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– ¿Quiere el señor que le cante una canción? -preguntó el gondolero. Y viendo que su cliente no respondía, añadió-: Está incluido en el precio del servicio.

– Me da igual -dijo Fábregas-. Usted limítese a remar y lléveme al hotel tan aprisa como le sea posible.

VI

Aquella noche acompañó la cena con abundante vino y la remató con tres copas de coñac confiando en que una embriaguez moderada le ayudaría a dormir. Así ocurrió: apenas acostado cayó en un sueño profundo y tranquilo, del que le sacó bruscamente el ruido producido por la zambullida de un cuerpo en el agua. Saltó de la cama, corrió a la ventana y abrió de par en par los postigos y las persianas. A la luz de la luna escudriñó las aguas del canaclass="underline" nada parecía haber perturbado su quietud recientemente. El aire estaba inmóvil y el cielo sereno. Sintió un escalofrío y cayó en la cuenta de que tenía el cuerpo entero bañado en sudor. He debido de soñar algo que ahora no acierto a precisar, pensó. Volvió a examinar con detenimiento el agua oscura y silenciosa y suspiró. Ah, ha sido aquello otra vez, se dijo. Cerró las persianas y los postigos y se tendió de nuevo en la cama a sabiendas de que ya no volvería a conciliar el sueño en varias horas. ¿Por qué esta noche precisamente, después de tanto tiempo?, pensó. Creía haber solucionado hacía mucho aquel episodio que ahora, sin justificación aparente y con la misma efectividad dolorosa de otros tiempos le devolvía a la luz de aquel atardecer remoto, junto al agua tranquila y turbia de lo que podía haber sido un río o un lago o incluso un estanque grande o una alberca, en cuya orilla se había sentado a jugar. Por más que forzaba los límites de la memoria, nunca lograba recuperar los instantes previos al inicio de aquel sueño reiterado. De su madre guardaba la imagen distinta y precisa de una mujer joven, delgada y nerviosa de gestos; del hombre, sólo lo que en aquel momento le habían permitido ver su estatura mínima y su posición: unos zapatos brillantes de dos colores, unos pantalones claros acampanados y el extremo inferior de un bastón fino o una caña de bambú. ¿Por qué he de pasar otra vez por esto?, se dijo. Le habría bastado encender la luz de la mesilla de noche para que aquellas figuras y aquel paisaje se volatilizaran. Qué más da, pensó sin moverse; después de todo, ya sé lo que va a ocurrir: ahora mamá tomará carrerilla y se tirará al agua; veré otra vez el destello de las medias de cristal cuando sus piernas pasen a la altura de mis ojos; la falda marrón, plisada; los zapatos levantarán polvo y guijarros; luego oiré el ruido de la zambullida. Como siempre, sintió que se le cortaba el resuello al ver las aguas cubrir del todo a su madre, inclusive el sombrero, que quizá llevaba sujeto a la barbilla con una goma o una cinta a modo de barboquejo o que quizá ella misma había agarrado con la mano instintivamente en el momento de ser cubierta por las aguas. Y de repente su madre estará otra vez allí, con la cara mojada, el pelo y la ropa chorreando, el sombrero en la mano, estremecida por la excitación y el frío. Él habrá roto a llorar con desconsuelo y su madre se habrá puesto en cuclillas a su lado y le habrá dicho riéndose: ¡Tonto, no llores!, ¡si era sólo un juego! Durante años había soñado esta misma escena centenares de veces, siempre con el mismo terror y con el mismo alivio, sin antecedentes ni continuación. Al principio aquel sueño le había producido una turbación y un desasosiego tan grandes que no se había atrevido a hablar con nadie del asunto. Le parecía estar en posesión de un gran secreto, sin que supiera explicar por qué, y aquella sensación le agobiaba. Al cabo de varios años, y como el mismo sueño seguía acosándole, decidió plantear a su madre la cuestión de forma más o menos directa. Pero si en alguna etapa de su vida su madre había sido aquella mujer impulsiva, excéntrica y desconcertante, capaz de arrojarse vestida a las aguas heladas de un río por impresionar a un hombre, aquella etapa había quedado atrás. Ahora ya no era una mujer esbelta y nerviosa, sino grave de porte y talante. Ahora la vida parecía consistir para ella en un concurso de padecimientos del cual procuraba salir siempre ganadora: ella era la persona que dormía menos, la que con más facilidad perdía el apetito, la más propensa a la fatiga y a la enfermedad. Si alguien decía o aparentaba sufrir en su presencia, se sulfuraba, como si aquel sufrimiento fuera una prerrogativa suya que alguien tratara de usurparle. Por esta razón o por otras, todos los intentos de Fábregas por tocar el tema dieron resultados negativos: su madre no quería oír hablar del pasado; acostumbraba a considerarse el ser más desventurado del universo, cualquier alusión a un pasado posiblemente dichoso desencadenaba un alud de lamentos y recriminaciones. Luego aquella etapa mala de su vida dejó paso a otra más serena, pero para entonces ya se había producido entre Fábregas y ella un distanciamiento difícil de salvar. Tuvieron que pasar varios años más para que, restablecida entre ambos una relación cordial, aunque no íntima, él decidiera poner de nuevo el tema sobre el tapete. Aquella vez su madre se había encogido de hombros; con un gesto había minimizado aquella anécdota que ahora estimaba trivial, aquel período entero de su vida que ahora, cuando empezaban a manifestarse los primeros síntomas de su enfermedad, ella ya daba por saldado globalmente. Para entonces él también había evolucionado: ya no le interesaba tanto como antes lo que aquel sueño pudiera tener de revelador ni sus posibles concomitancias con algún suceso real, sino otros aspectos menos concretos, para cuyo esclarecimiento la colaboración de su madre probablemente habría carecido de valor. Ahora le intrigaba sobre todas las cosas la personalidad del misterioso individuo que compartía el sueño con ellos. Este personaje era el que más había ido cambiando a medida que el sueño reaparecía en momentos distintos de su vida. Primero, de niño, aquel desconocido de los zapatos bicolores y el bastón le había producido una sensación de miedo que al despertar perduraba en su ánimo durante horas; luego la presencia del desconocido había dejado de ser terrible para ser solamente amenazadora: le parecía que aquel hombre tenía el poder de causarle a él o de causar a su madre, o a ambos, un gran mal, y aunque ese poder nunca llegase a ejercerse, la certeza de su existencia bastaba para desazonarle. Finalmente, y de un modo incongruente, el misterioso acompañante había empezado a producirle una sensación de tristeza absurda, pero innegable. En una ocasión creyó haber reconocido sus propias facciones de adulto en el rostro del acompañante misterioso y esta visión le produjo un malestar casi físico. En otra ocasión, en el estado de somnolencia que seguía al sueño, había tenido una revelación: la de que aquel hombre era únicamente una imagen del pasado, a la que sólo • preservaba de la extinción definitiva la pervivencia en su sueño.

VII

Antes de acudir al comedor pasó por el mostrador de recepción y dijo al empleado que le preparara nuevamente la cuenta y dispusiera que le hicieran el equipaje. El empleado de la recepción era el mismo que le había atendido dos días antes y se interesó discretamente por su estado. Fábregas le dijo que persistía el insomnio que le había aquejado las noches precedentes, pero que confiaba en mejorar pronto.