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Al filo de la medianoche Fábregas se apostaba en la barra del bar del hotel para verla entrar. Poco después de la una ella hacía acto de presencia en el bar luminosa, enjoyada, magnética, cimbreante, alegre, coqueta y lozana como si por largo tiempo no hubiera hecho otra cosa sino descansar. La acompañaba su cortejo habitual de petimetres. En aquel local minúsculo las botellas de champaña eran descorchadas con ruido de trabucazo. A la algarabía y los brindis seguían los ruegos, que ella atendía sin entusiasmo, pero de grado. Entonces, quizás en honor de Fábregas, de cuya presencia no daba nunca muestras de haberse percatado, interpretaba aquellas variaciones de Schumann que la primera noche habían propiciado el inicio de su relación. ¡Qué bella es!, ¡qué incitante!, pensaba Fábregas; verdaderamente hay que ser idiota para no perder el juicio por ella. Y esta música arrebatada que invariablemente la enoja y la entristece, ¿por qué se empeñará en tocarla noche tras noche? En una ocasión, a solas en la habitación, se había atrevido a preguntárselo, pero ella no había querido o no había sabido responderle; antes bien, se había enfadado con él. Fábregas, habituado a sus cambios de humor repentinos, no los temía, pero procuraba no provocarlos con su actitud o sus palabras: por nada del mundo quería enturbiar una relación que sabía destinada a finalizar en breve. Prefería admirarla en silencio. Esta admiración, sin embargo, no era ciega: le había bastado poco tiempo para calibrar las limitaciones y debilidades de aquella mujer que parecía no tener ninguna y poseer una vitalidad sin límites. También él, de niño, había creído que su madre disponía de un caudal constante e inagotable de energía que contrastaba notablemente con la apatía de los demás miembros de la familia. Parecía que éstos hubieran puesto sus energías respectivas a contribución y hubieran decidido confiar la suma resultante a su madre, para que ella la administrara del mejor modo posible. En realidad su madre había sido siempre el miembro más débil e indeciso de aquella familia; el que, disponiendo de menos poder, había acaparado un número mayor de atribuciones. A la larga, aquel sistema cimentado en la falsedad y la conveniencia había acabado convirtiéndose en un sistema opresivo; la autoridad había degenerado en tiranía y la sumisión que imponía esta autoridad insensata había ido minando el temple de todos y propiciando la ruina individual de cada uno por separado. Ahora él no quería saber de situaciones análogas. Prefería oírla hablar en los interludios, de pie, frente a la ventana, donde ella se colocaba siempre, protegida del relente por la bata de Fábregas unas veces, y otras, por su propio echarpe de tisú. Ella le agradecía el silencio y él, a su vez, agradecía su presencia, pues, aunque a ratos deseaba recuperar la soledad perdida, sabía en el fondo que la alternativa a la compañía de aquella mujer era el tedio y el insomnio. No creía amarla: en su ausencia olvidaba sus rasgos personales y su fisonomía. Sin embargo, le costaba desprenderse del recuerdo de su voz, su olor propio y su calor natural. En su ausencia se despertaba sintiendo todavía su contacto febril y seco que parecía provenir de la misma combustión lenta e implacable que imprimía un brillo peculiar a las piedras preciosas cuando ella las llevaba sobre la piel. Finalmente un día ella acudió a su habitación a una hora inusual de la tarde. Desde la puerta le comunicó escuetamente que su marido acababa de llegar. Ahora mismo se estaba refrescando en la habitación que a partir de aquel momento iban a compartir ambos, le dijo; y sin agregar nada más se marchó.

IX

Dejado nuevamente a su suerte, reemprendió las excursiones periódicas al vídeo-club hasta que, a mediados de octubre, el dueño del establecimiento le comunicó que había decidido traspasar éste y retirarse del negocio. Nunca le había gustado la idea de regentar un vídeo-club ni, salvo excepciones, el público que frecuentaba el suyo, le dijo; además, aquel negocio, en teoría exento de complicación, en la práctica le ocasionaba quebraderos de cabeza incesantes debido a la informalidad de algunos distribuidores y los atropellos de algunos clientes desaprensivos. Ya era mayor y no veía razón para seguir postergando una jubilación de la que ahora, mientras Dios le conservase la salud, aún podría disfrutar, siquiera modestamente, agregó.

– Pero ¿y yo?; ¿qué será de mí, don Modesto? -replicó Fábregas.

– Hágase socio de otro vídeo-club -le respondió aquél-. Hay uno en cada esquina.

– Oh, no es lo mismo -protestó Fábregas-. Yo estaba acostumbrado a éste.

– Todos son iguales -dijo don Modesto-, pero, ya que la suerte le depara esta oportunidad, hágame caso: deje en paz los vídeos y échese a la calle, haga amistades, aprenda a conocer a los venecianos.

– A mí no me interesan los venecianos. Si me interesaran las personas no me habría ido de Barcelona -dijo Fábregas.

– Pues dedíquese a mirar las bellezas de esta ciudad. No hay otra igual en el mundo entero.

– ¡Pero eso ya lo he hecho!

– Pues vuélvalo a hacer -le reprendió don Modesto-. ¿O cree usted que la belleza es como un pastel, que va menguando a medida que se consume? Vamos, usted confunde lo bello con lo novedoso. No sea estúpido: siempre se puede avanzar en la contemplación de la belleza; sólo es cuestión de querer. Haga la prueba y verá cómo agradece mi consejo. No pierda tiempo: viva su vida y reflexione y si después de eso aún le queda tiempo libre, lea. Es la recomendación de un hombre viejo.

En contra de lo que don Modesto le había augurado, el cumplimiento de sus consejos sólo reportó a Fábregas el rebrote de su pasada ansiedad. Ahora deambulaba de nuevo sin rumbo ni sosiego. Incapaz de concentrarse para trazar un plan y menos aún para llevarlo a término, sus paseos eran erradizos y solían conducirle, por una mezcla de albur e inclinación, a los lugares más solitarios y tétricos. Le gustaba andar por algunas calles tan estrechas que podía tocar simultáneamente los muros opuestos sin tener que estirar del todo los brazos. Aquellas calles, en las que el sol no había penetrado jamás y tenían, por este motivo, las paredes comidas por la humedad, le recordaban los patios interiores de las casas donde había vivido de niño. Buena parte de su infancia se le había ido sin notarlo en contemplar tediosamente aquellos patios y escuchar sus ruidos. Después de estos paseos regresaba al hotel y preguntaba si había llegado alguna carta para él. Sin saber por qué, esperaba ansiosamente una carta larga y esclarecedora demadame Gestring. Se había formado la noción, tan verosímil como su contraria, de que madame Gestring, de resultas de su relación, había intuido acerca de él alguna verdad cuya revelación había de ayudarle a recobrar la senda extraviada. No le cabía en la cabeza la posibilidad de que durante los días y noches que habían pasado juntos ella hubiera estado pendiente únicamente de sí misma. Ella me dirá dónde radica mi mal, pensaba, porque lo que es yo, por más vueltas que le doy al asunto, no entiendo nada. Sé que todo viene de mi modo de ser, pero ¿cuál es ese modo?, se preguntaba perplejo. La reflexión sobre su propia identidad, lejos de aclarar sus ideas, le confundía aún más. Por más que hacía, no lograba verse como una suma de características que, entremezcladas, formaban su identidad. Para sí mismo era sólo una persona a la que esas características, venidas de fuera como invasores de otra galaxia, habían elegido como campo de batalla por casualidad. Según él, valor y cobardía, mezquindad y altruismo, tesón y desidia luchaban ferozmente por conquistar su ánimo y según cuál de ellos resultaba vencedor en la contienda, así era luego su conducta. Esta concepción absurda se debía probablemente al hecho de no haber reflexionado nunca con anterioridad sobre estas cosas. Ahora ya estaba demasiado habituado a ser dueño de sus criterios y mal podía ponerlos en duda. Sabía que aquella noción de su propia identidad era insostenible, pero no acertaba a concebir otra. Un día, en la iglesia de la Santa Pax, vio un retablo antiguo que parecía sustanciar cabalmente sus ideas a este respecto. En aquel retablo un hombre desnudo era tironeado por un ángel y un diablo que lo sujetaban de los brazos. El ángel quería arrastrar el hombre al cielo, donde le aguardaban la Santísima Trinidad y el resto de los ángeles y bienaventurados; el diablo, por el contrario, quería llevárselo al infierno, desde donde le jaleaban otros diablos peludos, orejudos y bizcos, que bailoteaban entre llamas y tizones. El hombre, a punto de ser partido por la mitad e incapaz de brindar su apoyo a uno o a otro bando, miraba al frente con estupefacción. ¿Quién me habrá metido a mí en esta disputa?, parecía decir. Fábregas se sintió plenamente solidario con aquel hombre.