acababa de dejar vacante y ahora colocaba a la enferma un brazalete inflable para verificar su tensión arterial.
– ¿Ya te quieres acostar, Charlie? -preguntó la enferma mirando a su esposo con desamparo, como si estuviese a punto de serle practicada una intervención quirúrgica de gran envergadura.