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– ¡Córcholis! -exclamó una voz a sus espaldas, sacándole bruscamente de su arrobamiento.

Se volvió sobresaltado hacia la puerta del palacio, d donde procedía aquella exclamación, e involuntariament ofendido de que alguien osara perturbar así su exaltad sosiego. En aquel instante debía de parecer un demente o un perro furioso, porque el doctor Pimpom retrocedió unos pasos prudentemente. Entonces se le hizo patente lo absurdo de su actitud y lo grotesco de su situación, enrojeció y recobró su talante habitual.

– Buenas noches, doctor Pimpom -dijo con suave urbanidad-. La verdad es que no esperaba verle de nuevo tan pronto.

– Ni yo, a fuer de sincero -respondió el médico-. Pero, dígame, ¿qué está haciendo en este lugar a estas horas?

– Estaba esperando que pasara alguna embarcación para pedirle que me llevara al hotel -dijo él después de buscar en vano alguna justificación menos bochornosa a su desvalimiento.

– Pero, hombre, ¿no sabe que por aquí no pasa nadie nunca? -dijo el médico-. Si quería que vinieran a buscarle, ¿por qué no pidió por teléfono que le enviaran un taxi?

– Porque soy forastero y porque nadie tuvo la amabilidad de indicarme lo que había que hacer.

– Ah, vaya -dijo el médico-. La verdad es que, al verle salir con tanta decisión, pensé que disponía de medios propios de locomoción. De todos modos, acabo de llamar un taxi; con mucho gusto le depositaré donde más le convenga.

– Es usted muy amable, pero no quisiera desviarle de su ruta.

– No tengo ruta -dijo el médico-. Én realidad, voy de retirada. Hoy he tenido una jornada larga y tediosa. Pero, dígame, ¿verdaderamente ha estado aquí todo este tiempo?, ¿de veras? Y, ¿qué hacía? ¿Miraba las estrellas? -preguntó coligiendo la verdad de la mirada que su interlocutor dirigió al cielo-. ¡Qué cosa extraordinaria! Le confesaré que a mí me produce vértigo todo lo referente al cosmos. Antes no era así, pero ahora, con estos programas de divulgación científica que echan a veces en la televisión… ya no sé. ¿Sabía que algunas de estas estrellas que ahora mismo están ahí, en realidad se extinguieron hace miles de años, pero que, debido a su lejanía, continuamos percibiendo su luz y admirando, por consiguiente, lo que ya no existe? Esto demuestra hasta qué punto son engañosos los sentidos y hasta qué punto nos es fácil engañar y ser engañados. Y, sin embargo, ¡cuánta importancia damos a la verdad!, ¿no le parece?

La llegada de una lancha motora interrumpió en este punto la plática del médico sin dar tiempo a que Fábregas decidiese para sus adentros si en aquellas frases convencionales había una intención específica o si en realidad no tenían más objeto que amenizar un intervalo forzoso en compañía de un desconocido. Cháchara de médico, se dijo mientras éste saltaba a bordo de la lancha motora con una agilidad notable, aunque no insólita en un habitante de aquella ciudad acuática. A instancias del médico, Fábregas hizo lo propio con gran dificultad.

– ¿Qué le ocurre? -preguntó el médico, a cuyo ojo experto no había escapado la torpeza del otro-. ¿Cojea usted? ¡Qué raro! Hace un rato no cojeaba. ¿Reúma, tal vez?

– Acabo de darme un buen trastazo -admitió Fábregas.

– ¡Atiza!, ¿quiere que le eche una ojeada?

– No es preciso: no me he roto ningún hueso.

– A la plaza de San Marcos, por favor -dijo el médico dirigiéndose al taxista-. Mañana tendrá un moretón.

– Eso de fijo -dijo él.

Al llegar a su destino Fábregas insistió en abonar la carrera del taxista, pero el médico no se lo consintió. Luego anduvieron un rato en silencio por la plaza. A aquella hora tardía todavía quedaban algunos grupos de turistas que deambulaban cansinamente. De los bares y cafés salía un humo aceitoso y ruido de platos.

– Venga -dijo de repente el médico cogiendo a su acompañante por el brazo-. Le invito a un helado, salvo que tenga algún compromiso.

– No lo tengo, pero no quiero abusar más de usted.

– Le dejaré pagar -dijo el médico.

Fábregas asintió por puro agotamiento y se dejó guiar por el otro, que se le colgó familiarmente del brazo y pareció recobrar su campechanía habitual, como si acabara de reponerse repentinamente de su cansancio.

– Salgamos de esta zona cursi, infestada de cafés artificiales -le dijo-. Son trampas para desplumar incautos y verdaderas engañifas arquitectónicas. Cuando yo era niño, poco después de acabada la guerra, estos cafés estaban más o menos como están ahora. Entonces, en vista de que escaseaba la clientela, fueron transformados en cafeterías modernas, al estilo americano:self service y rock and roll, usted ya me entiende. Luego empezó a llegar esta masa de pazguatos en busca de antiguallas y hubo que reproducir lo que había antes a toda prisa. Naturalmente, los materiales originales se habían perdido irremisiblemente: quien más, quien menos, todos habíamos usado la madera de los artesonados para caldear las casas; de modo que hubo que improvisar, como siempre. A puntapiés avejentamos cuatro tablones, desportillamos unos mármoles y el resultado, a la vista está. Ésta es una ciudad de tramoya y sablazo. No crea nada de lo que ve ni escuche nada de lo que le cuenten. Mire, entremos aquí: éste es un buen sitio; un auténtico bar veneciano.

Entraron en un local largo, estrecho y desolado. La luz de los fluorescentes que colgaban del techo, reflejada en la superficie de las mesas de aluminio, daba un tinte cadavérico a los escasos parroquianos que las ocupaban. En el local flotaba un olor acre y penetrante, mezcla de cerveza, vinagre y pis. El espejo que cubría enteramente una de las paredes laterales aparecía tachonado de moscas. Escrita en tiza sobre el espejo podía leerse la lista de los números premiados en el sorteo de alguna lotería provincial. Fábregas y el doctor Pimpom ocuparon una mesa, lejos de la entrada y cerca de las puertas batientes que conducían al retrete, en la cual había un paraguas abandonado. El médico examinó el paraguas detenidamente, dándole muchas vueltas y flexionando las varillas y acercándose a las gafas la empuñadura primero y la tela después y olfateando finalmente la contera, como si buscase allí huellas digitales u otros indicios de los que deducir los avatares que habían conducido el paraguas hasta aquella mesa. Acabada la investigación, lo dejó apoyado contra la pared sin hacer ningún comentario.

– ¿Hace mucho que conoce a la familia Dolabella? -preguntó de sopetón.

– No, mucho no -dijo Fábregas. La vaguedad de la pregunta del doctor Pimpom permitía una respuesta igualmente cautelosa. Éste, sin embargo, no pareció quedar insatisfecho. Quizás en el fondo aquella pregunta no era un cebo, sino una sonda, pensó Fábregas. Y como el otro guardaba silencio, agregó-: De hecho hoy he visitado su palacio por primera vez, según demuestra mi ignorancia respecto del taxi.

– No me refería a eso -dijo el médico sin mirarle los ojos.

– Pues ¿a qué? -preguntó Fábregas.

El médico no respondió. Parecía buscar afanosamente un camarero y, viendo que ninguno de los que había en el local se ponía al alcance de su voz, hizo señas al que atendía la barra, el cual acogió esta seña con un encogimiento de hombros cargado de desdén.

– Hoy por hoy el servicio en esta ciudad deja mucho que desear -masculló el médico.

– Doctor Pimpom, le he preguntado algo -insistió Fábregas.

– Ah, sí -se apresuró a decir el médico advirtiendo un deje de impaciencia en la voz de su interlocutor-. Ella es una buena chica.

– ¿Ella? ¿Quién es ella?

– María Clara, ¿quién va a ser? -dijo el médico. Y repitió balanceando la cabeza de atrás a delante, como si estuviera emitiendo un dictamen largo tiempo meditado-: Es una buena chica.