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– Ah, luego éste no sería su primer fracaso -dijo Fábregas.

– ¿Mi primer fracaso? -repitió con sorna el hombre obeso-. ¡Quite allá! Todas mis películas han sido descalabros tremebundos. Hoy en día casi todas las películas lo son. Mire: estos días la ciudad está invadida de productores en situación idéntica a la mía. En las habitaciones de los hoteles se amontonan millares de películas a la espera de ser seleccionadas. Sólo unas pocas lo serán y de éstas, una nada más obtendrá el León de Oro. ¡Y ni eso siquiera garantiza que luego vaya a salir a flote! El cine es una industria sin futuro. Está llamado a desaparecer, pero la inercia que lleva es grande, hay todavía mucho dinero metido en el asunto y por eso le cuesta terminar su ciclo… -se llevó pensativamente la cuchara vacía a la boca y la estuvo chupando un rato. Luego señaló con la cuchara en dirección alhall del hotel-. ¿No ha reparado usted en que a ciertas horas el hall de este hotel se llena de jovencitas que pululan sin saber qué hacer ni a dónde ir? Son aspirantes a estrellas. A lo sumo, alguna ha asistido a un cursillo de interpretación; las más bizquean y hacen carantoñas cuando se ponen ante una cámara y no saben pronunciar su propio nombre en forma inteligible. Todas tienen un físico apetecible y la cabeza llena de ilusiones. Por una promesa inconcreta, cualquiera de ellas estaría dispuesta a echarse en brazos de un tipo ordinario y arruinado como yo, ¿y para qué? Para acabar haciendo una o dos películas y quedar luego relegadas al olvido más patético. Esto es lo que mantiene aún viva la industria cinematográfica: la fantasía irreductible de la gente. ¡Ojo! No seré yo quien les reproche nada a esas pobres chicas. Todos hemos compartido su ilusión en mayor o menor grado. La única diferencia estriba en que nosotros fuimos más lúcidos o más escépticos o más cobardes. Después de todo, y a la vista de lo que nos acaba deparando la vida, ¿no es mejor hacer un poco el indio y perseguir quimeras?

Las reflexiones desencantadas del hombre obeso llevaron a Fábregas a pensar de nuevo en María Clara. Sí, cuánto mejor no sería para ella arrojar por la borda todo vestigio de cautela y seguir sus impulsos sin ambages, se dijo.

– Ya entiendo lo que me quiere decir -dijo en voz alta dirigiéndose al hombre obeso-. Lo que no veo es por qué sigue usted metido en un mundo en el que ha dejado de creer y del que, para postre, no obtiene ninguna ganancia.

– ¡Qué pregunta! -rió el productor con un deje de amargura-. Sigo metido en este negocio asqueroso porque estoy arruinado y cuando uno está arruinado, la única forma de evitar el colapso definitivo es seguir arruinándose. Es una ley económica extraña, pero irrebatible: nadie conoce los límites de la ruina, salvo los que se detienen por miedo o por cansancio. Por la ruina, como por el cosmos, se puede ir viajando sin llegar nunca al final. Lo sé porque una vez produje una película de ciencia-ficción que trataba de este tema. Se llamabaViaje a los límites del cosmos o algo parecido. No finja recordar el título ni haberla visto: nadie la vio, a juzgar por la taquilla. Con lo que costaron los efectos especiales se habría podido resolver el problema del hambre en Etiopía. Luego la crítica la despachó con dos frases sarcásticas y tuvimos que meternos la película en salva sea la parte. Para enjugar las deudas tuve que pedir un crédito descomunal, que los bancos no me habrían concedido si no les hubiera dicho que iba destinado a una superproducción mucho más cara que la anterior. Y así llevo producidas cuarenta y seis películas, a cual más mala.

El hombre obeso guardó silencio y Fábregas, comprendiendo que andaba perdido en sus propios pensamientos, se abstuvo de importunarle. Finalmente, el hombre obeso sonrió con benevolencia, como si, después de juzgarse a sí mismo severamente, hubiera optado por absolverse de sus propias culpas.

– No me haga caso -dijo-. Le estoy dando la lata sin ton ni son. En realidad mi vida es el cine y si a veces me sulfuro es porque lo veo agonizar y me sé impotente ante este fenómeno. Hay que rendirse a la evidencia: la televisión y el vídeo se han llevado el gato al agua. La cosa no ha hecho más que empezar y el proceso es irreversible. Lógico también; al fin y al cabo, son otros tiempos. Pero mire, yo tuve una vez una novia con la que no llegué a casarme. En realidad lo nuestro duró muy poco, unas semanas a lo sumo. Luego vinieron otras y finalmente conocí a la que hoy es mi mujer. Somos un matrimonio bien avenido, tenemos tres hijos; yo diría que hemos sido felices, dentro de lo que cabe. Hace dos años celebramos nuestras bodas de plata… Pero esa otra, la novia que le decía, esa con la que no me llegué a casar… bueno, una tarde, en un cine de estreno, me hizo una paja… ya sabe a lo que me refiero… Estábamos viendoJohnny Guitar. No sé por qué esta película le inspiraría aquel gesto magnánimo, como no fuera la canción. No sé. El caso es que ahora ya no me acuerdo de su cara ni de su apellido; sólo de su nombre y hasta para eso tengo que hacer un verdadero esfuerzo. Pero si alguien me preguntara cuál es el momento de mi vida cuyo recuerdo hoy me inspira más ternura, yo creo que diría sin rodeos: aquella sesión de tarde.

VI

A partir de aquel día, como si la tormenta matutina hubiera sido la señal esperada de su fin, el verano perdió definitivamente su brillo. Ahora los días amanecían nublados y sólo por la tarde, un poco antes del ocaso, se abrían las nubes y lucía un rato el sol. Menudeaban los chubascos y al oscurecer se levantaba un viento del Norte, húmedo y frío, que tenía la particularidad de ulular de un modo lastimero y lúgubre. Otras veces, en cambio, cuando el viento provenía del Sur, reinaba un calor asfixiante y pegajoso; entonces salía vaho del empedrado, el agua olía mal y se difuminaba el paisaje en la calina.

Fábregas permanecía encerrado en el hotel a todas horas. Allí se aburría, pero no encontraba ninguna razón para salir a la calle. Con la intención de matar las horas, probó de ver la televisión, pero los programas que veía se le antojaban extraños, como si hubieran sido concebidos y realizados para otro tipo de personas, más inocentes y tranquilas, más interesadas en la política, en los deportes, en la vida del prójimo y en el dinero. Al cabo de unos días, Fábregas llegó a la conclusión de no ser él lo bastante virtuoso para entender y apreciar lo que se estaba dilucidando allí, ante sus ojos, de no participar en las ilusiones, los intereses y las preferencias de los espectadores y de no pertenecer a su fraternidad por esta causa. Verdaderamente nunca había sentido por aquel pasatiempo el interés que había visto manifestarse siempre por él a su alrededor. Sólo en una época, antes de que la echasen a perder el color, el perfeccionamiento técnico y la variedad, cuando su aparición acababa de producir un cambio radical en la idiosincrasia y la forma de vivir de las personas, había sentido curiosidad por la televisión. Ahora recordaba en particualr un programa de variedades semanal que, sea por su fama, sea por el día en que se emitía, sea por alguna otra razón, conseguía congregar frente al televisor un número considerable de espectadores: todos los miembros de la familia, el servicio doméstico y algunos vecinos que por razones económicas, por indecisión, por apatía o por cualquier otro motivo todavía no habían adquirido su propio aparato. Este programa era tan insulso, su contenido era tan estúpido y sus presentadores y estrellas eran tan decrépitos que su visión resultaba en cierto modo fascinante, como el ver desarrollarse una liturgia tosca y arcana, especialmente cuando por oausas atmosféricas la retransmisión era defectuosa y una capa de ceniza en suspensión velaba la escena o cuando los personajes. aparecían desdibujados o desdoblaban su propia imagen como abanicos de sombras. En aquellas noches, cuando la televisión aún era vista con unción, a nadie se le habría ocurrido encender la luz. Entonces sólo el resplandor iridiscente del televisor iluminaba el semicírculo de espectadores atentos y silenciosos, que nunca habrían osado apartar los ojos de la pantalla. De haberlo hecho habrían podido ver la concurrencia convertida en un coro marmóreo, como estatuas de un panteón. Era así como ahora, desaparecidos irremisiblemente sus padres, Fábregas imaginaba a veces que podría ser su reaparición: con aquel mismo resplandor, aquella inmovilidad y mansedumbre, en el ángulo más íntimo del salón.