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Calló cuando sonaron de nuevo golpes en la puerta. Esta vez sí, pensó con alivio. Había estado perorando sin atender el sentido de sus propias palabras, con el único objeto de no permitir que ella siguiera sufriendo. En la puerta había un hombre vestido de oscuro, con el pelo engominado. Fábregas no recordaba haberlo visto nunca hasta ese momento. En una mano llevaba unos impresos y en la solapa de la americana, una gardenia. Entregó los impresos a Fábregas para que éste estampara en ellos su firma y, una vez cumplido este requisito, sacó del bolsillo interior de la americana un sobre alargado cuyo contenido amenazaba destripar las junturas, y lo canjeó por los impresos. Todos sus gestos parecían innecesarios, como sucede con los gestos que son hechos con absoluta precisión. Cuando se hubo marchado, Fábregas estuvo sonriendo un rato. Ahora él tenía en la mano un sobre con el dinero que ella le había dicho necesitar. Podía preguntarle qué se proponía hacer con aquel dinero. En realidad, puede hacer muchas cosas una vez este dinero obre en su poder, pensó, pero por el momento, puesto que todavía obra en el mío, soy yo quien puede ejercer los derechos que confiere una suma tan abultada. Ahora le repugnaba de repente la noción de haberse comportado con caballerosidad y dulzura hasta aquel momento. Ahora le asaltaban ideas feroces y depravadas que desdecían de su comportamiento anterior y de su bata. Hacer algo abominable sería lo mejor para los dos, pensó; sólo un acto vil podría restablecer en este momento la normalidad en nuestra relación, acoplarla a la verdad y permitirle una evolución natural y abierta. En aquel instante sonó el trallazo de un rayo y casi simultáneamente un trueno hizo temblar el edificio. Tintineó la cristalería en el carrito. Cuando se hubieron extinguido los ecos del trueno, la lluvia, que hasta entonces había ido arreciando, cesó súbitamente por completo y el sol, que se abría paso entre los nubarrones, hizo brillar el filo de la persiana. Como si este cambio hubiera sido una señal convenida, ella abandonó el apoyo que parecía haber estado buscando todo aquel tiempo en el buró y se dirigió resueltamente hacia la puerta de la habitación. Al pasar por su lado no le miró ni siquiera de reojo. Tampoco aminoró la marcha al coger el sobre que él le tendía. Llegada a la puerta, la abrió, salió y la cerró con violencia. Aun sabiendo que ella no había de volver, Fábregas esperó unos segundos antes de quitarse la bata y el canesú, que arrojó a la papelera. Al salir del baño afeitado, duchado y cubierto de colonia, se quedó mirando un rato el desayuno para dos dispuesto en el carrito. Encargarlo había sido el primer y último acto de su vida en común; una humilde tentativa, pensó sin tristeza.

V

Bajando la escalinata que conducía al hall, se sintió satisfecho, casi jubiloso. Llevaba un traje de lino azul cobalto que le gustaba especialmente y que por esta razón reservaba para ocasiones muy particulares. La verdad es que, para ser tan poco hablador, no he estado nada mal, pensaba ahora recordando su reciente disertación. Hasta ese momento siempre había despreciado la elocuencia y cualquier forma de gracia en el hablar, que consideraba un adorno provinciano al alcance de quien se propusiera obtenerlo. Deliberadamente procuraba expresarse con palabras ordinarias y con frases cortas y sencillas, separadas entre sí por pausas y carraspeos. Consideraba elegante trabucarse y tartamudear. Esta forma de hablar infundía respeto en los medios mercantiles en los que siempre se había movido y donde la facilidad de palabra podía hacer que las transacciones derivaran hacia un histrionismo contagioso que a la larga reportara únicamente beneficios al más desenfadado.

Al pasar ante la puerta del comedor, vio en una de las mesas al hombre obeso, el cual, suponiendo que a Fábregas le resultaría poco grato recordar lo sucedido la noche anterior, fingió no haber advertido su presencia. Fábregas, sin embargo, se dirigió a él y le expresó su agradecimiento por lo que el otro había hecho de un modo tan desinteresado.

– Hoy por ti y mañana por mí, como suele decirse -respondió el hombre obeso para quitarle importancia al asunto-. ¿No se sienta? ¿Ha desayunado ya?

– No voy a desayunar -dijo Fábregas-, pero si está usted solo y no le perturba mi compañía, me sentaré cinco minutos.

El hombre obeso le aseguró que no esperaba a nadie y que le complacía mucho contar con la compañía de Fábregas, porque no tenía nada que hacer hasta el mediodía ni ganas de callejear con aquel calor y aquella inestabilidad atmosférica.

– En efecto, el chaparrón de esta mañana ha sido muy aparatoso, pero no ha hecho bajar la temperatura y, en cambio, ha hecho subir todavía más la humedad -dijo Fábregas.

– Lleva usted toda la razón -asintió el hombre obeso-. Y ni siquiera es seguro que no vuelva a caer la intemerata. Por suerte, en el hotel se está fresquito y bien.

Un camarero acudió a preguntar a Fábregas si deseaba té o café en el desayuno, a lo que éste respondió que sólo deseaba tomar una taza de café. El camarero le advirtió que a esa hora sólo se servían desayunos completos en el restaurante y le sugirió ir al bar si quería tomar únicamente un café, pero Fábregas, recordando la actitud viril del doctor Pimpom en una circunstancia similar, dijo que estaba charlando con el hombre obeso e insistió en que el camarero le trajera exactamente lo que él había pedido. El camarero se retiró sin replicar, pero al cabo de muy poco regresó trayendo en una bandeja un desayuno completo que depositó en la mesa con aire desafiante.

– Vaya -dijo Fábregas cuando se hubo ido el camarero-, será el tercer desayuno que abono y no pruebo en lo que va de día.

– Muy frugal le veo -dijo el hombre obeso-. Yo, en cambio, me levanto siempre con un hambre atroz. Creo que podría comerme una ballena entera. Además -agregó sin percibir la sonrisa con que su interlocutor había acogido aquella expresión-, en vista de lo que cuesta la habitación y ya que el desayuno está comprendido en el precio, sería un crimen dejar una sola miga en el plato.

– De lo que acaba de decir, deduzco que viaja usted por cuenta propia -dijo Fábregas empujando la bandeja hacia el hombre obeso, quien, entendiendo el ofrecimiento de que era objeto, se anudó al cuello la servilleta que aún tenía sobre las rodillas y atacó las viandas con verdadera fogosidad.

– En parte sí y en parte no -aclaró sin dejar de masticar-. En realidad, viajo por cuenta de una empresa de la que soy socio único.

– Bueno; así y todo, podrá deducir los gastos de este viaje.

Al oír esto, el hombre obeso emitió un suspiro prolongado.

– Ay, amigo mío, por desgracia no es la partida de gastos la que sufre de desnutrición, sino la de ingresos -exclamó.

Acto seguido, el hombre obeso explicó a Fábregas que era productor cinematográfico y que se encontraba en Venecia con motivo del festival de cine que se celebraba todos los años en aquella ciudad. En realidad, su propósito era conseguir por los medios que fuera que los organizadores del festival seleccionaran una película en la que había invertido una fuerte suma y cuyos resultados comerciales, francamente decepcionantes hasta la fecha, amenazaban conducirlo a la ruina. La publicidad que se derivaría de la eventual selección de la película sin duda haría que ésta remontara el vuelo, pero por el momento la respuesta de los organizadores a sus insinuaciones había sido poco entusiasta, cuando no fría.

– La verdad -confesó el hombre obeso tras una pausa- es que la película es un petardo.

– ¿Y qué hará si al final se confirman sus temores? -preguntó Fábregas-. Quiero decir si la película acaba no yendo al festival.

– ¿Que qué haré? Pues ¿qué he de hacer? -respondió el productor-: ¡Volver a empezar, como he hecho tantas veces!