– ¿Quiere que cierre los postigos? -le preguntó.
Ella dijo que no con un deje de alarma en la voz, como si de la realización de aquella propuesta pudiera seguirse la asfixia de ambos.
– ¿No habíamos venido a ver vídeos? -dijo ella recobrando la naturalidad o, cuando menos, el desenfado.
– Perdone. ¿Qué le gustaría ver? -dijo él señalando las cajas apiladas en la mesa de gavetas sobre la que descansaban también el televisor y sus adminículos.
– Cualquier cosa que no ofenda la dignidad de una señora -dijo ella-. ¿Para que sirve este trasto tan largo y tan imponente?
– Para hacer levantamiento de pesas. No trate de levantarlo: se podría lastimar.
– No tema: soporto bien los pesos -replicó ella- y se lo demostraré si me ayuda a quitarme este maldito vestido de noche que me viene agarrotando desde hace varias horas.
Él le ayudó a desprender los corchetes que sujetaban por la parte posterior el vestido, el cual, una vez finalizada esta operación, ella hizo resbalar con una sacudida del cuerpo hasta la alfombra, donde quedó formando ruedo en torno sus pies. Ella abandonó aquel ruedo dando un paso atrás con extrema precaución, como si temiera dañar la tela del vestido con el tacón de los zapatos que aún conservaba o como si al abandonar aquella indumentaria fastuosa e incómoda depusiera al mismo tiempo con cierta solemnidad una actitud de fingimiento. Ahora llevaba únicamente una enagua corta y un justillo carmesí de seda y blondas que ponía de manifiesto su contorno.
– Apague la luz -ordenó asiendo la barra de metal con ambas manos y tirando de ella con todas sus fuerzas mientras él pulsaba el interruptor general y dejaba en penumbra la habitación.
Con gran esfuerzo logró izar las pesas a la altura de las clavículas, descansó un rato y luego, afirmando los dos pies en la alfombra, arqueando ligeramente el cuerpo hacia delante y apretando los dientes, dio un tirón brusco y tensó ambos brazos sobre la cabeza. Al hacerlo el busto rebasó los bordes del justillo, en cuya seda reverberaba ahora el resplandor tornasolado del televisor.
– No suelte ahora las pesas o se partirá el cráneo -gritó Fábregas advirtiendo el peligro que corría y colocándose a sus espaldas-. Flexione poco a poco la pierna derecha… así. Yo sujetaré las pesas… ¿ve? Ya está. Puede soltar. Retírese. ¡Uf!
Aunando fuerzas habían conseguido finalmente depositar las pesas en el suelo con relativa suavidad. Ella temblaba visiblemente, pero consiguió pese a ello esbozar una sonrisa desafiante.
– Ya ha demostrado que podía hacerlo,madame Gestring, pero no lo vuelva a intentar -le reprendió Fábregas.
– ¿Que habría pasado si no hubieras estado tú aquí para ayudarme? -preguntó ella.
– Nada. Si yo no hubiera estado aquí tú no habrías hecho el ridículo tratando de levantar las pesas -dijo él advirtiendo el tuteo que ella usaba ahora y advirtiendo también el hecho de que aquel cambio en el tratamiento no revelaba intimidad por su parte; antes bien, camaradería deportiva.
– No me regañes, cariño -dijo ella acariciándole la mejilla con la palma de la mano. Aquella caricia condescendiente parodiaba el gesto amanerado de una dama de alcurnia que cree premiar de este modo los servicios de un pillete. Él arrugó el entrecejo y ella se echó a reír-. Olvidemos este incidente absurdo -dijo alejándose con ligereza en dirección al cuarto de baño, en cuya puerta se detuvo para gritar-. Amor, mientras me ducho, di que nos suban una botella de champaña y unassiette de petits fours… ¡no!, mejor aún, que suban beluga… y lonchas de pavo frías con mayonesa y cornichon. ¡Estoy desfallecida!… y algo para ti también, lo que tú quieras… Aún no conozco tus gustos, pero te quiero vigoroso: esta noche debemos sacarle mucho rendimiento al cuerpo.
VIII
Se despertó repentinamente, como si alguien le hubiera arrancado el sueño de los ojos de un tirón. Buscó el cuerpo demadame Gestring junto al suyo, pero sólo encontró un revoltillo de prendas y los cornichons con que habían estado jugando. ¿Se habrá ido?, pensó con una mezcla de irritación y desahogo; pero no, pensó de inmediato, puesto que su ropa todavía está aquí. La habitación estaba invadida de una luz muy tenue en la cual el mobiliario mostraba una forma indecisa, pero de una pureza extraña, como si hubiera sido sorprendido en el acto de transformarse en materia. Entonces vio su silueta enmarcada en la ventana. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se va a resfriar, pensó. No quiso ir al armario por la bata para no romper el silencio que precedía el alba y acudió a su lado arrastrando la vánova, con la cual la envolvió sin que ella hiciera el menor gesto. Ahora era él quien corría el riesgo de contraer un resfrío, desnudo frente a la ventana.
– ¿Qué piensas? -susurró.
– No tenía que haber tocado aquellas variaciones de Schumann -dijo ella como si hablara para sus adentros.
– ¿Por esta razón no puedes dormir?
Ella se encogió de hombros y le dirigió una mirada enigmática. Él reconoció al punto el gesto y la mirada y se estremeció. Esto era lo que me atraía y me turbaba de ella, pensó: el mismo misterio, la misma distancia insalvable.
– Da miedo, ¿verdad? -dijo ella sin aclarar si aquel miedo a que hacía referencia era atribuible a alguna circunstancia concreta, a la índole de sus pensamientos, a la luz del amanecer o al agua tenebrosa que discurría a los pies de la ventana. Él creyó comprender que aquella pregunta no le iba dirigida o, cuando menos, que la única respuesta que podía darle era seguir callando, cosa que hizo, pese a que le castañeteaban los dientes.
– Mi padre, que era viudo y jefe de estación -dijo ella tras una pausa-, habiendo prestado oídos a quienes auguraban en mi infancia que andando el tiempo yo había de convertirme en una mujer hermosa, como al parecer había sido mi madre, de la que no guardo ningún recuerdo, pues murió a poco de nacer yo, decidió, cuando alcancé la edad escolar y sin parar mientes en los enormes sacrificios pecuniarios que había de acarrearle su decisión, enviarme a un internado de señoritas que tenían entonces las clarisas cerca de Karlsbad y donde, según él creía, había de serme impartida una educación esmerada, la cual, unida a mi belleza hipotética, habría de permitirme más adelante rebasar los límites sociales que la suerte me había marcado al nacer. Naturalmente, él no podía saber que aquel internado, que antaño había acogido a lo más granado de la sociedad alemana, se había desmoronado en los últimos años, pues la guerra había diezmado la comunidad religiosa que lo regentaba, sin que luego ésta, en los años terribles que siguieron a la derrota, pudiera cubrir las bajas con nuevas vocaciones, de resultas de lo cual, cuando ingresé en el internado, una docena escasa de octogenarias había de hacerse cargo de su gestión y todo andaba allí manga por hombro. Para colmo de males, en los últimos días de la guerra, aquellas ancianas habían sido violadas sin excepción por las tropas soviéticas. Este suceso atroz, sobrevenido a una edad provecta y consumado, para mayor inri, entre cirios, azucenas y bordados, había ocasionado un trauma indecible a las monjitas. Ahora ésta dejaba caer por la comisura de los labios una baba sempiterna, aquélla prorrumpía en aullidos infundados a cualquier hora del día o la noche, la de más allá había contraído tal horror a su propio cuerpo que desatendía las exigencias más inexcusables de la higiene, y así sucesivamente. Incapacitadas de asumir plenamente la docencia de sus pupilas por su escaso número, su edad y su condición psíquica, las pobres monjas se habían visto obligadas a contratar profesores laicos allí donde los habían encontrado. Estos profesores, en su mayoría desertores de la Wehrmacht, mutilados de guerra o simples delincuentes escapados de las cárceles al amparo de la caída del Reich, no obstante odiarse entre sí y pelearse de continuo los unos con los otros, habían aunado sus fuerzas para hacer del internado un verdadero lupanar a espaldas de las monjas. ¡Allí era el beberschnaps y el jugar a los dados y a los naipes, el forzar las párvulas y el entonar canciones blasfemas y licenciosas todas las noches…! Pero no era esto lo que quería contarte.