»Un mes más tarde, obsesionado todavía por este caso, al que mis conocimientos no lograban dar explicación satisfactoria, lo expuse prolijamente ante un grupo de colegas con quienes tenía entonces tertulia esporádica en elgrill del antiguo hotel Ambassador. Después de oír mi relato, uno de los contertulios, médico forense, se echó a reír a grandes carcajadas, como suelen hacer los médicos de esta especialidad, quizá para combatir así en cierto modo el ambiente algo tétrico en que se mueven. Yo le pregunté la causa de su hilaridad y él me respondió diciendo que el caso que acababa de referir no ofrecía a su juicio la menor dificultad y que, por si me interesaba saberlo, mi pobre paciente había muerto sin duda alguna envenenado.
Al principio creí que trataba de gastarme una broma, pero él aseguró hablar muy en serio. «Os quedaríais de piedra si supierais la cantidad de hombres que mueren a diario envenenados por sus mujeres, especialmente en el primer año de matrimonio», nos dijo sin dejar de reír a mandíbula batiente, pese a ser él mismo hombre casado.
«Posteriormente datos sueltos, recogidos de aquí y de allá, vinieron a corroborar la afirmación de mi colega y contertulio. En efecto, pocas semanas después del entierro, la viuda de mi paciente, habiendo percibido el monto correspondiente al seguro de vida de su difunto esposo, abandonó Venecia inesperadamente. Alguien dijo haberla visto luego en Suiza, casada con un pariente del difunto cuya esposa había fallecido casualmente un año antes que aquél, y en circunstancias muy similares. Por supuesto, es tos hechos no demostraban nada ni era cosa de ponerlo en conocimiento de la policía: una exhumación tan tardía de los dos cadáveres difícilmente habría podido arrojar y ninguna pista y, por otra parte, los culpables, si verdaderamente lo eran, habían tenido buen cuidado en ponerse fuera del alcance de la justicia.
»¿Por qué le cuento este caso? Le cuento este caso para demostrarle que la práctica de la medicina, a diferencia de la de cualquier otra ciencia, no puede limitarse únicamente a aquello que constituye su objeto, es decir, a lo trastornos del organismo, y que el buen médico no es el que acierta en sus diagnósticos, sino aquel que, por cualquier método, consigue prolongar al máximo la vida d sus pacientes. Las enfermedades, incluso las más grave sólo son uno de los muchos enemigos de la vida. Así, por ejemplo, una persona que lograse evitar un accidente d aviación o un naufragio sería mejor médico que otra que hubiera dedicado su vida entera al estudio y la práctica d la medicina convencional. ¿Sigue usted mi razonamiento
– Sí -dijo Fábregas-, y no estoy de acuerdo con é aunque en este mismo momento no sabría razonar ad cuadamente esta discrepancia.
Una sonrisa condescendiente bañó el rostro del doctor Pimpom.
– Es natural que lo que le vengo diciendo le pille de nuevas -dijo con suavidad-. Usted seguramente piensa que la vida consiste en el correcto funcionamiento de 1os órganos corporales; ¿no es así?
– Pues… sí -admitió Fábregas tras reflexionar un instante-; eso pienso.
– Es natural -repitió el otro-. Pero piense también esto: que desde los tiempos más remotos el ser humano ha creído que la vida era algo distinto del cuerpo: un soplo, un hálito exterior, algo dado y eterno. ¿No será esto más cierto y en todo caso más científico que atribuir el secreto de la vida al funcionamiento mecánico de una docena de vísceras? ¡Por lo que más quiera! Hay que ignorarlo casi todo para pronunciar juicios tan taxativos. ¿Ha asistido alguna vez a una autopsia?
– No -dijo Fábregas-, ni ganas.
– Eso salta a la vista -dijo el doctor Pimpom-: nadie que haya tenido en la mano un hígado, un corazón o un bazo puede seguir pensando que la vida gira en torno a unas cosas tan ordinarias y elementales. Por supuesto, los que no saben nada de estas cosas pretenden que la medicina ha de limitarse a velar por el funcionamiento correcto de semejantes porquerías. ¡Pamplinas!
– No se enoje de nuevo -atajó Fábregas-. Efectivamente, no sé nada de este asunto ni creo que éste sea el momento adecuado para iniciarme en él. Estábamos hablando de otras cosas: le ruego que vuelva a ellas.
El doctor Pimpom miró de hito en hito a su oponente, pero como una luz que se aleja, el brillo colérico de sus ojos se fue atenuando hasta ser reemplazado por una mirada serena, cansada y algo perpleja.
– Pues qué, ¿ya no puede uno esgrimir sus argumentos con vehemencia? -dijo en el tono compungido de quien considera un infortunio inmerecido el verse inopinadamente cogido en falta-; después de todo, ha sido usted el que me ha reprochado hace un rato el incumplimiento de mis deberes profesionales…
– Yo sólo he dicho…
– Y en un tono que deploro.
– No era ésa mi intención; tal vez me expresé mal…
– Todos nos dejamos llevar a veces por la impaciencia -dijo conciliador el doctor Pimpom-. Usted quería que yo siguiera hablando de los Dolabella, aunque el tema que yo he sacado a colación es mucho más interesante…, o quizá no. Mire, le resumiré la cosa en dos palabras: ella, que creía haber cazado al pobre Charlie, resultó ser en definitiva la víctima de una estafa. En el fondo, ¿quién es más digno de compasión? En cuanto a las enfermedades de ella, ¿qué quiere que le diga? Desde luego, reales no son, pero, ¿qué sucedería si no se les diera tratamiento? ¿Quién nos asegura que ella no renunciaría a seguir vi-) viendo en ese caso? ¿Qué es lo que nos mantiene con vida, después de todo? Esto le preguntaba yo a usted hace un momento, pero usted ni siquiera ha querido escuchar la pregunta.
– Doctor, a usted le consta lo que a mí me interesa -dijo Fábregas.
– Han cerrado hace rato -dijo el doctor Pimpom levantándose-. Habíamos quedado en que invitaba usted, de modo que vaya pagando mientras yo visito los servicios.
El local en efecto estaba vacío y el único empleado que aún permanecía allí, después de haber apilado las sillas en dos columnas inestables, esperaba cruzado de brazos junto a la puerta metálica a medio bajar. Fábregas le hizo señas. Era el mismo camarero que les había atendido; ahora se había despojado del delantal e incluso de la camisa, que había reemplazado por una camiseta azul sin mangas. También llevaba una boina pequeña, que le hacía parecer orejudo. Fábregas pagó las consumiciones y agregó una propina generosa.
– Disculpe las molestias -dijo.
– Cada noche la misma historia -dijo el camarero señalando la puerta del retrete-; primero arma una trifulca y al final acaba comiéndose las dos bolas de helado.
– Y eso ¿qué tiene de malo? -preguntó él.
– Y él ¿por qué diantre tiene que salirse siempre con la suya? -respondió el camarero.
XIV
Al quedarse de nuevo a solas con sus pensamientos, tuvo la impresión de que las palabras casuales del camarero habían sido dichas de un modo providencial. Ahora, en ausencia del doctor Pimpom, se arrepentía de haber aceptado la compañía de éste. Al hambre y al cansancio se unía ahora la sensación incómoda de haber estado cediendo terreno en contra de su voluntad. Esperando obtener de su interlocutor una información que éste a todas luces no estaba dispuesto a suministrarle, había acabado por sincerarse con alguien de quien sólo podía esperar deslealtad si ella, como todos los indicios y en especial la actitud, las propias palabras y evasivas del doctor Pim-pom parecían confirmar, era en efecto su amante. Ahora estaba seguro de haber sido un juguete en manos de aquel avispado micifuz, al que imaginaba en aquel preciso instante haciendo balance de la situación, felicitándose por el éxito de sus argucias y carcajeándose en la soledad del retrete, agarrado con ambas manos al borde de la taza y echando las piernas al aire en señal de júbilo. Con todo, Fábregas no podía dejar de preguntarse qué objetivo perseguía realmente el médico y a dónde pretendía llevarle, qué mensaje encerraban en sí aquellas digresiones aparentemente absurdas y qué había querido insinuar con sus pretendidas confidencias y chismorreos. ¿Acaso venía a decirle con sus historias escabrosas que todos los miembros de la familia Dolabella estaban en venta? ¿Actuaba el médico de mediador en una transacción iniciada bajo buenos auspicios meses antes, pero todavía inconclusa por la confusión introducida en el asunto por unos sentimientos extemporáneos?