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– No -respondió Riverola-, yo he presentado ya mi dimisión; nunca fui partidario de la venta; siempre dije que toda la operación era una filfa. Ahora no es cosa de claudicar.

– Ay, Riverola, ¿quién de los dos es el anticuado? -exclamó Fábregas-. En cuanto tú dejes la empresa, con máquina o sin ella, yo no duraré ni tres semanas en nómina.

– Asunto tuyo -dijo el abogado.

Ahora los días serenos alternaban con otros nublados o lluviosos y las temperaturas habían descendido sensiblemente. Al deambular veía nuevamente la ciudad como la había visto el día que llegó a ella, meses atrás. Entonces había tenido la sensación de que algo importante había de serle revelado allí si sabía buscarlo. Durante aquellos meses se había mantenido sin saberlo a la expectativa, atento a un mensaje cuyos signos impredecibles debía estar en condiciones de descifrar. Ahora, sin embargo, su actitud había variado; creía que la revelación podía producirse en cualquier instante, pero pensaba que el contenido de aquélla, cualquiera que fuese, había de dejarle indiferente. Lejos de buscar un significado a cada cosa, rehuía toda manifestación que pudiera encerrar alguno, siquiera simbólico.

A finales de noviembre arreciaron las lluvias. Por esta causa volvió a recluirse en la habitación del hotel. Allí cerraba las ventanas, se metía en la cama y esperaba a que escampase. De niño le había gustado oír la lluvia desde la cama. Entonces se subía el embozo de la sábana hasta la barbilla y el repicar de la lluvia en los cristales del balcón le infundía por contraste una sensación de bienestar que con los años fue perdiendo. Ahora el sonido destemplado de la lluvia en el exterior tenía para él algo de siniestro y desolado.

X

A primeros de diciembre la lluvia cesó por completo y volvió a salir el sol, pero las calles siguieron inundadas varios días, por lo que una vez más hubo de calzar katiuscas para poder abandonar el hotel. Esto le recordó vivamente las circunstancias en que había conocido a María Clara meses atrás, en tiempo semejante, en una farmacia. Mientras pensaba estas cosas iba siguiendo sin proponérselo el mismo camino que en aquella ocasión había propiciado su encuentro. Esta actitud resultaba tan pueril a sus propios ojos que estaba por deponerla cuando creyó ver fugazmente la silueta de ella en la margen opuesta del canal junto al que transitaba. ¿Será posible que las cosas se produzcan en esta forma melodramática?, pensó.

Gritó para llamar su atención, pero sólo consiguió con aquel grito que levantara el vuelo una bandada de palomas posada en la riba del canal. Aquel revuelo bastó para que la perdiera de vista: cuando las palomas se hubieron posado de nuevo ya no pudo hallarla. Chapoteando retrocedió sobre sus pasos para cruzar el canal que lo separaba de ella por un puente metálico que recordaba haber rebasado momentos antes. Ya en la otra margen, corrió hacia la esquina que según sus conjeturas ella debía de haber doblado y desde allí creyó distinguir a lo lejos su chubasquero de charol. Sin embargo, por más que corría, no conseguía acortar la distancia que mediaba entre ambos, hasta que finalmente perdió su rastro de una vez por todas. O todo ha sido una alucinación, se dijo, o por fuerza ha tenido que meterse en algún portal, pero ¿en cuál de ellos? Frente a una casa vio una mujer vestida de luto, sentada en una silla tosca de madera blanca y anea. Al acercarse a ella para preguntarle si había visto pasar una muchacha cubierta de un chubasquero negro, advirtió que la mujer llevaba unas botas de agua de un color verde subido, casi fosforescente, que le daban un aspecto estrafalario y cómico y gracias a las cuales recordó ser aquélla la misma vieja que les había dado indicaciones prácticas cuando María Clara y él, el día de su primer encuentro, habían intentado visitar una iglesia cercana. ¡Cuántas coincidencias!, pensó. La vieja, ante la cual se había quedado mudo y desconcertado, lo miraba con la boca abierta. Finalmente Fábregas le preguntó si allí cerca no había una iglesia con unos frescos antiguos, a lo que la vieja respondió en sentido afirmativo. Con el dedo señalaba la puerta de un edificio próximo, el cual, visto desde aquel ángulo, no parecía un templo.

– Llame allá y el señor cura párroco le atenderá si puede -dijo la vieja; y luego añadió de improviso-: Se conoce que le gustaron las pinturas la otra vez.

– ¡Cómo!, ¿se acuerda usted de mí? -exclamó.

– Con los años voy perdiendo la memoria -dijo la vieja-, pero jamás olvido una cara. Eso no.

– Pues con tanto turista, cada mes verá usted varios millares de caras nuevas.

– Sí, pero no olvido ninguna, así pasen cincuenta años.

– Entonces, recordará a la señorita que me acompañaba en esa ocasión, cuando usted me vio por primera vez -dijo él.

– La reconocería si la viera, a buen seguro. Pero recordarla es otra cosa. No, no creo que fuera capaz de hacer algo así.

– Entonces, ¿no ha vuelto a verla desde aquel día?

– No le sé decir: ahora no me acuerdo de haberla visto, pero lo que sí sé es esto: que si la hubiera visto, la habría reconocido -dijo la vieja con aplomo.

Esta afirmación contundente, sin embargo, pareció dejar sumida en un mar de confusiones a la vieja de las botas verdes. Fábregas se despidió de ella y se encaminó a la puerta de la iglesia. ¿Será posible que ella, impelida por los recuerdos, haya tenido la idea de venir de nuevo a este lugar precisamente en este día?, se preguntaba; y con un residuo de cordura se respondía: ¡qué va!

Empujó la puerta de la iglesia y vio que ésta no estaba cerrada, como le había parecido en un principio, de modo que, sin anunciar su presencia, se introdujo en un zaguán oscuro donde una docena de personas, agrupadas alrededor de una joven, escuchaba silenciosamente la explicación que ella les daba.

– Ahora -dijo la joven cuando hubo concluido sus explicaciones- yo me quedaré aquí y el señor cura párroco les mostrará los frescos de que les acabo de hablar. Es un hombre de cierta edad, muy piadoso, pero un poco obtuso… -al decir esto se golpeó ligeramente la sien con el dedo índice y al mismo tiempo, como si quisiera ofrecer a sus oyentes un adelanto de la escena hilarante que la estupidez del cura iba a proporcionarles en breve, torció los labios en una mueca horrible y bizqueó; de este modo consiguió conferir a su rostro, hasta entonces vulgar e inexpresivo, un carácter nuevo, no exento de atractivo sexual. Los turistas que la rodeaban acogieron con alborozo aquel alivio inesperado a una visita que prometía ser tediosa. Aquellos turistas consideraban el viaje que estaban realizando un fin en sí, de cuyo disfrute pleno les detraían aquellas visitas contra las cuales, sin embargo, no se podían rebelan Ahora sólo deseaban cumplir cuanto antes con aquella obligación y regresar al hotel para seguir cosechando las anécdotas triviales y jocosas que luego habían de constituir su acervo más preciado-. No es preciso que escuchen lo que él les cuente -siguió diciendo la joven guía después de haber recuperado la serenidad-, pero hagan como que le prestan atención y, por favor, no se rían.

Apenas había acabado ella de hablar, el cura párroco hizo su entrada en el zaguán, la cual fue recibida por una carcajada general y apenas sofocada. Sin parar mientes en ello, el capellán indicó al grupo que le siguiera.

– No se dispersen -les dijo dirigiéndose en particular a Fábregas, que permanecía algo destacado-: la iglesia está un poquito oscura y podrían tropezar con los reclinatorios.

Fábregas recordaba aquellas palabras, que el mismo capellán, en el mismo lugar, había dirigido a María Clara y él en el mismo tono. La noción de que durante todos aquellos meses, que para él habían supuesto una mudanza completa, aquel capellán había estado repitiendo diariamente la misma advertencia escueta le hizo estremecer.

El capellán detuvo el grupo ante las gradas del altar y se adelantó a abrir la puertecita que comunicaba la iglesia con la cámara donde estaban los frescos bizantinos. Luego de pulsar el interruptor y encender la bombilla de la cámara, hizo señas al grupo para que entrase en ésta. Fábregas lo hizo a la zaga de aquél y se encontró de súbito enfrentado a aquellas diez figuras severas ante las cuales ahora creía comparecer. Entonces advirtió que los diez hombres pintados en aquellos muros no sólo se parecían entre sí de un modo notable, como ya había advertido en el curso de la primera visita, sino que los diez se parecían mucho a él mismo. Entonces comprendió que aquellos rostros, que al principio había tomado por representaciones burdas de la fisonomía masculina, representaban en realidad con levísimas variantes el rostro del padecimiento. Entonces recordó la mirada que un año atrás había sorprendido en el espejo del cuarto de baño y cuya significación había interpretado en aquel momento de un modo tan erróneo y presuntuoso. Ahora el ciclo había llegado a su fin: ya no había prisa, pensó. Deseaba vivamente salir de aquel lugar, pero esperó a que el capellán terminara de referir la sobada historia del traslado milagroso de San Marcos a Venecia, a la que no prestaba atención ni simulaba prestarla, a diferencia de los turistas, los cuales, desatendiendo el consejo malintencionado de la joven guía, parecían absortos en la peripecia que les era narrada. Un miembro del grupo, sin embargo, se separó de éste y acudió a situarse sigilosamente junto a Fábregas. Era una mujer entrada en años, extrañamente vestida de hombre, o un viejo petimetre muy afeminado. El colorete con que trataba de infundir lozanía a sus pómulos se había cuarteado transversalmente y ahora formaba una cuadrícula con las arrugas profundas que le recorrían la cara de la frente al mentón.