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Le puso la palma de la mano en el pecho y le sonrió como si aquella sonrisa y aquel gesto pudieran disculpar de antemano el giro que se proponía imprimir a su relato o el mero hecho de prolongarlo a aquella hora y en aquel sitio inapropiado. Entonces advirtió que él tiritaba.

– Pero, ¿qué haces aquí desnudo? ¿Quieres acatarrarte? -exclamó como si hasta entonces no se hubiera percatado de las condiciones en que se hallaba él-. Anda, ven, cúbrete con la vánova… o, mejor aún, vuelve a la cama y tápate bien. Yo iré en seguida… en cuanto acabe de contarte lo que te quería contar antes, cuando me he ido por otros derroteros… ¡Por Dios que eres extraño! ¿Qué será que sólo doy con hombres extraños?… Verás, una vez, hace unos años, en un hotel de Lugano conocí un individuo… No, ya veo lo que estás pensando… No lo conocí como hoy te he conocido a ti. Verás. Yo estaba cenando una noche en el restaurante de aquel hotel, cuando vino a mi mesa un individuo de aspecto estrafalario, pero en modo alguno inquietante, el cual me saludó cortésmente y me dijo que él también se alojaba en el hotel desde hacía unos días y que me había visto llegar unas horas antes, sola, en un taxi. Yo le respondí la verdad: que estaba esperando a mi marido, que debía reunirse allí conmigo tan pronto se lo permitieran sus ocupaciones. Con esto nos despedimos. A la mañana siguiente en la recepción del hotel me entregaron un paquete acompañado de una nota. La nota era del individuo que me había abordado la noche anterior en el restaurante y que, según me informaron, acababa de partir. «Usted es la persona que andaba buscando para confiarle mi diario», decía la nota. «Léalo y dele el destino que estime conveniente.» Abrí el paquete y vi que contenía un libro bastante grueso, encuadernado en tela. En la primera página había una entrada que decía así: «Lunes, 7. Llueve a cántaros. No me atrevo a salir. Estoy muy nervioso.» El resto de las páginas estaba en blanco. ¿No te parece extraño?

– Sí, muy extraño -dijo él desde la cama-. Pero ¿qué era lo que ibas a contarme?

Ella desvió la mirada. Ahora parecía escrutar el horizonte. El cielo se había vuelto de color añil y un resplandor rosado parecía cubrir su rostro de rubor.

– Nada, insignificancias -dijo.

Dejó caer la vánova al suelo y corrió a ocultarse enteramente entre las cobijas. Al cabo de un rato se levantó, bebió un vaso de agua, volvió a la cama y continuó hablando.

– Al internado del que hablaba hace un rato venía todos los viernes un fraile benedictino con el propósito de instruirnos en materia de religión. Era un hombre joven, pero la guerra y sus secuelas habían hecho mella en él. Víctima de la consunción, no era raro que hubiera de interrumpir varias veces sus disertaciones para llevarse a los labios un pañuelo, que retiraba manchado de sangre. Este pobre fraile, del que muchas estábamos enamoradas, pero cuya escasa energía lo convertía en blanco fácil de nuestras diabluras, con el fin de mantener cierta disciplina entre las alumnas, solía relatarnos vidas de santos, sacadas de los escritos de San Jerónimo o de Eusebio de Cesárea y en las que, a su juicio, se combinaba lo edificante con lo ameno. Una de estas historias, que ha permanecido intacta en mi memoria más de treinta años, es lo que te quería contar.

»San Hilarión había nacido en Capadocia, en el seno de una familia acomodada. Enviado a la edad de quince años a Alejandría para que terminase allí sus estudios de retórica, conoció a San Cirilo, se convirtió al cristianismo, se retiró al desierto, meditó y oró, regresó a Capadocia, se dedicó a la predicación, fue nombrado obispo, obró milagros. Los sacerdotes de Minerva, divinidad protectora de la ciudad en la que San Hilarión tenía su sede, envidiosos de las conversiones que lograba y humillados por la facilidad con que refutaba sus argumentos el santo, lo denunciaron al prefecto Sulpicio, el cual le hizo detener y conducir a su presencia cargado de cadenas. Me han venido a decir que te andas riendo de nuestra religión, dijo el prefecto al santo cuanto lo tuvo ante sí. Por toda respuesta, San Hilarión sacudió los brazos y las cadenas que lo envolvían se quebraron como el cristal. Hum, dijo el prefecto Sulpicio, veremos si puede más tu fe o mi autoridad. Por orden suya, San Hilarión fue conducido a una mazmorra. Allí lo ataron al potro y le descoyuntaron los huesos, le arrancaron las uñas y los dientes con tenazas, le desgarraron la carne con garfios, le aplicaron tizones a los costados y lo volvieron a someter al potro. Finalmente el prefecto Sulpicio, convencido de que la fe del santo se habría debilitado, le hizo comparecer de nuevo. ¿Todavía te quedan ganas de reír?, le preguntó. San Hilarión prorrumpió en grandes carcajadas. Entonces todos vieron que las uñas y los dientes le habían vuelto a crecer y que no quedaba huella visible en él de los tormentos que le habían sido infligidos. El prefecto dispuso que allí mismo le fueran propinados cien latigazos, pero los látigos se transformaron en serpientes que, enroscándose en las muñecas de los verdugos que los blandían, les mordieron e inocularon su ponzoña, de resultas de lo cual aquéllos fallecieron al instante echando espumarajos y maldiciendo a Minerva por no haberlos sabido proteger de aquel sortilegio letal. Acto seguido el prefecto Sulpicio hizo que trajeran un león hambriento, pero la fiera, al llegar junto a San Hilarión, se irguió sobre las patas traseras, abrió las fauces y entonó con potente voz de barítono elGloria patris, acabado el cual y habiendo ordenado Sulpicio que lo devolvieran a su jaula, dio zarpazos y dentelladas a los soldados que se disponían a hacerlo, ocasionando entre ellos gran carnicería, hasta que tras larga lucha lograron los legionarios alancear el león. Finalizado el incidente del león, el prefecto Sulpicio ordenó a los arqueros asaetear a San Hilarión, pero las flechas, antes de tocar al santo, describían un semicírculo en el aire e iban a atravesar el cuello de los arqueros que las habían disparado, los cuales, en el momento de fenecer, reconocían ser más poderoso dios Aquel contra el que luchaban que la propia Minerva. A continuación el prefecto Sulpicio hizo que una catapulta arrojara sobre San Hilarión una piedra de gran tamaño y peso, pero la piedra, desviándose de su objetivo, fue a chocar contra las columnas que sostenían el templo de la diosa, que se desplomó sepultando la efigie de aquélla, los sacerdotes que le rendían culto y la multitud que se hallaba congregada allí. Entonces el prefecto Sulpicio, abandonando su sitial, desenvainó la espada y cortó las manos, los brazos, las piernas y finalmente la cabeza del santo, la cual, desde el suelo, se dirigió a Sulpicio y le dijo: Dentro de un instante yo estaré gozando en el Paraíso y tú arderás eternamente en el infierno, mamarracho. Dicho esto, lanzó la última y más estentórea risotada y enmudeció para siempre.

Cuando ella dio por finalizada la historia del prefecto Sulpicio y San Hilarión, Fábregas la abrazó en silencio pero con ternura, porque, a diferencia de lo que le había ocurrido tiempo atrás en situaciones análogas, ahora comprendía lo que significaba para ella la historia que acababa de contarle la mujer que tenía a su lado.

Mientras duró la estancia demadame Gestring en Venecia, nunca la vio dormir más de quince o veinte minutos seguidos. Durante el día, tenía mil ocupaciones que atender. Muy temprano se echaba a la calle. Visitaba exposiciones y galerías de arte o se desplazaba de una punta de la ciudad a la otra para admirar una vez más una pintura, un edificio o un lugar que recordaba haber visto con especial agrado en ocasiones anteriores. También entraba en varios establecimientos selectos. Al mediodía regresaba al hotel cargada de paquetes y acudía directamente a la habitación de Fábregas, que había aprovechado su ausencia para entregarse a un sueño benefactor. Mientras le mostraba lo que había comprado, le contaba lo que había visto. Entre las compras siempre había algún regalo para él. A continuación se hacían servir en la habitación una comida ligera, cuya ingestión simultaneaban, como ella decía haber aprendido de los simios del zoológico de Ba-silea, con actos fornicarios, al término de los cuales volvía a marcharse sin demora, porque conocía a mucha gente en Venecia y tenía que pagar visitas o cumplir con otros compromisos de diversa índole. Al atardecer pasaba de nuevo por el hotel, donde se bañaba y arreglaba para la noche, pues siempre estaba invitada a una cena o un espectáculo, cuando no a ambas cosas.