– Caramba, caramba, qué alegría tenerle de nuevo con nosotros -dijo una voz sacándole de la perplejidad en que le había sumido esta constatación.
– Charlie… -murmuró Fábregas al darse la vuelta y ver el rostro risueño de aquél, en cuyos ojos se leía un afecto genuino. Ahora Charlie vestía un traje oscuro y llevaba colgada al cuello una cinta de seda de la que pendía una cruz de oro y esmalte rojo, que Fábregas no supo identificar.
– Se hace usted caro de ver, amigo mío, se hace usted caro de ver… Oh, no -dijo el dueño de la casa atajando con un ademán la excusa que el otro a todas luces se aprestaba a ofrecerle-, no tiene que decirme nada. Me hago perfecto cargo de que sus ocupaciones… ¿no es así? Mi esposa y yo le recordamos con cariño: esto es todo lo que quise decir. Mi esposa estaría encantada de volver a verle, si se encontrase aquí, me consta. Por desgracia, como es habitual en ella, se ha sentido indispuesta de buena mañana. Ya sabe lo delicado de su salud. Me. pidió que hiciese los honores de la casa y que dijera a todos que más tarde, si las fuerzas se lo permitían, haría acto de presencia. A decir verdad, yo creo que lo hará sin tardanza, habiendo llegado ya el doctor Pimpom -agregó Charlie esbozando una mueca sarcástica-. Pero hablemos de usted: ¿Cómo está?, ¿qué tal van sus negocios?
– Todo bien, Charlie, todo bien -respondió el interpelado-, pero, dígame, toda esta gente tan peripuesta ¿quién es y qué está haciendo?
– Ah -exclamó Charlie abriendo mucho los ojos y la boca, pero sin levantar la voz-, veo que desconoce una de las tradiciones más consustanciales a nuestra ciudad… Venga conmigo, yo le pondré en antecedentes y, si lo desea, le presentaré a estas personas, las más distinguidas de la sociedad veneciana, nuestra auténtica aristocracia.
– Yo tenía entendido que Venecia era una república de comerciantes -dijo Fábregas con sorna.
– Sí -respondió Charlie sin inmutarse-, y también de grandes militares, artistas y sabios. ¿Ve usted aquel individuo de barba blanca y gafas de concha, con aspecto magistral? Pues es por derecho propio un príncipe dálmata, habiendo estado Dalmacia durante siglos, como usted bien sabe, agregada a Venecia, al igual que Croacia y buena parte del Imperio Bizantino, a cuyo servicio ganaron muchos venecianos títulos nobiliarios de legítimo fundamento, sin que debamos olvidar los merecidos en las sucesivas cruzadas en que intervinimos. Y mire, mire aquel señor alto, al que acompaña una mujer menuda, vestida de verde, ¿no advierte la insignia que lleva al pecho? Comendador de la orden del Santo Sepulcro, ¿qué le parece? Pues ¿y aquel que se contonea al andar y lleva bisoñé pajizo?, ¿quién diría al verle que desciende por línea directa de San Luis, rey de Francia? ¿Y qué decir de aquella mujer de talle esbelto, cuello de alabastro y escote generoso, por cuyas venas corre aún la sangre de los Paleólogos? ¡Ay, amigo mío, cuánto honor!, ¡cuánto honor!
– No se lo discuto, Charlie, pero ¿qué diablos están haciendo aquí estas antiguallas?
– Mantener viva una costumbre ancestral… -dijo Charlie, y agregó de repente, cambiando el tono-: ¡Ah vaya, ya está aquí mi mujer! ¿Qué le había dicho? Seguro que alguien habrá corrido a decirle que había llegado ese pavero -concluyó señalando con el pulgar al doctor Pimpom, que se hallaba en el mismo salón, algo alejado.
Ocupada en saludar prolijamente a toda la concurrencia, la enferma, que llevaba un vestido de seda y organdí tan aparatoso como anticuado, tardó un rato largo en dirigirse a Fábregas.
– Gracias por haber venido -le dijo entonces estrechándole las dos manos al mismo tiempo.
– ¿Le puedo decir que su aspecto es inmejorable y que este vestido le sienta la mar de bien? -replicó Fábregas.
– ¿Ha visto el salón?, ¿no parece otro? -dijo la enferma aceptando el cumplido de su huésped con un mohín y aludiendo a lo dicho por ella con motivo de la visita de aquél al palacio, meses atrás-. ¡Ay, si hubiera podido verlo hace años, en vida de mi pobre padre, que en gloria esté! En aquella época feliz todo era siempre así, como hoy… Todos los días este mismo esplendor, este bullicio… Recuerdo que aquí, en esta parte, donde estamos ahora, había un piano: un piano de cola que había pertenecido a la familia desde tiempo inmemorial. Mi abuela, de joven, fue retratada junto al piano. Y, sin embargo, de la noche a la mañana desapareció. Yo aún no me explico cómo pudo suceder tal cosa, porque un piano de cola no desaparece tan fácilmente, ni siquiera en un caserón como éste; pero el hecho es que de la noche a la mañana, como le venía diciendo, desapareció, y por más que lo hemos buscado, nunca ha vuelto a aparecer. ¿No es así, Charlie?
– Tal como tú lo cuentas, vida mía -corroboró Charlie con aire distraído, pero con mucha vehemencia en la voz.
– Fue una pérdida irreparable -siguió diciendo la enferma con un ligero temblor en los labios-, no tanto por su valor material, aun siendo alto, como por su valor sentimental… ¡Cuántas manos sensibles no lo habían tocado!, ¡qué de emociones no habían hecho vibrar sus cuerdas!
– Monina -intercaló Charlie aprovechando una pausa en el relato conmovido de la enferma-, ¿no deberíamos ofrecer un pequeño refrigerio a nuestros invitados? Yo no sé a ellos, pero a mí me ruge el mondongo que da miedo oírlo.
– Charlie, ¡qué cosas tienes! ¿Cómo quieres que me ocupe de nada en mi estado? -replicó ella con impaciencia-. La verdad, no sé en qué pensará este hombre. A bueno no hay quien le gane, pero en todo lo demás, un verdadero pedrusco, como me dijo mi padre, con muy buen tino, el primer día que lo traje a casa.
– Yo tenía entendido que cuando usted y Charlie se conocieron, su padre había fallecido ya -dijo Fábregas, que recordaba lo que le había contado el doctor Pimpom al respecto.
– Es posible que me confunda de persona -dijo de inmediato la enferma sin acusar la insidia de su huésped-. En aquellos tiempos tuve tantos pretendientes… -añadió con un guiño de picardía-. ¿Le he contado que en la curia vaticana hay más de dos y más de tres que en su día me hicieron la corte… y a alguno de los cuales, debo confesar con rubor, no fui del todo indiferente…? Pero, no -agregó tras una pausa consagrada aparentemente al recuerdo-, esto sería largo de contar. ¿Qué le venía diciendo? Ah, sí, ¡aquellos tiempos! Entonces la casa estaba siempre llena de invitados, con quienes papito aliviaba la soledad. Personajes de renombre. Varias veces tuve que ayudarle a meter en la cama a Ernest Hemingway en estado de embriaguez; Cari Jung y Vasili Kandinsky tuvieron aquí largas disputas, y aún ahora me basta con cerrar los ojos para volver a ver a Artur Rubinstein paseando por esta misma sala, con su batín de tafetán y sus babuchas de tafilete de oro. Yo era muy niña y solía tocar el piano. Huelga decir que mis conocimientos eran muy rudimentarios. Mi padre se había empeñado en que adquiriese cierta formación musical, como correspondía a nuestra posición, y yo no hacía más que cumplir lo dispuesto por él. Entonces Rubinstein, que me oía esbozar una escala o tratar de arrancarle al teclado alguna melodía sencilla, depositaba en una repisa con sumo cuidado la copa de champaña y la boquilla que siempre llevaba en las manos y me decía sonriente:C'est pas comme ça, ma fille, c'est pas comme ça, y colocándome sobre sus rodillas y apartando mi osito de felpa y mi poupée de chiffon, corregía mis movimientos defectuosos o mi postura. ¡Ay, entonces los pulmones se me inundaban de música y la música me corría por las venas, aligerando la sangre! Luego Rubinstein y papá se pelearon por un asunto de faldas, a los que ambos eran proclives, y no volvimos a verle nunca más. Ahora Hemingway, Jung, Kandinsky, Rubinstein y papá nos han dejado, el piano ha desaparecido, incluso este palacio mismo se desmorona inexorablemente y sólo quedo yo, vieja y enferma, para guardar memoria de aquella maravilla. Bien sé que esto que digo son cosas absurdas, propias de una mujer de poco mundo. Por supuesto, la música es un arte pasajero; está en su esencia misma ser volátil. Pero es esta noción misma de creación y olvido constante lo que me aterra: la noción de nuestra propia futilidad. Entonces, cuando caigo en estas reflexiones sombrías, suelo preguntarme…