– Casualmente su hija y yo nos hemos encontrado en la puerta -dijo el médico sin que nadie le hubiese pedido justificación de aquella coincidencia-. Ella me ha abierto la puerta; por esto no me han oído tocar -añadió riéndose como si le pareciera muy cómico este hecho trivial o como si le dieran risa los datos que en aquel momento le iba proporcionando su instrumental.
– Todavía no, mi vida -dijo Charlie-. Es que me ha venido caca de repente.
– Y qué, ¿qué tal hemos cenado hoy? -dijo el médico dirigiéndose a la enferma, pero sin apartar los ojos de la esfera de su reloj: tomaba el pulso a la enferma y mientras hablaba seguía con un balanceo leve de cabeza el avance sincopado de la segundera.
– Sin ganas, doctor, como siempre -respondió la enferma.
Fábregas, que acababa de ver con sus propios ojos que todo lo que ella decía respecto a su inapetencia era falso, se preguntaba si la desfachatez con que ahora mentía era inconsciente o si también tenía la finalidad de transmitirle algún mensaje.
– Hay que hacer un esfuerzo, mujer -le dijo el médico.
– Ya lo hago, doctor, pero créame que cada bocado me cuesta un verdadero calvario.
– Aprenda de su marido, que no le hace ascos a nada.
– Calle, calle, doctor -intervino Charlie-, que de un tiempo a esta parte, no vea usted las flatulencias que me marco.
– Vete si te tienes que ir, Charlie -dijo su mujer-; por el doctor ya sabes que no tienes que hacer cumplidos… pero despídete de nuestro huésped.
Charlie, que ya estaba a punto de salir del gabinete, volvió sobre sus pasos y se dirigió a la puerta que Fábregas llevaba rato queriendo cruzar, pero que María Clara se obstinaba en no franquearle, obstruyéndola con su cuerpo sin que aquella actitud pasiva pareciera conducir a nada.
– He tenido mucho gusto en conocerle -dijo Charlie tendiéndole la mano-. Siempre que quiera, ya sabe.
– El gusto ha sido mío -respondió él estrechándosela-, y permítanme que la próxima vez sea yo quien les invite a cenar en mi hotel. No puedo garantizarles una cena tan opípara, pero no tengo otro medio de corresponder a su hospitalidad -dijo Fábregas sin apartar los ojos de María Clara, a quien iba dirigida la sorna con que había sido pronunciada aquella fórmula de cortesía.
Ella enrojeció de súbito.
– Lamento que se haya visto forzado a pasar una velada con mis padres -susurró de modo que sólo el pudiera oírle.
– Créame que no tenía otra cosa mejor que hacer -replicó él en voz alta.
– ¿Qué le ocurre? -dijo ella-, ¿se puede saber qué le hecho yo?
Fábregas cerró los ojos para no verla. No hay duda de que el doctor la ha hecho su amante, pensó; incluso es probable que el muy canalla tenga acceso por igual a la madre y a la hija; de no ser así, ¿a qué tanta farsa? La sensación de ridículo le hizo enrojecer. No hay duda de que en este mismo edificio, separada de nosotros por un simple tabique y mientras sus padres me inflingían aquella cena atroz, ella estaba emulando las hazañas de su tatarabuela, pensó.
– Créame que siento por usted un profundo desprecio -masculló como si hablara sólo para sí mientras asiéndole del brazo la hacía a un lado y ganaba la pieza cuya entrada ella le había venido obstaculizando hasta entonces. Una vez fuera del gabinete echó a correr.
– ¡Estirpe de furcias! -gritó alejándose. El ruido de sus pasos precipitados en el mármol cubrió sus palabras. En realidad había bastado el contacto de su mano en el brazo de ella para que se disipara de golpe toda su ira. Ahora sentía cómo el arrebatamiento que le poseía huía de él, dejándolo sumido en el cansancio. Quiera Dios que no haya oído lo que le acabo de decir, iba pensando mientras corría dando traspiés, como un beodo. A medida que se adentraba en aquel laberinto de estancias vacías, la oscuridad se iba haciendo más densa. Finalmente llegó a un punto en el que ya no le era posible seguir adelante sin grave riesgo. Al retroceder chocó con la arista de un mueble y se hizo tanto daño que hubo de sentarse en el suelo y permanecer allí un rato, frotándose la parte magullada y recobrando fuerzas. Ahora ya no le quedaba resto de enfado, salvo el que sentía contra sí.
XI
Iba arrastrándose a lo largo de las paredes, buscando a tientas una abertura por la que salir de aquella estancia y pensando: ¡Hay que ver lo que cuesta salir de esta casa! De cuando en cuando trataba de ponerse de pie, pero de inmediato volvía a caerse: unas veces le flaqueaba la pierna que acababa de magullarse y otras veces, la pierna indemne. Finalmente consiguió abandonar aquel lugar, pero sólo para encontrarse en otro de idénticas características. Quizá la muerte sea así, pensó. Vagaba a ciegas, procurando no derribar a su paso algún candelabro u otro objeto inestable. En una ocasión oyó una voz que parecía provenir de una pieza cercana. Reconoció la voz de Charlie que canturreaba:There'll be no teardrops tonight; luego el ruido del agua acumulada en la cisterna inundando la letrina tapó su voz. Si gritara ¡auxilio! tal vez él me oyera, pensó; pero no, no puedo ser visto de nuevo por esta familia, a la que acabo de ofender irreparablemente. La vergüenza le abrumaba y prefería morir allí de inanición a pedir auxilio. Luego, sin embargo, cuando se hubo restablecido de nuevo el silencio, se arrepintió de no haberlo hecho cuando aún estaba a tiempo. Ahora le parecía que toda su vida había transcurrido de este modo, entre la indefensión y el orgullo. En realidad no entendía cómo había logrado mantener las apariencias hasta entonces. Nunca se había sentido seguro, frente a ninguna eventualidad. En el trabajo, especialmente desde que se había hecho cargo de la empresa, siempre había pensado que sus decisiones eran arbitrarias, sin ningún tipo de fundamento que las hiciera preferibles a otras opuestas o simplemente distintas. No sabía por qué hacía las cosas. Luego, una vez hechas, esperaba los resultados con un nerviosismo que era mezcla de temor y curiosidad. Estos resultados, que podían ser catastróficos o casualmente afortunados, resultaban siempre decepcionantes, porque no eran ni una cosa ni la otra. A menudo tenía la sensación de que alguien en la sombra gestionaba sus asuntos y de que sus actos eran una mera figuración. Todo lo que yo haga es indiferente, pensaba entonces, tanto da que exponga el balance consolidado de la empresa ante el consejo de administración como que devore mis propios calzoncillos en su presencia. Convencido de que realmente no había nadie en la sombra que velara por él, había llegado a la conclusión de que el mundo caminaba solo y de que los planes y programas de los hombres eran tan inútiles como sus sueños. Tres cuartos de lo mismo ocurría en el amor: ni de sus fracasos ni de sus éxitos sentimentales se sentía autor; tampoco achacaba a sus sucesivas parejas la responsabilidad de los unos ni de los otros. Las cosas habían sucedido simplemente de aquel modo, como podían haber sucedido de otro. Entonces, ¿qué?, se preguntaba. Pocos meses antes parecía que su ausencia inexplicable iba a causar la bancarrota de su empresa; ahora, sin embargo, la empresa, por causa de una coyuntura propicia, continuaba funcionando bien que mal, como movida por una inercia contra la cual ni los aciertos ni los errores podían nada. Al final, pensó, la empresa seguirá a flote y yo me habré muerto aquí, en este laberinto, cubierto de polvo, telarañas y vergüenza.
Pensando estas cosas y recibiendo coscorrones de ménsulas traicioneras que por carecer de patas no permitían que fuera detectada su presencia por la mano previamente, seguía recorriendo estancias sin saber si esta trayectoria mortificante le conducía a la salida o si estaba recorriendo repetidamente los mismos lugares sin darse cuenta. La oscuridad era absoluta y tan opresiva a sus ojos, que se afanaban en vano por taladrarla, que a veces creía ver ante sí de repente un resplandor vivísimo, como si a pocos pasos de donde él se encontraba en aquel momento se hubiera materializado un ser luminoso, aparecido portentosamente allí no para alumbrar su camino, sino para amedrentarlo o para hacerle partícipe de una gran revelación. Estos fogonazos, que eran solamente ilusiones ópticas, fenómenos que tenían lugar solamente en el nervio óptico, se desvanecían con tanta rapidez como se habían manifestado, de tal modo que, una vez pasados, no sabía si los había presenciado realmente o si sólo estaba reconstruyendo, a partir de una falsa impresión en la retina, otra impresión externa inexistente. Esta confusión, lejos de distraerle de sus penalidades verdaderas, se agregaba a ellas y le infundía un miedo irracional y nuevo. Nunca había tenido miedo a la oscuridad, ni siquiera de niño. Había temido, lógicamente, los peligros que hubieran podido acecharle ocultos en la oscuridad, pero no la oscuridad en sí: le bastaba asegurarse de que tales peligros no existían para que sus temores se disiparan de inmediato. Entonces podía permanecer a oscuras por tiempo indefinido, sin que su escasa fantasía poblara aquella oscuridad de fantasmas o alimañas amenazantes. Ahora, en cambio, aquella ecuanimidad parecía haberle abandonado; se sentía invadido por un miedo cerval que en vano trataba de desechar tachándolo de patarata. Ahora creía sentir a cada instante un tacto frío y viscoso en la piel o un aliento cálido y cargado de miasmas en el cogote. En cierta ocasión, cuando él contaba cinco o seis años de edad, sus padres le habían llevado de excursión al campo. Otras personas habían participado también en la excursión, pero él nunca había sabido quiénes eran o, si lo había sabido entonces, lo había olvidado luego. En cambio recordaba vivamente la presencia de su padre, que en aquella época participaba muy poco de la vida familiar, al parecer alejado de ella por otros asuntos, y a quien sólo veía ocasional y fugazmente, de un modo precipitado y tangencial, como él mismo había de hacer más tarde con su propio hijo. Ahora sin embargo no era la compañía excepcional de su padre lo que evocaba, sino un suceso terrible ocurrido durante aquella excursión. Una mujer, que a él entonces se le había antojado muy mayor, pero que probablemente fuera todavía joven, había dejado caer un objeto en un arbusto e inmediatamente y sin parar mientes en lo que hacía había metido la mano en el arbusto con intención de recuperarlo. Al instante había proferido un grito y había retirado la mano, en cuyos dedos aparecía ahora enroscada una serpiente pequeña, de color pardo. Ante el estupor de todos los presentes, que no acertaban a socorrerla de ningún modo, la mujer había tratado de sacudirse primero la serpiente agitando el brazo y luego, como ésta continuara allí, había tratado de expulsarla forcejeando con la otra mano. Finalmente la serpiente, que probablemente deseaba también verse libre de aquel asidero al que se había encaramado por error, se había dejado caer de nuevo en el arbusto de donde había salido y la mujer, que hasta ese momento había mostrado tanta entereza, había sufrido un desmayo. Mientras las mujeres la atendían, los hombres empezaron a perseguir la serpiente con mucha cautela, propinando grandes golpes al arbusto con sus bastones y hundiendo en él las puntas metálicas de éstos, sin duda con la esperanza de sacarlos con la serpiente ensartada en ellos. Pero el animal debía de haberse puesto a salvo bajo una piedra o había huido de allí sin ser visto, porque la cacería no dio fruto. Nadie sabía si la serpiente era venenosa, en cuyo caso la vida de la mujer corría grave peligro, o si se trataba de un ejemplar inofensivo. Trasladada al pueblo de donde había partido la excursión, la mujer fue atendida por un médico local, que se abstuvo de pronunciarse en un sentido o en otro. La mujer no parecía presentar signos de mordedura reciente, dijo, pero no podía descartarse la posibilidad de una mordedura muy superficial, invisible, pero igualmente mortífera. Aquellas serpientes, dijo, tenían a veces unos dientes afiladísimos y mordían a sus víctimas con tanta rapidez y limpieza que éstas no se percataban de lo ocurrido hasta que empezaban a notar los primeros efectos del veneno. Sólo cabía esperar y confiar en la suerte. Aquel doctor era un hombre bajo, grueso, de cuello corto y pelo cano, cortado al cepillo; vestía una bata blanca muy limpia, pero arrugada y zurcida, como si nadie se ocupase de él o como si alguien lo hiciera con eficacia, pero sin cariño. Tenía aspecto de viudo y hablaba en el tono monótono de quien no está acostumbrado a dialogar. Al hablar usaba palabras altisonantes; parecía que quería impresionar a los presentes más de los que éstos ya estaban. Al final la historia había terminado de un modo feliz, pero deslucido: con el paso de las horas y los días el estado de la víctima, recuperada del desmayo y del susto, no había experimentado cambio alguno. Finalmente el hecho había quedado reducido a la categoría de anécdota trivial y hasta jocosa. Ahora, sin embargo, este incidente tan remoto, que durante muchos años creía haber relegado al olvido, se le representaba con toda viveza, como si en ese mismo instante sus protagonistas de entonces, muertos ya la mayoría de ellos, lo estuvieran rein-terpretando con toda exactitud en su beneficio. ¿Qué haría yo si en este momento sintiera que al amparo de esta oscuridad se me enrosca una serpiente en la mano?, se preguntaba con un escalofrío. Al mismo tiempo no lograba disociar este temor de la imagen de aquella mujer en el acto de caer al suelo desmayada, con revuelo de faldas y los cinco dedos de la mano muy abiertos a la altura de los ojos.