Выбрать главу

Lo que la enferma se disponía a decir acto seguido quedó cortado por la llegada de Charlie, que acababa de cruzar el salón trastabillando entre la gente y poniendo en peligro constante el contenido de la bandeja de cartón que llevaba en las manos.

– ¿No quiere probar una tartaleta de queso? ¡Están buenísimas! -dijo mostrando la bandeja con orgullo, como si él mismo hubiese confeccionado aquellas masas grasientas.

– Charlie siempre ha sido un compendio de discreción y tacto -dijo la enferma.

XII

Lentamente las parejas se iban despidiendo de los dueños de la casa con prosopopeya. Los caballeros doblaban la espalda hasta formar ángulo recto con el cuerpo; las mujeres hincaban la rodilla en el suelo marrano del salón; al hacerlo, tintineaban los torces de oro y las cuentas de perlas y los escotes boqueaban revelando mamelones que exhalaban un olor cálido y empalagoso, como de almizcle. Todos tenían para los anfitriones palabras de elogio y agradecimiento.

– Una merienda deliciosa.

– Una disposición de muy buen gusto.

Para no entorpecer estas formalidades con su presencia, Fábregas se había retirado a un rincón, donde se le unió a poco el doctor Pimpom.

– Cada año la misma pompa -le oyó mascullar-, pero cada año las tetas más descolgadas.

Este comentario le hizo caer en la cuenta de que a la recepción, fuera cual fuese su carácter, no había asistido ninguna persona joven. Otra tradición que se extingue, pensó: la eterna cantinela. Toda su vida había estado viendo los últimos estertores de tradiciones que declinaban y se perdían: era evidente que le había tocado vivir una época de transición. Ahora, sin embargo, se preguntaba si esta transición no sería un estado permanente de las cosas y si lo que por inercia todos llamaban tradición no sería algo habitual y anodino que, llegado el término de su utilidad, empezaba a descomponerse de acuerdo con su propia naturaleza, siendo entonces esta descomposición parte de su propia razón de ser, una manifestación más de su propia utilidad. Ahora contemplaba aquellas tarascas reflejadas en los espejos turbios del salón, saludando y alejándose por aquel infinito ficticio y sin azogue y no podía menos que decirse: así ha de ser.

En estas reflexiones perdió la noción del tiempo y sólo la recobró cuando el último de los invitados a la ceremonia se retiraba del salón, en el que ahora reinaba un silencio sólo roto por la respiración sibilante de la enferma.

– Ánimo, pichón, ya acabó todo -musitó Charlie al oído de su esposa.

– Sujétame, Charlie -respondió ésta a su confortación-: me falta el aire, los huesos no me tienen y la vista se me nubla.

– Ya sabía yo que acabaríamos así -rezongó el doctor Pimpom colocándose con ligereza frente a la enferma y abrazándole el talle en el momento en que ella, como si una mano invisible hubiera cortado de repente los cables que la mantenían suspendida de lo alto, se venía al suelo.

– ¡Charlie, no se quede ahí pasmado y ayúdeme! -dijo el médico-. ¿No ve que las fuerzas no me dan? Eso es, cójala de los tobillos. Así no, hombre, con delicadeza. ¿Cuándo dejará de ser uncow-boy?

– Yo no soy uncow-boy -replicó Charlie encolerizado-. Yo no había visto una vaca en mi vida hasta que llegué a Italia. Yo nací en un suburbio industrial y hasta la carne que comíamos venía enlatada.

– Está bien, Charlie -respondió el médico con condescendencia-. Ya hablaremos de esto en otra ocasión. Ahora, si no le parece mal, ayúdeme a llevar a su esposa a la cama. Sí, Charlie, usted delante. Vamos.

Tambaleándose bajo el peso de la enferma, los dos hombres abandonaron el salón y en él a Fábregas, quien, temeroso de agravar la situación si se sumaba al cortejo, optó por permanecer donde estaba, sin ofrecer su ayuda, pero sin hacer de sí un impedimento. Ahora, sin embargo, al verse una vez más a solas en aquella estancia, se arrepentía de su circunspección. Parece que el destino ha resuelto que yo venga a perderme en esta casa, se dijo. Decidido a salir de allí a toda costa, cruzó la puerta que Charlie y el médico habían dejado abierta al salir y de este modo ganó un pasillo oscuro del que arrancaba una escalera, en cuyo extremo superior se veía una claridad azulada, como la que difunde una lámpara cubierta por una pantalla de tul. Se disponía a subir por aquella escalera cuando detuvo sus pasos un sonido procedente del lugar al que se encaminaba. Este sonido se fue haciendo cada vez más nítido, aunque sin aumentar el volumen. Ahora Fábregas, inmovilizado al pie de la escalera, percibía una voz humana, débil y quejumbrosa, que parecía repetir una palabra incomprensible, quizás en un idioma extranjero. Hola, ¿qué es esto?, se preguntó con cierto sobrecogimiento, porque sin saber la razón, tenía constancia de estar asistiendo a un fenómeno sobrenatural o, cuando menos, inexplicable. Así permaneció varios segundos; luego, de repente, enmudeció la voz y en lo alto de la escalera apareció un hombre cubierto de un batín de tafetán, que llevaba en las manos una copa de champaña y una boquilla larga, de metal plateado. Aquella figura era indudablemente una visión: desde donde estaba, Fábregas podía seguir viendo los peldaños de la escalera a través de ella no bien hubo ésta iniciado el descenso. Fue la transparencia de la figura, sin embargo, lo que le tranquilizó. No hay motivo alguno para pensar que se trate de un fantasma, se dijo, antes bien, de una superchería. Los fantasmas no son transparentes; ahora los creemos transparentes porque el cine siempre los ha representado así, pero en realidad sólo es un truco mecánico de superposición de imágenes, un simple efecto especial. No obstante, decidió regresar al salón y, habiéndolo hecho, cerró a sus espaldas la puerta que conducía a la escalera.

Sus razonamientos sólo le habían proporcionado una tranquilidad relativa. Ahora creía ver en el fondo de los espejos del salón unos hombres muy gordos y risueños, vestidos con telas de color escarlata, que le hacían señas, como si le saludaran y luego, convencidos de haber atraído su atención, juntaban las manos, adoptaban una expresión de recogimiento y oraban o simulaban orar. ¿Qué querrán decirme?, se preguntaba; tal vez que me una a sus rezos, pero ¿cómo? Yo nunca he rezado; a lo sumo, de niño, repetía unas letanías aprendidas de memoria, sin tener idea de su significado, pero eso no era rezar… o quizá sí, se dijo. Cerró los ojos y se pasó las manos por la cara. Quizá soy yo, se dijo, quizá algo no anda bien en mi cabeza. Cuando abrió los ojos de nuevo, las apariciones se habían disipado. He de salir de esta casa cuanto antes, se dijo. Ah, ¿cuántas puertas tendrá este maldito salón? ¿Siete?, ¿seis?, ¿nueve? Imposible saberlo. Eran los espejos intercalados lo que le impedía llevar a cabo un recuento satisfactorio. Finalmente decidió abrir una puerta cualquiera. Al hacerlo le asaltó el temor de estar abriendo de nuevo por distracción la que llevaba a las escaleras que el aparecido para entonces sin duda habría terminado de bajar, pero tuvo suerte y no sucedió tal cosa. Ahora se encontraba en una sala contigua al salón y tan desnuda de muebles como éste, salvo por una mesa de altar tapizada de damasco rojo, alumbrada por varios cirios gruesos y coronada por una hornacina recubierta de flores de papel. En la hornacina vio la imagen de una mujer muy joven, de belleza grave y transida, revestida de una túnica blanca y de un manto azul ceñido a la frente por una cinta. Este manto bajaba luego por los costados de la imagen, dejando al descubierto únicamente su rostro, sus manos y la punta de los pies. Un aro de alambre colocado sobre su cabeza sostenía doce estrellas de hojalata en círculo. Ante la imagen Fábregas se sintió invadido del desfallecimiento. Todos los acontecimientos extraños que habían precedido este encuentro no habían logrado prepararle para esta última visión. Clavó los ojos en el rostro de la imagen y ésta respondió a su mirada con una ligera inclinación de cabeza. Luego recobró la inmovilidad.