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Privado del pasatiempo que le proporcionaban los vídeos, las horas de insomnio se convirtieron en un suplicio inacabable. Antes de acostarse prolongaba su permanencia en el bar del hotel hasta que el camarero le indicaba haber llegado la hora del cierre. Entonces se encaminaba a su habitación con renuencia, como si allí hubiera de serle aplicado un castigo, pero también con cierto respiro, ya que la atmósfera agobiante de aquel bar recargado y vacío enardecía en su ánimo el recuerdo todavía vivo demadame Gestring, cuya ausencia se le hacía más patente y dolorosa en aquel lugar, que había sido escenario de su connivencia. Ahora recordaba allí las noches en que ella, aparentemente entregada a sus admiradores, que no estaban en el secreto de su relación, simulaba no verle, y el recuerdo de esta dilación preñada de promesas le entristecía. Si finalmente dormía, su sueño era acosado por las pesadillas. Estas pesadillas, cuya reiteración no las hacía más soportables, sino precisamente más temibles, se presentaban bajo formas distintas: unas veces creía verse involucrado sin saber cómo en una acción bélica o en un episodio similar, presidido por la máxima violencia y ejecutado siempre en un lugar angosto, cerrado y oscuro. Allí las detonaciones, los gritos repentinos de las víctimas de los disparos, el temor a ser alcanzado por las balas le asustaban y sumían en un paroxismo del que despertaba bañado en sudor. Entonces el silencio de la habitación por contraste le resultaba opresivo, le parecía haberse despertado en un tanque sellado y lleno de agua en el cual él hubiera sido sumergido maniatado y sin escape. Entonces tenía que hacer acopio de energía, saltar de la cama, correr al cuarto de baño, echarse agua fría con la ducha sobre la cabeza y el cuerpo y acudir así a la ventana, que en previsión de estas eventualidades dejaba abierta de par en par todas las noches. Sólo allí, donde tiempo atrás madame Gestring había afrontado sus ansias, encontraba él ahora consuelo a las suyas. Otras, aquéllas revestían un carácter más sutil e inquietante: eran pesadillas tranquilas en las cuales el miedo que las impregnaba no provenía de ningún hecho peculiar ni obedecía a una razón precisa. Estas pesadillas, que por su propia índole ponían a prueba su paciencia y se resolvían en un despertar gradual y sin sobresaltos, dejaban su ánimo calado de una intranquilidad pusilánime y una sensación de amenaza que arrastraba muchas horas, si no el día entero, y que no conseguía disipar por ningún medio. Era este último tipo de pesadillas aquél que más temía, pero no sabía cómo conjurarlo. Resignado a que los escasos momentos en que el sueño le visitaba fueran también momentos de agitación y sufrimiento, procuraba luego discernir el origen de aquellas fantasías malsanas, pero lo sueños, como es lógico, escapaban a todo intento de sistematización: esto le enervaba.

A mediados de noviembre el insomnio había hecho mella en su constitución: ya no podía practicar sus ejercicios gimnásticos. Ahora las pesas permanecían arrumbadas en el cuarto de baño. De cuando en cuando tomaba la más ligera y probaba de levantarla; al punto debía dejarla nuevamente en el suelo: de este modo comprobaba el ritmo de su debilitamiento. Seguía sin noticias demadame Gestring y también de María Clara. Solamente Riverola le llamaba por teléfono con cierta regularidad y le mantenía al corriente de la marcha de sus asuntos. Por él supo que su antiguo suegro, ejercitando unos poderes amplios que años atrás el propio Fábregas le había otorgado, y con la anuencia expresa de todos los socios de la empresa, había vendido la empresa a una sociedad de cartera, posiblemente extranjera, de fines inciertos. Para evitar pleitos, habían acordado mantener a Fábregas en el consejo de administración de la nueva empresa, aunque relevado de toda obligación, y asignarle un sueldo honroso que cubriera momentáneamente sus gastos. La propia sociedad matriz se había comprometido a hacerle llegar este sueldo todos los meses a un banco de Venecia o del lugar en que se encontrase si en algún momento decidía cambiar de domicilio. Naturalmente, el consejo se reservaba la facultad de revocar la remuneración y el cargo que la justificaba cuando las circunstancias lo hiciesen aconsejable o así lo determinase el propio consejo por mayoría simple. De este modo la empresa contaba con garantizar su silencio. Esta operación, aparentemente sencilla, pero en realidad plagada de obstáculos, circunvoluciones y entresijos, había sido llevada á término con extrema lentitud y sus resultados definitivos le fueron comunicados a lo largo de varias conversaciones vacilantes y contradictorias que le sumían en la perplejidad, hasta que comprendió que los autores de la maniobra temían su reacción o, cuando menos, las complicaciones legales que habrían podido derivarse de ella y que por este motivo actuaban con tanta cautela y disimulo, convirtiendo en confabulación un negocio al que él habría accedido de buen grado y sin tardanza si alguien hubiera tenido el valor de pedirle su aquiescencia sin rodeos. Aquel proceder timorato ponía de manifiesto lo incierto de su situación.

– Esta sinecura es una engañifa -le dijo a Riverola en una de las últimas conversaciones telefónicas que mantuvieron-. Dentro de unos meses algún contable descubrirá que soy un gasto inútil, enviará un memorando al consejo y éste, amparándose en unos cálculos ininteligibles, decidirá prescindir de mí.

Al otro lado de la línea percibió una risita que se le antojó insensata.

– Estás muy anticuado -le dijo el abogado cuando hubo acabado de reírse-. En definitiva todo depende del programa que hayan introducido en el ordenador. Si tú formas parte de ese programa, percibirás tus emolumentos pase lo que pase, aunque transcurran doscientos años.

– ¿Y tú? -preguntó relacionando la risita del abogado con la explicación que éste acababa de darle-, ¿también formas parte de ese programa?