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– ¿Quién lo pone en duda? -preguntó Fábregas.

– Usted -dijo el doctor Pimpom-. Ahora bien, sus padres son otra cosa: eso no se lo discuto. Harina de otro costal, podríamos decir. ¿En qué sentido? En varios sentidos… ¡Bueno, albricias, por fin se nos hace caso aquí! -exclamó señalando con el pulgar a un individuo malcarado y ceñudo que por la suciedad de su delantal más parecía un matarife que un camarero y que se había colocado junto a la mesa sin proferir palabra.

Fábregas pidió un botellín de agua mineral sin gas y el doctor Pimpom, una bola de helado de vainilla.

– Tendrán que ser dos bolas -dijo el camarero.

– No veo razón -replicó el médico.

– Pues la ración son dos bolas.

– Pues yo quiero una sola bola y no tengo por qué comerme lo que no quiero, ni tirarlo, ni mucho menos pagarlo, especialmente si de antemano le advierto de que no! lo quiero. Por lo demás, me consta que las bolas de helado no vienen pegadas de dos en dos, por lo que mi petición no les causa ningún perjuicio y es, por consiguiente, del todo razonable. De forma que haga el favor de traerme exactamente lo que le he pedido y no se insolente conmigo, mozalbete.

El camarero se alejó refunfuñando y el médico esbozó una sonrisa de triunfo.

– Abusan de los clientes, porque saben que nadie se atreve a plantarles cara -dijo-. Hoy por hoy todo el mundo vive amilanado por los terroristas, por los delincuentes y por los sindicatos. Todo el mundo intenta pasar desapercibido, evitar todo lo que pueda ser tomado por una provocación. Piensan así: chitón, no vayan a descerrajarme cuatro tiros en la cara por decir que hay una mosca en la sopa; y se toman la sopa y se comen la mosca y aún cazan al vuelo tres o cuatro moscas más, que ingieren con delectación, como si éste fuera su manjar favorito. En esto nos han convertido el comunismo y sus secuelas.

– Hablábamos de los Dolabella -dijo Fábregas.

– Su padre era un mangante -dijo el médico recobrando el hilo de su discurso-. Me refiero al padre de la madre, al abuelo de María Clara, el último de los Roca: un hombre guapo y simpático como pocos, pero un verdadero tarambana. Mujeriego, jugador, holgazán y petardista. Nunca ganó una lira y dilapidó en un abrir y cerrar de ojos los flecos de una fortuna familiar ya muy menguada. Fue él quien inventó y puso en circulación todas las leyendas que aún se oyen acerca del palacio: la del navegante que lo construyó y la del santo o la santa cuyas reliquias todavía permanecen escondidas en algún recoveco del edificio, en un relicario de oro y piedras preciosas, esperando que alguien las encuentre. Era un embustero profesional y hacía correr estos bulos en los años de prosperidad en que por fin las familias pudientes de Venecia pudieron deshacerse de sus palacios decrépitos e instalarse en apartamentos confortables, de techo verdaderamente bajo, con armarios empotrados y un buen sistema de calefacción. Roca inventaba aquellas leyendas para que algún mentecato podrido de dólares se encaprichara de la ruina que habían ido creando sucesivas generaciones de parásitos y gandules.

El camarero dejó sobre la mesa lo que le habían pedido y se fue.

– ¿Ve usted lo que le decía? Una sola bola de helado. Basta con demostrar que uno tiene agallas. Plantarse y decir: de aquí no me muevo. Nadie lo hace, por supuesto: la gente tiene prisa, piensa que no vale la pena, que es una pérdida de tiempo, que, por unas pocas liras no se justifica el escándalo… y así vamos claudicando de nuestra dignidad. ¿Qué le estaba contando?

– Las trolas del abuelo Roca.

– Eso es -dijo el médico comiéndose el helado con fruición-. Luego, cuando su hija hubo crecido un poco -añadió limpiándose los labios con un triángulo de papel que hacía las veces de servilleta-, hizo correr el bulo de que había sido encontrado un manuscrito en el que una antepasada imaginaria relataba sus devaneos con toda minuciosidad. Una patraña soez que en su momento llegó a gozar de cierta popularidad. Pronto empezaron a circular por la ciudad varios ejemplares del presunto manuscrito… yo mismo recuerdo haber tenido uno en mis manos. En realidad era un triste refrito de la literatura pornográfica al uso. El planteamiento era el habitual en estos casos: una mujer joven, bella y de conducta intachable se ve forzada a obtener dinero a cambio de sus encantos. A esto sigue una serie tediosa de encuentros donde se llevan a cabo todas las piruetas y desvaríos a que dé lugar la fantasía de un degenerado o un imbécil. Aparecen hombres y mujeres dotados de verdaderas curiosidades anatómicas y todos están dispuestos a hacer o dejarse hacer cualquier majadería. Recuerdo que abandoné la lectura del manuscrito al llegar a un episodio particularmente desapacible en el cual a alguien le cosían una rata al culo o algo por el estilo. ¡Caray, qué bueno estaba este helado! ¡Camarero, tráigame otra bola de vainilla, tenga la bondad!

– Doctor Pimpom, no se vaya por las ramas -dijo Fábregas-. Usted acaba dé decir que ese tal Roca inventó las memorias de una cortesana cuando hubo crecido su hija. ¿Qué relación había entre una cosa y la otra?

XIII

– No tome lo que le digo necesariamente al pie de la letra ni se precipite en sus juicios -continuó diciendo el doctor Pimpom mientras atacaba con bravura la segunda porción de helado, que el camarero había dejado sobre 1a mesa con brusquedad y desabrimiento, pero sin protestas audibles-. Los venecianos siempre hemos sido comerciantes. Tampoco he querido decir que las cosas pasaran a mayores, ni lo ha dicho nadie. Vea usted: por aquellas fechas, y al amparo de lo que los periódicos llamaban el plan Marshall, Italia trataba, no sin cierto éxito, de insuflar nueva vida a una industria cinematográfica que se había desarrollado mucho en las décadas anteriores a la guerra gracias a la protección de nuestro Mussolini, hombre aficionado al cine, como el Hitler de los alemanes y como su propio Franco de ustedes, pero que la guerra había malbaratado, como tantas otras cosas. Con este fin, y para competir con la gran industria cinematográfica norteamericana, se nos ocurrió comercializar lo único que teníamos: unas actrices aparatosas, hembras de culo y teta, como las que producen las razas verdaderamente hambrientas… Había una en particular, que usted con toda certeza no recordará, pero que alcanzó bastante fama en su día. Se llamaba, si la memoria no me es infiel, Sofía Lo-ren: una mujer verdaderamente garrida… Es posible que ya haya muerto, aunque espero que no sea así; deseo que viva muchos años y que sea feliz… Por supuesto, había otras actrices de características muy similares, pero sus nombres en este momento no me vienen a la memoria… En definitiva, éste era uno de los medios de subsistencia de que nos valíamos y no el peor de ellos. La guerra había trastocado todas las cosas y nos teníamos que adaptar una vez más a los nuevos tiempos: ahora nos tocaba la democracia y el liberalismo y ¡ay de aquel que no supiera jugar a ese juego! Claro, muchos pensaban, y siguen pensando todavía hoy, que la democracia consistía en trabajar menos y ganar más. Eran los comunistas los que al socaire de las libertades civiles le metían estas ideas locas en la cabeza a la clase obrera, con los resultados que a la vista están: huelgas todos los días, sabotaje y salvajismo, cuando no atentados y otros hechos de sangre… Pero lo que a usted le interesa saber es si la chica se ganaba el pan en cama ajena y yo a eso le responderé: puede que sí, puede que no. De todos modos, le diga lo que le diga, ¿por qué me iba a creer? En estos asuntos es donde más inciertos son los hechos: unos saben y callan, otros no saben y hablan por los codos; en definitiva, los que más podrían decir son los primeros en guardar silencio y los que más meten el palo en candela a menudo lo hacen por envidia o por malicia. Así que de fijo no puedo decirle nada. Desde luego, fama de remilgada no tenía la chica, pero la lama, ¿qué es?