– ¿Una señorita? -preguntó Fábregas desconcertado.
– La de costumbre -dijo el portero; y enrojeciendo añadió para corregir lo que consideró una falta de respeto-; quiero decir la que el señor usa habitualmente.
– No es posible -replicó Fábregas-. ¿A qué hora estuvo aquí?
– No puedo informar al señor de preciso, por no haber estado yo de servicio durante esas horas -respondió el portero nocturno-, pero al relevar a mi compañero del turno anterior, éste me dijo, por si el señor lo preguntaba, que la señorita había venido varias veces en el curso de la tarde a preguntar por el señor, hasta que finalmente hubo de desistir de sus propósitos de verle y que fue entonces cuando dejó este mensaje.
– Ah -exclamó Fábregas tomando la llave y el mensaje de manos del portero nocturno y encaminándose hacia el ascensor sin despedirse siquiera de aquél-, entonces…
Al entrar en su habitación se echó vestido en la cama y se quedó mirando el techo estupefacto, sin fuerzas físicas ni morales para leer el contenido del papel que le acababa de entregar el portero nocturno.
– Entonces era cierto -iba repitiendo a media voz, como si tratara de desenmarañar para un presunto oyente la madeja de acontecimientos fortuitos y malentendidos que habían configurado su situación actual-. Realmente ella no pasó la tarde con el doctor Pimpom, al que en efecto encontró en la puerta del palacio cuando ambos regresaban a él de sus respectivos menesteres; antes bien, suponiendo que mi visita al palacio sería breve, habiéndole yo dicho que deseaba verla una vez concluida aquélla y no habiendo concretado lugar ni hora de la cita, vino a buscarme al hotel, a donde pensó que yo habría vuelto. Y yo, dándomelas de avispado, la herí de una forma repulsiva. ¡Qué bochorno! Yo la amo con locura y ella evidentemente no siente lo mismo por mí; sin embargo, desde que nos conocemos, sólo he recibido de ella muestras de afecto y constancia, mientras que yo, en cambio, no he dejado de maltratarla un solo instante. ¡Malditas sean mi arrogancia y mi ruindad!
XV
Para no caer en la desesperación a la que se veía predestinado en breve, decidió emplear el resto de la noche a pasar revista a los sucesos del día, en la confianza de que éstos ofrecieran a sus ojos una brecha por la que introducir, al menos, un conato de explicación y disculpa; pero esta revisión minuciosa y repetitiva no trajo a su ánimo ninguna esperanza. Finalmente decidió dar el asunto por perdido. Después de todo, se dijo, las cosas estaban sentenciadas a este final. El pensar así le produjo una sensación transitoria de alivio, animado por la cual encendió todas las luces de la habitación, abrió de par en par los armarios y cajones y se puso a hacer el equipaje con tal entusiasmo que los huéspedes de las habitaciones contiguas, despertados bruscamente por la jarana, se pusieron a golpear los tabiques que las separaban de la suya y a dar voces de protesta. Esta llamada al orden le hizo ver de pronto lo absurdo de sus actividades, en las cuales cesó al punto. Luego, sin molestarse en recoger las prendas y artículos que había esparcido por los muebles y el suelo ni en cerrar los armarios y cajones, apagó las luces, se tendió de nuevo en la cama y permaneció allí un rato hasta que le subió del pecho a la garganta un sollozo tan grande que por unos instantes creyó que iba a ser asfixiado por la pena. Luego se fue recuperando poco a poco hasta alcanzar un estado de insensibilidad completa; ni siquiera notaba el contacto de la colcha con su cuerpo. Parece que esté flotando, pensó entonces, ingrávido como aquellos astronautas que antiguamente aparecían en los reportajes cinematográficos. Ahora le enternecía el recuerdo de aquellas escenas rodadas sabe Dios por quién en el interior de unas naves angostas y abarrotadas de tubos, volantes y manivelas y en las cuales solía verse un individuo en mallas hacer volatines lentamente en el aire mientras otro vestido de igual modo leía sentado con apacibilidad y soltura en el techo y un tercero, con la boca desmesuradamente abierta y gestos de cómica perplejidad, trataba en vano de comerse un flan que aparentemente dotado de voluntad propia, autonomía motriz y malicia, huía hacia arriba, como si todo aquello constituyera el objetivo principal de los viajes espaciales o, al menos, como si aquellos individuos, sin duda osados, poseedores de unos conocimientos científicos fuera de lo ordinario y serios a carta cabal, pero herederos de una época en la cual los inventos habían de tener siempre una faceta recreativa, no desdeñaran de vez en cuando hacer de payasos y malabaristas. Era su madre quien habitualmente le acompañaba los días de asueto a aquellas sesiones cinematográficas de las que nunca salía defraudado ni insatisfecho, como si hubieran sido concebidas con el fin exclusivo de colmar exactamente sus deseos y expectativas. Ahora, al recordar aquellos reportajes de actualidad que precedían la película y que él saboreaba doblemente, convencido de que, aun siendo interesantísimos, eran sólo el preámbulo de una película que lo sería todavía más, se preguntaba si esta felicidad o el recuerdo de ella no venía motivado en realidad por el recuerdo de su madre. Ahora, al menos, era así, no prodigándole muestras de cariño, sino quieta, silenciosa y con la mirada puesta en otra parte, pero a su lado, como habría deseado disponer de ella. Quizá por esta causa no había habido entonces para él nada comparable al cine ni lugar más maravilloso que una sala cinematográfica. Ahora ya no era así: ahora dejaba pasar meses e incluso más de un año sin entrar en una de ellas, y cuando lo hacía no era llevado por ningún interés específico, sino por matar confortablemente un par de horas; en tales ocasiones encontraba las salas desvencijadas, vacías, casi tétricas. Estas sesiones erráticas le dejaban luego una sensación amarga, como si hubiese estado haciéndose a sí mismo una estafa o una traición.
Divagaba alrededor de estas cosas cuando una idea súbita, como enviada por un agente externo, le retrajo al presente. ¡Cáspita!, se dijo. La confusión, la vergüenza y el descorazonamiento le habían hecho olvidar hasta entonces el mensaje que ella había entregado al recepcionista la tarde precedente y que ahora obraba en su poder por mediación del portero nocturno. Hasta ese momento había dado por supuesto que el mensaje había de limitarse a dejar constancia de sus intentos repetidos e infructuosos por encontrarle, pero nada le garantizaba que en efecto contuviera tal cosa y nada más. Incorporándose en la cama buscó a tientas el interruptor de la lámpara de sobremesa y, como el nerviosismo no le permitía encontrarlo en la oscuridad, acabó sacando del bolsillo interior de la chaqueta un cajita de cerillas y prendiendo una, a cuya luz endeble, habiendo encontrado y desdoblado el papel, leyó su contenido con tal ansia que al pronto no pudo extraer ninguna significación de sus palabras. Finalmente hubo de apagar la cerilla y encender otra, y serenado por esta operación mecánica, leyó lo siguiente:
«¿Dónde se ha metido? Llevo buscándole la tarde entera. ¿Me viene huyendo? Por favor, no haga tal cosa: le necesito urgentemente.»
Recobraba la cordura y con ayuda de una tercera cerilla, localizó el interruptor de la lámpara de sobremesa, la encendió y pudo leer varias veces el mensaje sin apremio, hasta que, considerando haber comprendido su alcance sin error ni incertidumbre, apagó la lámpara, se levantó y fue a la ventana, cuyas persianas abrió de par en par, con objeto de aspirar el aire de la noche. La bruma se había levantado y la luz de las farolas se reflejaba en el empedrado húmedo y en el agua quieta del canal. Ahora una capa neblinosa muy tenue cubría la ciudad como un toldo, a través del cual podía verse, muy apagado y lejano, el brillo de algunas estrellas. Mañana sin falta iré a buscarla, pensó; si me necesita, tal como dice, no hará falta ninguna excusa, pero yo se la daré igualmente. En aquel momento cruzó el cielo una estrella fugaz y su luz, mínima y breve, al penetrar en la niebla, fue retenida y agigantada por ésta de tal modo que durante un rato creyó estar viendo un cometa anónimo, cuyo resplandor se desparramaba por el cielo hasta el horizonte y hacía aparecer ante sus ojos la ciudad entera. Luego aquella luz se fue extinguiendo lentamente y la ciudad quedó bañada en plata hasta que cada edificio fue echando su sombra sobre el edificio contiguo y la oscuridad lo cubrió de nuevo todo. Aunque nunca había sido supersticioso, Fábregas creía que ciertas coincidencias o sucesos fortuitos brindaban a la imaginación un trasunto simple y claro del estado de ánimo de la persona que los contemplaba, de modo que ésta podía decir: ah, así es como me siento realmente en estos momentos. Reconfortado por esta interpretación del espectáculo que acababa de presenciar, cerró las persianas, volvió a la cama y se durmió.