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Concluida la historia, el hombre obeso dijo habérsele hecho un nudo en la garganta, como siempre que tenía ocasión de referírsela a alguien; sin que supiera explicar por qué, dijo, aquella historia de abnegación y constancia siempre le había emocionado. Hoy ya no existían hombres así, agregó a modo de colofón. Fábregas dio su asentimiento a ello con más cortesía que convicción. Hacía rato que su atención había sido atraída por la llegada de la mujer del hombre obeso, la cual, dando muestras de extrema discreción y respeto, no había osado interrumpir el relato de aquél y se había quedado algo apartada de ambos, callada y quieta, en una actitud modesta que al principio impresionó favorablemente a Fábregas, quien, sin embargo, creyó advertir, aunque sin adquirir certeza al respecto, cada vez que una ráfaga de viento arremolinaba el vestido veraniego de la mujer, que ella no llevaba debajo ninguna prenda interior. Estos atisbos precarios y la sospecha de que ella, no obstante el recato de su aspecto, propiciaba con su colocación y sus posturas la complicidad del viento, le produjeron una excitación que no sabía de qué modo ocultar a los ojos del hombre obeso, quien, por fortuna, parecía del todo ajeno al devaneo que se desarrollaba en sus propias barbas. Desde el primer momento en que la había visto se había encendido en Fábregas una pasión por aquella mujer de la que nada parecía poder apartarle. Aquella pasión le dominaba. Él se preguntaba qué había hecho aquella mujer para alterarle de aquel modo insólito, qué había en ella y quién sería en realidad, pues, a pesar de que apenas había tenido ocasión de examinar su rostro con detenimiento, unas veces debido a los efectos de la luminosidad cegadora del cielo, otras, al contraste entre esa misma luminosidad y la sombra de la toldilla, y otras, por último, a su cabellera rojiza, que, al juguetear con la brisa, se lo cubría parcialmente, aquél no le resultaba desconocido. Ahora esta suma de rasgos entrevistos, pero nunca ofrecidos verdaderamente a su contemplación, le trastornaba hasta el delirio.

Así permanecieron los tres un rato, en silencio, simulando otear el mar en busca de la isla, hasta que de pronto el hombre obeso les anunció inesperadamente que debía ausentarse sin demora. Confesó que el nerviosismo producido por la expectativa le había provocado la necesidad inaplazable de orinar, cosa que pensaba hacer en elwater de su camarote y aprovechar de paso la ocasión para proveerse allí de un catalejo que había adquirido precisamente para la travesía, pero de cuya existencia se había olvidado hasta ese momento. Apenas el hombre obeso hubo girado sobre sus talones, la mujer abandonó todo fingimiento y con voz perentoria ordenó a Fábregas que la siguiese. Cuando ella pasó por su lado, llegó a su olfato un perfume penetrante y cálido que le recordó el éter. Por una escotilla descendieron al corredor a cuyos lados se alineaban las puertas de los camarotes. En el corredor no había nadie a aquella hora; allí todo era silencio, penumbra y frescor. También su camarote estaba envuelto en una penumbra dorada; la luz del sol reflejada en el agua entraba por las rendijas de la persiana y serpenteaba alegremente en el techo. Ahora se arrepentía de haber aceptado resignadamente el camarote que le habían adjudicado sin consultarle. Era un camarote tan estrecho que la cama apenas dejaba un corredor angosto por donde caminar de lado, rozando las paredes con la espalda. Aquella estrechez, al principio, había sido de su agrado. Desde la cama podía ver el mar y le bastaba alargar el brazo para colocar la mano en el alféizar de la ventana. Ahora estas menudencias le humillaban. Ella, sin embargo, no parecía haber reparado en la estrechez del camarote: era toda salacidad y encendimiento; con los ojos en blanco le echaba los brazos al cuello y musitaba palabras procaces y chocantes. Entonces él cayó en la cuenta de quién era; era aquel pelo largo y teñido, aquella permanente vulgar, aquellas pestañas postizas y aquel maquillaje chabacano lo que le había despistado hasta entonces, le dijo. Ella emitió una carcajada soez, como si aquellas apostillas injuriosas a su aspecto la halagaran. No había límites a su envilecimiento, le dijo en tono jactancioso. Acto seguido le contó que, víctima de una serie de añagazas que no era ése momento de enumerar, se había visto forzada a casarse con el hombre obeso, por quien sólo sentía una repulsión que con el transcurso del tiempo había ido en aumento. A su lado, sin embargo, se veía obligada a guardar una conducta intachable, que había engañado a todos, incluso a Fábregas, siguió diciendo, ya que su marido, bajo la apariencia de mansedumbre que mostraba en público, ocultaba un carácter feroz y perverso. El hombre obeso era en realidad un ser arrebatado, violento y peligrosísimo cuando le dominaban los celos. Sólo los raros viajes que emprendían juntos le deparaban la oportunidad de dar curso libre a su incontinencia, añadió. Él afirmó entonces no haber comprendido esto último, ya que, a su entender, era precisamente en los viajes cuando la convivencia forzosa y continuada dificultaba más eludir el control de la persona en cuya compañía se viajaba, a lo que ella replicó que en su caso particular sucedía precisamente lo contrario, ya que su marido sólo viajaba por motivos profesionales y en esas ocasiones no pensaba en otra cosa que en el dinero. No obstante, añadió, debían darse prisa, pues incluso en las circunstancias favorables que ella acababa de describir, una desaparición prolongada por su parte podía despertar las sospechas del hombre obeso. Como si estas palabras hubieran sido premonitorias, apenas hubo acabado de pronunciarlas, sonaron unos golpes en la puerta del camarote. Era él, dijo ella abrazándole con una fuerza que parecía nacida del terror. Estaban perdidos. Ambos ponderaron la idea de arrojarse por la ventana al mar, no estimándola factible. Arreciaban los golpes en la puerta, acompañados ahora de voces conminatorias. Ella le propuso entonces consumar su pasión, colmarse recíprocamente de dicha mientras las bisagras resistieran, pero él, aunque habría querido llevar a término lo que ella le proponía, juzgándolo heroico, no se veía con ánimos para ello, por lo que, sordo a sus ruegos e insensible a la voluptuosidad que ella, habiéndose desgarrado el vestido con sus propias manos, trataba por todos los medios de contagiarle, la apartó de sí e hizo amago de saltar del lecho.

Entonces advirtió que alguien estaba golpeando en efecto la puerta de la habitación y comprendió que en realidad aquel sueño tan largo y entreverado en apariencia había durado solamente una fracción de segundo.

IV

– ¡Usted! -exclamó al verla en el corredor del hotel.

Era la última persona a la que esperaba encontrar allí y ahora, en su presencia, maldecía la precipitación con que había acudido a la llamada. La perturbación del ánimo, de la que el sueño que acababa de tener había sido a la vez causa y efecto, no se había disipado todavía; ahora se confundían en aquél las dos imágenes antitéticas de ella: la real y la soñada. Esta última seguía provocándole una reacción alborotada de la que no podía desentenderse mientras siguiera llevando la camisola azul del dispensario. Ella, sin embargo, no dio muestras de extrañeza ni de azoramiento, bien por inadvertencia, bien por delicadeza.