– ¿Piensa permanecer así eternamente? -dijo Fábregas, que había recuperado el habla después de un largo silencio.
– ¿No queda nadie? -preguntó ella.
– Sólo yo.
– Entonces ayúdeme a bajar de la hornacina. No quisiera echar a perder las flores.
Él le tendió la mano; las de ella estaban frías como el mármol y tenía las mejillas, la frente y el mentón tiznados por el humo de los cirios. Aquellos tizones resaltaban su palidez.
– Al verla la creí… -empezó a decir él.
– No lo diga… -atajó ella.
– Transformada en algo inmaterial, inaccesible a todos nosotros, quise decir -dijo él-. ¿Qué hacía subida a este aparato? ¿Cuánto tiempo lleva aquí, inmóvil, fingiendo ser una estatua? ¿Y por qué esta representación?
– ¡Y yo qué sé! -exclamó ella malhumorada, golpeando el suelo con el pie descalzo-. ¿Cree que todavía tengo ganas de interrogatorios?
Pero al instante, antes de que él pudiera replicar, cambió de tono y continuó diciendo:
– Acompáñeme a dar un paseo, por favor: tengo el cuerpo entumecido y el frío metido en los huesos.
– ¿No debería abrigarse?
– Primero haré un poco de ejercicio para restablecer la circulación sanguínea y luego me daré un baño, si hay agua caliente en este caserón dejado de la mano de Dios -dijo; luego, como avergonzada de sus palabras, añadió-: No sé por qué digo estas cosas. A mi edad ya debería haber encontrado la forma de mejorar la situación de mi familia o, si eso no, al menos la de independizarme de ella. Pero aquí sigo, ni rebelde ni dócil, sólo inútil y quejumbrosa.
– No empiece a atormentarse y cuénteme lo que hacía en la hornacina -atajó él.
– Nada, lo de siempre: mantener viva una vieja tradición que agoniza -dijo ella colgándose de su brazo y obligándole a concertar sus pasos. Luego, mientras caminaban por el salón, al que habían accedido, empezó a referirle la siguiente historia-: Desde hace muchísimos siglos era costumbre en Venecia celebrar la fiesta de la Inmaculada con una procesión. Por supuesto, el dogma de la Inmaculada Concepción no fue proclamado hasta mediados del siglo pasado, pero la creencia siempre fue consustancial al cristianismo. El asunto, en realidad, siempre fue honrar a la Virgen, para lo cual, al inicio de la primavera, pues la festividad todavía no había sido trasladada al 8 de diciembre, una joven virtuosa y bella era revestida de túnica y manto, coronada de estrellas y paseada a hombros por las calles en una andas adornadas de lirios, ramas de olivo y gavillas de trigo, que simbolizaban respectivamente la pureza, la sabiduría y la fecundidad. Iba descalza y en los pies llevaba dos rosas. Más tarde, sin embargo, y con el pretexto falaz de que las mujeres no podían intervenir en ningún tipo de ceremonia religiosa, el clero prohibió que una doncella personificara a la Madre de Dios e hizo que fuera reemplazada por un sacerdote joven o un diácono. No hace falta que le cuente en qué acabó la cosa. Para entonces Venecia se había convertido en una república de tiranos obsesionada únicamente por su propia seguridad; la policía secreta y las denuncias continuas habían creado un estado de opresión insoportable. Por esta causa, cualquier circunstancia que permitiera un alivio pasajero a tanta tensión y tanta disciplina era aprovechada no ya con alacridad, sino con desafuero. La procesión degeneró pronto en un espectáculo del peor gusto. Los hombres se vestían de mujeres, se cubrían el rostro de afeites y deambulaban por la ciudad profiriendo obscenidades, adoptando los modos más soeces y fingiendo con mucha convicción los dolores y avatares del parto. Las mujeres se vestían de hombre, ostentaban barbas y bigotes postizos, bebían aguardiente sin tasa, juraban y blasfemaban con voz bronca, fingían actitudes achuladas, al menor pretexto echaban mano a la espada, y agredían de palabra y de obra a las mujeres honestas que no se habían sumado al aquelarre. Clérigos viejos disfrazados de paloma bailaban fandango con novicios a quienes habían obligado a vestirse de querubines. En las plazas se corrían y mataban toros, cerdos y perros del modo más salvaje y sanguinario. Naturalmente, no toda la población participaba en estas algaradas. Los más se retiraron a sus casas y allí, agrupadas varias familias por razón de parentesco o clase, continuaron honrando a la Inmaculada a la manera antigua. Luego, cuando la Iglesia y el Estado de consuno intervinieron para poner coto por la violencia a los desmanes del populacho, la tradición continuó inalterable tras los muros de los palacios. Luego la festividad fue movida a la fecha de hoy y se convirtió en el inicio tácito de la temporada navideña. Por riguroso turno, incumbe a una familia del viejo círculo aristocrático, progresivamente venido a menos, organizar la velada a la que usted acaba de asistir. Es costumbre ineludible que una joven de la familia organizadora se vista como ahora me ve, salvo en la eventualidad, muy rara, de que no haya persona de la edad o el sexo adecuado o de que, habiéndola, ésta no reúna las condiciones necesarias para desempeñar el papel, bien por su aspecto físico, bien por otros motivos, en cuyo caso se admitiría que ocupara su lugar algún miembro del servicio doméstico o incluso una persona contratada para la ocasión. También es costumbre que los convidados, aparentando entregar un donativo a la imagen de la Virgen, aporten sumas modestas de dinero que, acumuladas, ayuden a la familia de turno a salir de apuros ese año. No es costumbre, en cambio, que la familia de turno obsequie a sus convidados con unas tartaletas tan baratas y rancias como las que mi padre andaba ofreciendo hace un rato. Venga; ya he caminado bastante y el estar tantas horas de pie me ha fatigado: sentémonos.
– No quisiera que pillara un resfrío -dijo él.
– No hay miedo: estas prendas son de mucho abrigo -dijo ella sentándose en uno de los sofás del salón, encogiendo las piernas y cubriéndose los pies con el ruedo del manto que ahora, tras el paseo, aparecía cubierto de cazcarrias. Luego, sin cambiar el tono coloquial con que había pronunciado estas palabras, prosiguió diciendo-: También es posible que lo que acabo de contarle sea pura leyenda, que la costumbre del visiteo y el disfraz la impusieran a mediados del siglo pasado los austríacos, muy devotos de la Santísima Virgen, y que calara fácilmente entre la aristocracia, mucho más dispuesta que el pueblo llano a colaborar con las fuerzas imperiales de ocupación. Como quiera que sea, hoy perdura como un mero nexo de unión de una sociedad que se desintegra sin remedio y cuya única justificación, a sus propios ojos y a los de nadie más, consiste en marcar las diferencias que las separan de unas masas supuestamente groseras e incontroladas. En el fondo, todo es fraude y cambalache.
Suspiró y añadió después de un silencio que Fábregas, intuyendo que era el prólogo a una confidencia, se guardó de romper:
– Sé que mis padres, a quienes no falta tupé, le refirieron la historia apócrifa de nuestra antepasada, la celebrada meretriz. Ignoro si la dio por cierta o no, pero es evidente que extrajo de ella algunas conclusiones poco halagüeñas con respecto a mí. No voy a impugnarlas: es usted muy libre de pensar lo que quiera y yo lo soy también de justificar o no mi conducta, según se me antoje. Una cosa solamente le quiero contar: hace poco más de un año, en Roma, a donde había ido a mi regreso de Londres con la vana intención de encontrar trabajo, conocí a un hombre cuya influencia ha sido y sigue siendo decisiva en mi vida todavía. Le conocí cuando él acababa de llegar a Roma para tomar posesión de un cargo de gran responsabilidad al que había sido electo y cuya naturaleza no revelaré para no poner de manifiesto innecesariamente su identidad. Como la residencia que le correspondía en virtud de su cargo había sido ocupada hasta pocos días antes de su llegada por su predecesor, el cual había fallecido allí tras una enfermedad larga y aparatosa, hubo de alojarse en un hotel mientras aquélla era habilitada para acoger en la forma debida al nuevo ocupante. En aquel hotel le visité en repetidas ocasiones, siempre con el riesgo de atraer la atención de un periodista o de tener un tropiezo con el personal encargado de velar por su seguridad. Por suerte, su misma presencia había convertido el hotel en un hervidero de personas cuyos asuntos no admitían demora. De este modo pude apañármelas para burlar toda sospecha. La importancia de sus funciones, el volumen de papeleo que engendraban y el flujo continuo de visitas que acudían a verle le obligaron a ocupar unasuite del hotel a la que, al cabo de muy poco, hubo que ir agregando las habitaciones contiguas. En este habitáculo improvisado estaba a sus anchas: había llevado siempre una vida trashumante y desarrollado una habilidad especial para hacer su casa allí donde las circunstancias lo pusieran. Apenas aposentado colgó de las paredes de la suite los trofeos de caza que había acumulado durante dos largas estancias en África, en la última de las cuales había contraído unas fiebres que no ponían en peligro su vida, pero que le causaban molestias recurrentes. De resultas de estas fiebres había encanecido prematuramente y perdido todo el vello corporal. Cuando la fiebre experimentaba una recidiva, la temperatura podía subirle en pocos segundos a cuarenta y uno o cuarenta y dos grados. En estas ocasiones sus ojos brillaban en la oscuridad, como un fuego fatuo, y deliraba. Fuera de estos trances pasajeros y aunque hacía años que había dejado atrás la juventud, era hombre de energía extraordinaria. Después de una jornada de trabajo de quince horas ininterrumpidas, durante las cuales había tenido que solventar los problemas más graves y asumir responsabilidades abrumadoras, aún tenía ánimos para invitar a cenar a un grupo numeroso y variado dé personas y para enzarzarse en la discusión más acalorada o de animar él solo la sobremesa hasta el alba. Sólo entonces, cuando se quedaba solo y los primeros rayos del sol acariciaban los tejados de Roma, me llamaba a su presencia. Rara vez acudía por mi propio pie a esta llamada: las largas horas de espera en una de las habitaciones contiguas a la suite, donde permanecía oculta, habían consumido mis fuerzas y me había quedado dormida entre pilas de cartapacios y legajos llegados de todos los puntos del globo. Entonces venía él a buscarme, me despertaba con dulzura y me llevaba a la suite en volandas.