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XII

No sabía a ciencia cierta cuánto tiempo llevaba allí y ya daba por perdida toda esperanza de abandonar aquel encierro, cuando oyó el tableteo de un motor no lejos del punto en que se hallaba. Este tableteo, sin duda producido por una embarcación, le reveló encontrarse relativamente cerca del canal y por consiguiente de la salida. Un último esfuerzo le permitió localizar la puerta de entrada al palacio, abrirla y salir al embarcadero dominado por los dos colosos de piedra percudida: allí había llegado con ella varias horas antes con un propósito incierto, que tal vez se había cumplido o tal vez no. Una vez allí suspiró aliviado; ahora, fuera del laberinto, todo le parecía bello: las losas resbaladizas del embarcadero, el agua muerta del canal, incluso la compañía tenebrosa de aquellos dos colosos severos, inmóviles y erosionados. Pronto comprendió, sin embargo, que su situación sólo había mejorado en apariencia. Por aquel canal estrecho y sombrío no transitaba ninguna embarcación y aunque a corta distancia podía ver otro canal más ancho, en el que todavía se apreciaba un tráfico regular, ni sus gritos ni sus aspavientos llegaban a oídos de quien pudiera acudir a recogerle o, si llegaban, eran tomados por los desafueros de un orate. Al final, convencido de que nadie iba a acudir en su busca y habiendo desechado de nuevo la idea de llamar a la puerta en petición de ayuda, se sentó en el suelo, apoyó la espalda en la pantorrilla de uno de los colosos y se dispuso a permanecer allí, como un náufrago, hasta que el azar dispusiera de su suerte. El cielo estaba estrellado y se entretuvo un rato contemplando aquel espectáculo raro. Una vez, de pequeño, alguien había intentado iniciarle en los rudimentos de la astronomía, pero él, advirtiendo en seguida que lo que de antemano prometía ser un periplo fascinante en realidad era una ciencia árida y sin sorpresas, se había desinteresado pronto del tema. Ahora, desprovisto de toda referencia científica, el firmamento se le presentaba como algo familiar y tranquilizante, del todo extraño a las magnitudes disparatadas que se le atribuían para desconcierto del profano. Por suerte la noche era tibia. Después de todo, pensó, no se está tan mal aquí. Le dolían las articulaciones y se sentía débil, pero ninguna d ambas sensaciones le resultaba molesta. Perdido su pensamiento en la contemplación del cielo, no experimentaba ni sueño ni cansancio, sino una mezcla de laxitud corporal y agudeza perceptiva que le sorprendía grandemente. Esta perceptividad exacerbada no se concretaba en nada-no era una herramienta que le permitiera analizar las cosas con provecho ni un vehículo mediante el cual llegar a conclusiones radicales; en realidad era un estado de gracia, una especie de pasmo beatífico y, en definitiva, un despilfarro de sus facultades.