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– ¿Ve qué fácil ha sido? -dijo en voz alta.

– Si en vez de pedirle dos millones de liras le hubiera pedido dos millones de dólares, ¿me los habría dado igual? -preguntó ella.

– Ni tan de prisa ni en efectivo, pero igualmente se los habría dado -respondió él, e inmediatamente pensó que esta respuesta era fatua y engañosa. Nunca le había revelado la naturaleza exacta de sus actividades ni la procedencia de un dinero que, sin embargo, derrochaba ante sus ojos sin la menor cautela. Era lógico que ella, viendo que podía pasar meses enteros sin ocuparse de sus negocios y gastando de aquel modo, le supusiera unas rentas inagotables o una forma turbia de obtener beneficios. Lo más probable, con todo, es que a ella este asunto le traiga sin cuidado, se dijo-. Sin embargo, no soy tan rico como usted debe de creer -añadió en voz alta.

– Ya le he dicho que se lo… -empezó a decir, pero él, adivinando lo que ella se proponía decirle, le impuso silencio con un ademán. Ella obedeció un rato; luego añadió-: No crea que por suponerle rico no valoro su amabilidad y su confianza. Me es violento agregar más, pero confío en que me entienda.

Ahora llovía torrencialmente. Ella se retiró de la ventana, caminó hasta el centro de la habitación y apoyó una mano en el buró. Él la observó impávido, con una curiosidad tranquila y sin expectación.

– Por Dios, no me mire así -dijo ella-. Sé muy bien lo que está pensando.

Con un gesto brusco se llevó la mano que no apoyaba en el buró al tirante del vestido y la dejó allí, inmóvil. Él sonrió. No había parado mientes en aquel gesto impulsivo, sino en las palabras que lo habían precedido: una frase hecha que había oído repetidamente a lo largo de su vida en situaciones análogas. Ahora recordaba otra vez el sueño de la noche anterior y pensaba hasta qué punto esa frase era errónea en la ocasión presente. Estaba pensando en esto cuando sonaron unos golpes en la puerta.

– Ya traen el dinero -dijo-. Se podrá ir en seguida.

Acudió a la llamada con parsimonia, pero se quedó atónito al ver entrar en la habitación un camarero que empujaba un carrito sobre el que había una bandeja con dos servicios de desayuno. Repuesto de su chasco, indicó al camarero dónde debía dejar el carrito. El camarero, después de remolonear un instante a la espera de una propina, se fue cerrando a sus espaldas la puerta de la habitación con suavidad. En el carrito había un jarro de cristal de Murano, alto y estrecho, con una rosa roja.

– Anoche perdí todo el dinero de bolsillo -dijo Fábregas, cuando el camarero se hubo ido, a propósito de la propina que debía haberle dado a éste-. Y la documentación también. Hoy iré a denunciar la pérdida sin falta.

– Lo siento. ¿Cómo fue?

– Bah, una tontería de la que sólo se me puede culpar a mí -dijo él-. ¿Quiere alguna cosa?

Sabiendo que se refería al desayuno, ella dijo que no con la cabeza.

– Le ruego que disculpe lo que le acabo de decir -dijo al cabo de un rato-. Estoy avergonzada. No crea que hago las cosas atolondradamente o sin pensar en sus consecuencias. Jamás procedo de este modo, pero es posible que usted, aunque me conoce bien, siga pensando que sí: que actúo en forma irreflexiva; en realidad, no sería un error de juicio por su parte opinar eso, porque verdaderamente mis acciones no parecen responder a lógica ni orden; y en efecto así es. En definitiva, no sé qué hacer ni a dónde ir… Pero eso no significa que no piense; al contrario, todo mi desconcierto se debe a que pienso demasiado. Ante la duda y la incertidumbre, no hago otra cosa que pensar. También pienso que pensar no conduce a nada, que es un modo estúpido de vivir. Sé que sólo la acción trae consigo la acción, que sólo la acción puede cambiar las cosas o iniciar el cambio de las cosas. Pensando no se pone el mundo en movimiento; al contrario, el pensamiento lo estanca todo. Yo pienso esto que acabo de decir, pero no me sirve de nada; pensarlo no me sirve de nada. Me aborrezco y me avergüenzo de mi apatía. Cuando pienso en mí, en lo que soy y en lo que hago, no me gusto: el balance siempre es negativo. Me aborrezco de veras. Es probable que en definitiva nadie esté contento de su propia conducta, que nadie se guste a sí mismo; pero no puedo creer que haya nadie tan disconforme como yo lo estoy con todo. A veces me pregunto cómo puede haber tanta disparidad como la que hay entre lo que yo quisiera ser y haber sido y lo que realmente soy. Si estuviera en mi mano cambiar mi vida, lo cambiaría todo: mi modo de ser, mis sentimientos, mi pasado, el ambiente en el que me muevo, la educación que he recibido; ya lo ve: todo. Pero también sé que eso es irrealizable, que pensarlo es estúpido: una forma de no hacer frente a la realidad y, sobre todo, una forma despreciable y nociva de egoísmo. En cuanto a usted, yo siempre…

– Calle; no siga diciendo tonterías -dijo él. Siempre, y más en el caso presente, le había resultado exasperante y embarazoso escuchar las confesiones que las personas se creían obligadas a hacer en determinadas circunstancias. Estas confesiones, según había creído advertir en todas las ocasiones en que había sido receptor de ellas, tenían menos de sinceridad que de enajenamiento; eran fruto de una intoxicación del ánimo, de una turbación profunda y un desasosiego cuyo alivio no estribaba en el esclarecimiento de la verdad, sino en una degradación descarada de su autor a los ojos de quien la recibía. Ahora él se preguntaba si aquella confesión innecesaria no sería un medio para soslayar la gratitud o un preludio de otra entrega.

Bah, ¿qué importa?, se dijo, no voy a permitir ahora que estas cosas empañen mi gesto-. En realidad habla usted así porque todavía es muy joven -añadió decidido a poner de nuevo las cosas en su lugar-. Con esto no quiero decir que a medida que pasan los años la personas se vayan reconciliando con su propia naturaleza; por lo que a mí respecta, sigo pensando hoy lo mismo que pensaba hace tiempo, lo que he pensado siempre: algo que no difiere mucho de lo que usted acaba de decir en términos generales. Lo que sí creo -siguió diciendo sin dar muestras de advertir la expresión de fastidio con que ella acogía sus palabras- es que antes o después dejará de considerar esa actitud culpable y egoísta. Para entonces seguramente le parecerá que la conformidad ha llegado demasiado tarde, pero eso tampoco será cierto: nada llega tarde si en su momento todavía podemos hacer acopio del valor necesario para afrontar la vida. No estoy hablando de la felicidad, sino de una disposición del ánimo que no es susceptible de calificación, inexplicable. A diferencia de lo que usted asegura querer, yo no le hablo en estos términos para que usted me comprenda. Antes ha dicho saber lo que pensaba yo, pero no decía la verdad: ni usted sabe lo que yo pienso, ni yo lo que piensa usted; nadie sabe lo que piensan las demás personas. A lo sumo, podemos colegir los móviles inmediatos de ciertos actos, y aun eso sin certeza. Créame: no vale la pena hacerse mala sangre ni sufrir inútilmente. Otra ocasión de vivir no se la va a brindar nadie. En cuanto a mí, no sé lo que iba a decir cuando me he permitido interrumpirla, pero fuera lo que fuese, no lo diga -viendo que ella fruncía el ceño, levantaba el brazo y abría la boca, volvió a atajarla con un ademán que no admitía réplica: era importante para él impedir que ella pudiera hacer explícito su ofrecimiento, en el supuesto de que fuera ésa su intención. En todo caso, soy yo quien debe exigir, pero no ella ofrecer, pensó-. En cuanto a mí -repitió en voz alta-, déjeme donde me ha encontrado: no intente hacer de mí lo que no soy, ni tampoco olvidarme como si nunca hubiera existido. Y piense que si estuviera en mi mano cambiar en usted alguna de esas cosas que tanto le exasperan, no lo haría: ya ve hasta qué punto mi compañía no le conviene.