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– Me encuentro mal -susurró a oídos de Fábregas.

Fábregas vio que su interlocutor tenía la lengua color de fresa.

– Yo no puedo hacer nada por usted -replicó secamente-. Haga que le vea un médico.

– He ido a todos los especialistas -dijo su interlocutor.

– Yo no puedo hacer nada por usted -repitió Fábregas en forma imperiosa, pero sin alzar la voz.

– Sí -dijo su interlocutor alejándose de él.

Al salir de la cámara de pinturas, Fábregas volvió a quedarse rezagado. Antes de llegar al zaguán, entregó al capellán una cantidad prudencial de dinero.

– Un donativo -dijo.

El capellán le dio las gracias y le entregó una estampa. Cuando entró en el zaguán, los últimos componentes del grupo ganaban la calle. Allí lanzaban gritos y se gastaban bromas ruidosas mutuamente. Sólo el personaje ambiguo que le había interpelado poco antes se mantenía algo apartado de sus compañeros, con la mirada fija en Fábregas. Para eludir aquella mirada embarazosa, se puso a estudiar con suma atención la estampa que acababa de brindarle el capellán. En la parte anterior de ésta vio la efigie de un negro con sotana y birreta al que flanqueaban un león y una cebra. Era el beato Trulawayo, ordinarioin partibus infidelium de Basutolandia en la segunda mitad del siglo anterior. La conversión a una fe impopular entre su gente y el empeño por combatir las creencias y ritos seculares de los basutos habían forzado su exilio vitalicio en Grenoble, donde una enfermedad penosa, sobrellevada con entereza y resignación, le hizo entregar el alma en el año de gracia de 1930. Posteriormente algunas curaciones milagrosas o, cuando menos, inexplicables, obtenidas por su intercesión, habían llevado a su beatificación en 1976. Fábregas no pudo menos de sonreír al leer esta semblanza nimia. Ah, murmuró guardándose la estampa en el bolsillo, vosotros también sentís la necesidad de renovaros. Pero es inútil, agregó para su fuero interno mientras emprendía cansinamente el camino de regreso al hotel. Todo es inútil.

Sin embargo, no bien hubo alcanzado de nuevo el canal en cuya margen había creído ver a María Clara, oyó una voz que parecía salir del agua y que le llamaba a grandes gritos. Una lancha se detuvo a la altura de la riba en que se encontraba y su tripulante se puso en pie, con lo que consiguió colocar la cabeza a la altura de las rodillas del otro.

– ¡Caramba! -exclamó éste al reconocer al tripulante de la lancha- ¡El doctor Pimpom! ¡Qué cúmulo de casualidades!

– ¿Casualidades? -exclamó a su vez el médico-. Pues ¡cómo!, ¿acaso no está usted yendo al palacio de los Dolabella?

– No -respondió Fábregas-. A decir verdad, hace siglos que no sé nada de esa familia. Pero usted sí se dirige allá, y con grandes prisas. ¿Es que ocurre algo malo?

– Oh, no, ¿qué quiere que ocurra? -rezongó el médico torciendo el gesto, como si el poner en tela de juicio la buena salud de sus pacientes comprometiera al mismo tiempo su propia reputación-. Bien se ve -añadió luego sin desarrugar el ceño- que no ha reparado usted en el día que es hoy. Bueno, ¿que más da? Suba a la lancha y vayamos juntos.

Zigzagueando por los canales, llegaron al cabo de un rato ante el embarcadero situado en la fachada posterior del palacio, cuya puerta sombría custodiaban dos colosos de piedra. Ahora había varias embarcaciones atracadas frente al embarcadero diminuto.

– ¡Mecachis! -masculló el doctor Pimpom a la vista de las embarcaciones-. Ya debe de estar aquí todo el mundo. Si algo aborrezco es significarme llegando con retraso a las citas. Y en especial con esta gente…

– Pues ¿de quién se trata, doctor? ¿Qué estamos haciendo aquí? -preguntó Fábregas.

– Vamos, vamos, ¿cree que tenemos tiempo que perder en explicaciones? -le instó el otro saltando de la lancha a los peldaños que conducían al embarcadero y acompañando sus palabras de gestos bruscos de reprobación, como si la única razón de su retraso fuera la pregunta que acababa de hacerle Fábregas, el cual, en vista de ello, se abstuvo de insistir y siguió al médico sumisamente, alcanzándole en el momento en que aquél, sin haberse detenido a golpear el aldabón, empujaba la puerta y se introducía en el lóbrego vestíbulo. De allí y sin aguardar a su acompañante, se adentró en los corredores que, según recordaba Fábregas de su primera y única visita al palacio, conducían a la parte habitada de éste, la cual, no obstante, el doctor Pimpom cruzó decididamente, sin aminorar siquiera la marcha. Fábregas le venía pisando los talones, porque recordaba la ocasión en que se había extraviado en aquel laberinto y la humillación que se había seguido de aquel percance. Finalmente la persecución quedó interrumpida ante una puerta de doble hoja, que el doctor abrió de par en par.

XI

Cruzado el umbral se encontraron en una pieza que Fábregas reconoció al punto: era aquella pieza octogonal en la que meses atrás, a solas con Charlie, había tenido que oír de labios de éste el relato de su vida, y a la que el propio Charlie había denominado entonces pomposamente la sala de recepciones, un título que en aquella ocasión él había juzgado ridículo, pero que ahora parecía confirmar un número considerable de parejas de edad que caminaban por ella pausadamente, cogidas del brazo, describiendo círculos concéntricos, como si en realidad deambularan por unfoyer. ¿Dónde cuernos he caído?, pensó. Un examen más atento de aquella concurrencia inesperada le permitió advertir que lo que había tomado en un principio por un vagar ocioso destinado a colmar un intervalo era en realidad un rito gobernado por un antiguo protocolo y que, por consiguiente, aquellos zascandiles vestidos de gala estaban allí en cumplimiento de algo importante y solemne. Una vez más hubo de rectificar su juicio: ahora el murmullo de aquellas conversaciones comedidas y la luz de los candelabros que se reflejaba en la lúgubre oquedad de los espejos sin azogue para lanzar luego destellos mortecinos en los vestidos opulentos y alhajas de las damas, en las encomiendas y medallas que ostentaban los caballeros en sus chaqués, los entorchados y alamares de los uniformes, los abanicos de nácar y encaje, los penachos de bicornios y morriones, y acabar posándose en el terciopelo polvoriento y gastado de los almohadones y en el damasco astroso de la tapicería, parecían infundir a la sala una vida prestada, avara y fugaz, pero no exenta de dignidad, de una punzante melancolía.