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– Emprendamos la retirada -dijo el médico sobresaltando con su llegada a Fábregas, que, perdido en sus cábalas, había olvidado por un momento el lugar en que se encontraba y el motivo de su presencia allí-. Yo he tenido un día bastante movido y a estas alturas usted tampoco parece muy lozano. Venga, le acompañaré a su hotel.

– No se moleste.

– Me servirá de paseo -dijo el doctor Pimpom.

El odio súbito que Fábregas sentía hacia aquél le producía un frenesí que sólo la debilidad extrema de su estado le prevenía de exteriorizar violentamente. Luego, sin embargo, a ratos, aquella inquina se volatilizaba repentinamente y sin motivo; entonces miraba a aquel hombre ridículo y petulante con una ternura inexplicable. En estas ocasiones la convicción de que el doctor Pimpom obtenía de ella inmerecidamente aquellas cosas a las que él en justicia se creía acreedor por la magnitud de su amor, en lugar de constituir una causa de odio, acrecentaba su estima por él. Entonces sentía un deseo irreprimible de abrazarle, de colmarle de obsequios y de desvivirse por él. Al mismo tiempo, esta actitud impremeditada, que tenía tanto de magnánimo como de estúpido, no podía meno de irritarle. Así, en un abrir y cerrar de ojos, renacía todo su encono con más virulencia. Este vaivén de las pasiones, que su porte exterior no traslucía, le producía una ansiedad descomedida: el corazón le latía entonces con tanta fuerza que podía percibir claramente en el cerebro el eco de cada latido. Las piernas le flaqueaban y por un instante, al salir a la calle, creyó que la vista se le nublaba. En realidad esto último no tenía nada de patológico: mientras se encontraban en el bar, la ciudad había sido cubierta por una niebla tan baja que parecía provenir del subsuelo. Los escasos transeúntes que todavía circulaban a esa hora lo hacían con la mitad inferior del cuerpo sumergida enteramente en la niebla, invisible a los demás e incluso a sí mismos. Más arriba, la niebla se desleía formando un bosque tupido de columnas sinuosas e imprecisas que se fundían con la oscuridad a medida que ganaban altura. Fábregas avanzaba temerosamente a través de esta masa insustancial, cuyos girones parecían sugerir a sus ojos formas extrañas y amenazantes, esbozos de esqueletos y seres de ultratumba que acechaban al viandante y le hacían señas y cuchufletas desde las esquinas y los soportales. Como si fuera un ciego, había colocado la mano sobre el hombro del doctor Pimpom, que le guiaba tanteando el pavimento con su bastón. Las farolas alineadas a lo largo de las ribas producían una fosforescencia opaca y como de ámbar, que no penetraba la niebla ni la oscuridad. En un momento dado sintió en los pies el peso leve y fugaz de lo que podía haber sido un gato o una rata. De este modo llegaron ante la puerta del hotel. Allí el doctor Pimpom le tendió la mano y cuando Fábregas se la estrechó, retuvo la de éste en la suya con fuerza mientras le miraba fijamente a los ojos, como si allí pudiera leer la clave de un secreto.

– No sé si este encuentro habrá servido para algo -dijo al cabo de un rato.

– Quizás hemos estado hablando de cosas distintas -dijo él.

– Quizás -repitió el médico soltándole la mano.

– Buenas noches, doctor; y muchas gracias por haberme acompañado -dijo él subiendo con esfuerzo los tres peldaños que conducían a la puerta giratoria. Hacía rato que el portero nocturno del hotel, advertido de la presencia de un huésped, hacía girar la puerta a la espera de que éste se decidiese a entrar. En cada giro un retazo de niebla quedaba atrapado entre las hojas de la puerta y era trasvasado por este conducto al hall del hotel, en cuya penumbra se quedaba flotando unos instantes, como un espíritu de poco rango.

– ¡Espere! -dijo de pronto el doctor Pimpom-. Si hemos de separarnos ahora quizá definitivamente, satisfaga antes al menos mi curiosidad. Con respecto a María Clara…

– Sí, ¿qué pasa con respecto a ella? -preguntó él deteniéndose tan cerca de la puerta giratoria que el canto de goma de una de las hojas pasó rozándole la cara.

– Nada -respondió el médico amedrentado por el rencor y la furia que pudo advertir en la voz del otro-. Dígame solamente por qué esta tarde la ha ofendido usted de un modo tan arbitrario.

Fábregas bajó de nuevo los peldaños dispuesto a golpear a su interlocutor de permitírselo sus fuerzas, ya completamente consumidas. Hundido en la niebla hasta la cintura, la figura diminuta del doctor Pimpom habría podido resultar grotesca si aquella misma niebla, impregnada extrañamente de la luz remota de las farolas, no hubiera envuelto su cabeza en una especie de nimbo, imprimiendo a su fisonomía un resplandor que parecía provenir de su ánimo ecuánime e intrépido. Esta inesperada imagen de bravura impresionó a Fábregas, que se detuvo frente a él de un modo abrupto, pero sosegado.

– ¿Usted qué cree? -preguntó secamente.

– Bueno -respondió el médico con inseguridad-, yo tengo formada una idea…, pero no sé si usted quiere oírla o si yo debo realmente revelársela.

– No se ande con rodeos -dijo Fábregas-. ¿Qué idea es ésa?

– Que usted se comporta así porque está enfermo.

– ¡Cómo! -exclamó Fábregas-. ¿Enfermo yo? ¡Qué disparate!

– Ya le dije que era sólo una suposición.

– Vamos, doctor Pimpom, no escurra el bulto: ¿A qué tipo de enfermedad se refiere?

– Ah -respondió el médico-, eso es usted quien debe decírmelo.

– ¿Yo? Pero ¿no es usted el médico?

– Y eso, ¿qué tiene que ver? -dijo el doctor Pimpom con un deje de impaciencia en la voz-. ¿Piensa usted que los médicos lo sabemos todo? ¡No sea pueril! Los médicos vamos a tientas y sólo ocasionalmente acertamos en algo… No, no, es usted quien tiene que saber dónde le aprieta el zapato.

– No sé si debo fiarme de su honradez -dijo Fábregas.

– Bien; ya veo que ahora es a mí a quien pretende insultar -respondió el médico con una calma impropia de su carácter-. Haga usted lo que le venga en gana. Yo ya le he dicho lo que le tenía que decir. Si quiere hacerme caso, cuídese o, mejor aún, sométase a un reconocimiento cabal cuanto antes. Buenas noches.

Sin aguardar respuesta, el doctor Pimpom giró sobre sus talones, dio unos pasos en dirección opuesta al hotel y fue tragado por la niebla antes de que Fábregas acertase a reaccionar. Arrepentido de la injuria que acababa de cometer y que sabía motivada por razones ajenas a la ética profesional del médico, de cuya rectitud no tenía fundamento alguno para dudar, pensó primero en darle alcance y pedirle disculpas, pero pronto comprendió que tal cosa ya no era posible en las circunstancias atmosféricas imperantes. Avergonzado de su impetuosidad, volvió a subir los peldaños del hotel, empujó la puerta giratoria, que el portero nocturno había abandonado discretamente para no verse involucrado en el altercado que presintió fraguarse ante sus ojos, y entró en elhall. Allí el portero nocturno, que le aguardaba detrás del mostrador, le tendió con una mano la llave de su habitación y con la otra un papel doblado.

– Una señorita ha venido esta tarde o, para ser exactos, vino en la tarde del día de ayer, y dejó este mensaje para el señor -dijo.

Era un hombre joven, afectado de gestos y muy redicho; una obesidad incipiente restaba todo atractivo a sus facciones correctísimas, y una expresión de necedad ufana, a sus ojos.