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Al despertar recordó aquel fenómeno insólito y se preguntó si no se habría producido únicamente en sus sueños. Acudió de nuevo a la ventana y abrió las persianas: aún no había amanecido. Contempló un instante entre dos luces la ciudad que unas horas antes había sido revelada a sus ojos por aquel resplandor venido especialmente para la ocasión del infinito. Ahora todo era igual, pero más sereno y sin misterio. La brisa del alba, que entraba por la ventana reemplazando el aire viciado de la habitación, hizo volar el mensaje desde la mesilla de noche a la alfombra. Fábregas lo recogió y lo leyó una vez más, temeroso de haber soñado también su contenido. Luego, tranquilizado a este respecto, se duchó, se vistió a toda prisa y bajó alhall, donde el portero nocturno se disponía a partir. Sin la casaca cubierta de pasamanería, que era distintivo del hotel, su aspecto era más ordinario que la noche anterior. Sus facciones acusaban también el cansancio de tantas horas pasadas entre vigilias, cabezadas y sobresaltos. Fábregas le preguntó si había visto aquella noche un cometa y el portero nocturno le contestó secamente que no. Después de la impresión producida en éste por el incidente ocurrido ante las escaleras del hotel, que Fábregas no había tenido el tacto de disipar con unas frases amables y una propina, el portero nocturno no parecía muy dispuesto a entablar conversación con él fuera de horas de servicio. Fábregas lo comprendió así y lo dejó marchar. Luego él mismo salió a la calle.

CAPÍTULO TERCERO

I

Pronto se dio cuenta de que no iba a serle fácil dar por sí solo con el palacio de los Dolabella. La víspera, cuando María Clara le había conducido allí, no había reparado en la dirección que ella había dado al gondolero: como le sucedía siempre que estaban juntos, no había podido apartar un instante su atención de ella. Luego, por la noche, el odio que sentía hacia el doctor Pimpom le había impedido de nuevo parar mientes en el trayecto. Ahora no recordaba ningún detalle que pudiera servirle de referencia. Al cabo de un rato de vagar inútilmente vio un grupo de gondoleros que desayunaba en una tasca, a la espera de los clientes matutinos, y dirigiéndose a ellos les preguntó si conocían por casualidad un palacio ruinoso cuya entrada trasera estaba flanqueada por dos estatuas colosales; a esto le respondieron los gondoleros que en Venecia había varias docenas de edificaciones que respondían a esta descripción. El día prometía ser caluroso y húmedo y la neblina hacía el aire denso y fatigoso. Después de conversar un rato con los gondoleros, Fábregas contrató a uno de ellos, que se comprometió a darle vueltas por los canales hasta localizar el palacio que buscaba. Al mediodía la excursión no había dado fruto y el gondolero le anunció que tenía que ceder la góndola a su socio, con quien compartía embarcación, trabajo y beneficios.

– Pero no la parienta -añadió en tono jocoso.

En el muelle donde se produjo el relevo de socios, Fábregas cerró con el nuevo gondolero el mismo trato, pero al cabo de una hora, viendo que aquél volvía a llevarle por los lugares que acababa de recorrer en la mañana, agobiado por el calor y harto de permanecer encajonado en la góndola, se hizo desembarcar en un punto cualquiera del recorrido. Hasta los turistas más contumaces habían abandonado las calles a la espera de que el crepúsculo aliviase el bochorno reinante. Ahora Fábregas caminaba por una ciudad desierta, deteniéndose de vez en cuando en algún bar a beber agua, cerveza, limonada o cualquier otro refresco que le aliviara momentáneamente la sed. Luego seguía caminando y el líquido ingerido le hacía sudar copiosamente. Tampoco había comido nada ese día, pero la sola idea de llevarse algo sólido a la boca le producía náuseas. A media tarde se le ocurrió de pronto que tal vez ella hubiera acudido de nuevo al hotel esperando encontrarle allí, resguardado del calor. Esta idea le trastornó enormemente. Por suerte en aquel momento acertó a pasar por donde se hallaba un taxi y pudo tomarlo y hacerse conducir al hotel sin dilación. En el mostrador de recepción le fue entregado un mensaje que decía: «Veo que sigue rehuyendo mi presencia. ¿Qué le he hecho?» Pidió recado de escribir al recepcionista y garrapateó a su vez esta nota: «Salgo en su busca; regresaré a eso de las nueve. Espéreme en el hotel y no se le ocurra marcharse.»

– Si ella vuelve, dele este mensaje y no deje que se vaya: es importante -dijo al recepcionista entregándole su mensaje y una propina rumbosa.

– ¿Y no sería mejor que el señor la esperase aquí, tranquilamente? -sugirió el recepcionista; y, ante el estupor que esta sugerencia parecía haber producido a su interlocutor, se apresuró a añadir-: Disculpe mi entremetimiento, pero el señor no tiene buena cara.

– El quedarme aquí no la mejorará mucho -replicó él.

– Vaya a su habitación, dese un baño y relájese. Yo le enviaré una masajista. Para días como éste, un baño y un buen masaje son de lo más indicado -dijo el recepcionista con firmeza.

– En otra ocasión -dijo Fábregas.

Cuando volvió a salir del hotel declinaba el día y los turistas, angustiados ante la perspectiva de una jornada malograda, habían invadido nuevamente calles y sitios, dispuestos a arrostrar el calor y la humedad. Esta vez seré metódico, se dijo. En una librería compró una guía de forasteros con tapas de plástico rojas, blancas y amarillas. Con ella se proponía recorrer todos los palacios enumerados allí sistemáticamente e ir tachando cada palacio recorrido. Con la guía de forasteros en el bolsillo anduvo un trecho y, llegado a la explanada que se extendía frente al Palacio ducal, donde antiguamente habían tenido lugar las ejecuciones públicas, la sacó para consultarla. Sólo entonces se dio cuenta de que por distracción había comprado un ejemplar de la guía de forasteros en alemán, idioma del que lo ignoraba casi todo. Podía aprovechar, sin embargo, los planos y trazados hasta tanto no se le presentara la ocasión de adquirir otra. Por causa de la neblina persistente, la luz era menguada para ser verano y le costaba descifrar los planos. Al cabo de un rato de forzar la vista, empezó a ver doble. Lo que me faltaba, pensó. Un grupo de turistas pasó por donde estaba dándole empellones; en uno de estos empellones la guía de forasteros se le cayó de las manos y fue pisoteada por aquel tropel. Ahora todos los líquidos que había bebido a lo largo del día pugnaban por ser regurgitados. Pensó acercarse al borde del agua, considerando más higiénico vomitar allí que hacerlo sobre el pavimento, pero desistió de ello por miedo de resbalar e ir a parar al agua. Cualquier cosa menos el agua, pensó en aquel momento. Luego hizo acopio de energía y logró entrar en el Palacio ducal mezclado con la masa de turistas. Una vez dentro del recinto buscó los lavabos sin encontrarlos. La gente subía y bajaba las escaleras apresuradamente, porque se hacía tarde y estaban a punto de cerrar el palacio a los visitantes. Huyendo de pordioseros y granujas que le acosaban con ofrecimientos diversos, entró al azar en un salón donde no había mucha gente. En aquel salón, cerrado a cal y canto, hacía tanto calor que creyó desvanecerse. Sin embargo, un cuadro bastante grande, colgado de una de las paredes, atrajo su atención en el último momento: eraEl Dux y los procuradores adorando la Hostia, de aquel Tommaso Dolabella de quien María Clara y su padre creían descender. En varias ocasiones ella le había conducido a aquel mismo salón para mostrarle la obra de su presunto antepasado, pero él había mirado el cuadro sin verlo realmente. Si al término de cada visita alguien le hubiese preguntado de qué trataba aquel cuadro, no habría sabido qué responder. Ahora, en cambio, sentía un vivo afán por examinarlo minuciosamente a fin de fijarlo de una Vez por todas en la memoria, como si fuera a emprender un largo viaje y quisiera llevarse consigo el recuerdo del cuadro como único bagaje. Pero ahora el cuadro únicamente presentaba a sus ojos un conjunto de manchas sin forma ni sentido. Confiado en que de más cerca mejorara la visión de aquél, cruzó el salón dando traspiés. Estaba tan cerca de la tela que algunos de los presentes, temiendo que tratara de atentar contra la integridad de ésta, se apostaron a su lado dispuestos a intervenir para impedírselo, toda vez que su aspecto no debía de parecerles peligroso. Él hizo un ademán que quería ser tranquilizador: con él pretendía dar a entender que sus intenciones no eran destructivas. En realidad sólo quería leer el nombre del pintor, que era el de ella, antes de perder el sentido. Al punto varias manos le sujetaron. Él miraba aquellas manos estupefacto, porque había advertido que todas ellas eran de color verdoso o amarillento, como la tripa de algunos reptiles. Nadie tiene la piel así, pensó; deben de llevar guantes de algún material sintético. Pero cuando levantó la vista advirtió que también el cuadro entero era del mismo color malsano. Entonces comprendió que era su vista la que se había cubierto de un tul de aquel color.