«Finalmente, y para no alargar la historia, el padre Roca murió de repente y en forma imprevisible: inadvertidamente comió un producto enlatado en mal estado y eso lo mató. Ya tenía el hígado muy trabajado; había malgastado la salud en francachelas y cuando la necesitó, ya no le quedaba bastante, de modo que se fue al otro mundo. Tenía cuarenta y seis o cuarenta y siete años cuando ocurrió lo que le estoy contando.
»-Con esto la chica se encontró sola y su situación cambió de la noche a la mañana: mientras su padre vivía, ella podía pasar por una hija rebelde y algo casquivana, pero ahora, sola en el mundo, la menor prueba de liviandad habría sido suficiente para convertirla en una profesional de la cosa a los ojos de la opinión. Así que tuvo que buscarse un marido a la carrera, aprovechando la apariencia de honorabilidad que le daban el luto, la orfandad y el desamparo. Y en ese momento preciso el pobre Charlie Dolabella tuvo a bien hacer su entrada en escena. De aquel encuentro sólo podía salir lo que usted mismo ha podido comprobar: una serie interminable de desacierto y calamidades.
– Y María Clara -dijo Fábregas.
– Tal vez -dijo el otro con un asomo de sonrisa en la comisuras de los labios.
– Hum -dijo Fábregas advirtiendo el gesto.
– Dejemos eso por ahora -continuó diciendo el médico- y vayamos a las cosas tal como sabemos que sucedieron. Charlie llegó a Venecia buscando un pasado que sólo había existido en la imaginación atormentada de s~ pobre madre, una loca que vegetaba y que quizás aún si vegetando en la celda acolchada de algún hospital público. Yo no digo que no pueda haber algún nexo de parentesco entre él y el Dolabella que pintó unos cuadros e Venecia y luego emigró a Cracovia, pero, aunque así fuera, ¿qué demonios esperaba encontrar aquí? Hay que ser ingenuo como un americano para pensar que el pasado un objeto encontrable.
– Sin embargo -dijo Fábregas- no puede negar qu algo encontró.
– Lo que se merecía: un saco de mentiras -replicó médico con desprecio. La interrupción o el propio reía que iba desgranando parecían haberle contrariado. D un puñetazo en la mesa que hizo tintinear la copa de h
lado, el plato y la cucharilla. Luego resopló, como para dar salida a los vapores de su ira, y prosiguió diciendo-: En el fondo el engaño fue impremeditado, mutuo y completo. Ella pensó haber encontrado un multimillonario, un verdadero rey del petróleo; él, una aristócrata de película. Ambos creyeron ver materializados en su oponente sus sueños de clase media. En realidad, ella era un golfa y él, un taxista. Y lo peor era que ninguno de los dos sabía disimular su propia condición. Carentes de interés humano, arruinados y sin ínfulas, pronto se quedaron solos, y cuando esto sucedió, ni el diablo se apiadó de ellos.
– A lo mejor en el fondo se amaban -apuntó Fábregas.
El doctor Pimpom lo miró fijamente. Ahora sus ojos parecían más vidriosos que las propias lentes de sus anteojos, en cuyas superficies titilaba ocasionalmente el resplandor violáceo de los tubos fluorescentes.
– Ella nunca debió pertenecerle -sentenció al fin en voz muy baja. Luego se paso la mano por la boca. Al retirarla sus labios habían recobrado la sonrisa irónica que hasta entonces había venido enmarcando sus palabras-. Además, permítame discrepar, como hombre de ciencia, de eso que usted llama amor.
– Dicen que hay quien se muere de eso -apuntó Fábregas.
– Más bien hay quien se aferra a esa quimera cuando se siente morir de otras causas más crudas -replicó el médico-; pero dejemos eso también: es algo abstracto, un asunto académico que podría conducirnos a una discusión eterna y sin objeto. Yo le cuento lo que hubo y luego usted lo adereza como mejor le plazca, ¿qué?
– No sé si me interesan tanto los hechos -apuntó Fábregas.
– No hay otra cosa -replicó el médico-. Yo le cuento lo que hubo. Charlie y ella se casaron. Ella presentaba ya un estado de gestación avanzado que hizo de la ceremonia un verdadero escarnio por el que muchas sensibilidades fueron heridas. Con aquel acto absurdo se desvaneció toda ilusión y toda esperanza: ambos se convirtieron de la noche a la mañana, en un santiamén, por así decir, en aquello que estaban destinados a ser fatalmente. Charlie se volvió un muñeco fofo y peludo y ella, una enferma imaginaria.
– A la que usted, sin embargo, trata como si verdaderamente lo fuera -dijo Fábregas.
– Como si fuera qué cosa… ¿Una enferma? -dijo el médico- ¡Y quién dice que no lo es!
– Usted mismo acaba de decir que se trata de una enfermedad imaginaria -exclamó Fábregas-. Yo no invento sus palabras. ¿Por qué se empeña en contradecirme todo el tiempo, doctor Pimpom?
– Y usted, ¿por qué se empeña en llamarme de esta forma ridícula? -exclamó a su vez el otro-. ¡Yo no m llamo doctor Pimpom! ¿De dónde ha sacado este nombre grotesco e incluso degradante? Mi verdadero nombre es Scamarlán, doctor Scamarlán. Pero dejemos eso. Voy contarle un caso horripilante al que hube de enfrentarme apenas iniciada mi carrera de médico. Escuche.
En aquel momento los clientes del bar empezaron a pagar sus consumiciones respectivas y abandonar aquel como movidos unánimemente por una llamada tácita, verlos de pie Fábregas advirtió que muchos de ellos vestían uniformes distintivos de su oficio o del lugar donde trabajaban: eran los cocineros, camareros y empleados d los restaurantes, los cafés y los hoteles del vecindario, que concurrían a aquel bar en sus horas libres, antes de recogerse por el día. Ahora algunos de ellos, viendo en él u turista, le dirigían miradas de displicencia o de fastidio; otros, por el contrario, reconocían al doctor Pimpom, que saludaban con respeto, y hacían partícipe de aquel respeto a su acompañante, por deferencia hacia él.
– Estaba un día en mi consulta, que acababa de abrir, pues, como le venía diciendo, me había iniciado hacía poco en el ejercicio de la medicina, cuando vino a verme un hombre joven, de aspecto saludable e inteligente, que dijo precisar de mis servicios, ya que, de un tiempo aquella parte, no se encontraba nada bien -continuó diciendo el doctor Pimpom una vez hubo saludado al último parroquiano que abandonaba el bar-. Yo, como debe hacerse en estos casos, le pedí que me describiese los síntomas de su dolencia con la máxima exactitud, pero sólo supo dar a mi ruego respuestas imprecisas: fatiga, inapetencia, desánimo y un malestar general que no concentraba en ningún dolor determinado ni quedaba 1ocalizado en ninguna parte de su organismo. Lo sometí un reconocimiento detenido, del que no pude sacar ninguna conclusión, le pregunté si había sufrido recientemente algún disgusto grave que hubiera podido influir en su estado físico, si tenía problemas en su trabajo, si su vida personal le resultaba satisfactoria, etcétera, y él me contestó que nada le había perturbado de un modo anómalo en los últimos tiempos, que estaba contento con su trabajo, en el que todos le auguraban un futuro brillante, y que hacía poco menos de un año se había casado felizmente con una mujer a la que amaba y por la que creía de fijo ser amado. En vista de ello, me limité a recomendarle sin demasiada severidad que dejara de fumar, que comiera y bebiera con moderación y que hiciera algo de ejercicio, y le dije que, de no mejorar su estado, volviera a visitarme al cabo de quince días. Con esto le dejé ir; una semana más tarde había muerto. Aunque en rigor no podía considerarlo como uno de mis pacientes, tan pronto como la noticia de su muerte llegó a mis oídos me sentí en la obligación de acudir a la casa mortuoria, donde encontré a su mujer en tal estado de alteración nerviosa que al punto hube de administrarle un sedante. El cadáver del marido, al que velaban familiares, amigos, compañeros y vecinos, no presentaba síntomas de emaciación. En la partida de defunción que firmé, a instancias de la familia, consigné como causa probable del fallecimiento un paro cardíaco. No obstante mis temores, ningún allegado del difunto parecía dispuesto a atribuir aquel infortunio a mi impericia o a mi negligencia. En las exequias se me instó a que ocupase un lugar de honor, al lado de la viuda, que tuvo que apoyarse en mi brazo en varias ocasiones para no caer exánime.