»Así dieron comienzo aquellas horas terribles, interminables. Aunque estaba avanzado el otoño, la temperatura era alta y, como mi habitación carecía de ventana, pronto el calor se hizo agobiante y la atmósfera, irrespirable. Me llevaron a otra habitación que disponía de una ventana alta y estrecha por la que ahora entraba la luz del atardecer. El cielo estaba dorado y melancólico y de la calle llegaba el murmullo de la circulación rodada y el trajín de los platos en un restaurante próximo. Tampoco el farmacéutico pudo ser localizado: al término de la jornada había cerrado la farmacia y se había ido a su casa, cuya dirección nadie conocía. Para calmar el dolor de las contracciones, cada vez más intenso, me dieron lo que tenían: aspirinas ygrappa. Con esta mezcla quedé medio atontada. Los dolores iban y venían y perdí la noción del tiempo. En un momento dado vi la luna enmarcada en la ventana; en otro, la cara apergaminada de la comadrona, que llevaba rato atendiéndome sin que yo me hubiera percatado de ello. Tenía mucha sed y me dieron agua. La muchacha en quien había confiado entró a verme. Venía de la calle y exhalaba un perfume cálido que me revolvió las tripas. Pedí que nos dejaran a solas un instante y, cuando lo hubieron hecho, le dije: «Es posible que no salga de ésta.» Ella me interrumpió diciendo que no dijera tonterías. Lo que me pasaba era una cosa molesta, pero sencilla. «Constantemente están naciendo miles y miles de niños, sobre todo en Asia», agregó. Yo le interrumpí a mi vez para decirle: «Escucha: la criatura que va a nacer sólo me tiene a mí, y si a mí me pasara algo, se quedaría sola en el mundo. Tienes que ir a verle, intentarlo una vez más y esta vez abrirte paso hasta él como sea; dile que venga; explícale las cosas como son. Anda, ve.» Ella me respondió que haría lo que yo le pedía, pero en sus ojos leí la indecisión y la duda. Salió la muchacha de la habitación y yo debí de perder el conocimiento. Me despertó un gemido lastimero; tardé un rato en darme cuenta de que yo misma lo había proferido. La luna ya no estaba en la ventana: ahora era noche cerrada, sin nubes y sin estrellas. Poco a poco fui recobrando la cordura y haciéndome cargo de dónde estaba y qué ocurría. Recordé los dolores inhumanos que había estado padeciendo y pensé que no sería capaz de soportarlos nuevamente, pero transcurrieron varios minutos y los dolores no volvieron. Al verme despierta acudió la vieja comadrona. «Nena, ¿cómo estás?», oí que me preguntaba. «Bien», le respondí esperanzada. «¿Ya pasó todo?» «Falta muy poco», dijo ella. «¿Te duele algo?» «No, pero tengo mucha sed; déme agua, por favor.» «No debes beber nada», respondió la vieja comadrona; «ningún líquido». «¿Quién lo ha dicho?», quise saber, y ella miró de reojo hacia el otro extremo de la habitación. Seguí su mirada y vi dos hombres muy altos que parecían hermanos. Uno iba vestido enteramente de blanco y el otro, enteramente de negro. Miraban lo que había en una mesita sobre la que una lámpara cubierta por una pantalla grande, hecha de trozos de cartón doblado, proyectaba una luz intensa, mientras dejaba en penumbra el resto de la habitación. Miraban lo que había en aquella mesita y cuchicheaban animadamente. Al advertir que me había despertado, acudieron a la cabecera del lecho. La vieja comadrona se retiró y ellos se situaron a ambos lados de aquél. «¿Cómo se encuentra, señora?», me preguntaron los dos a la vez. Les dije que me encontraba bien, que los dolores habían cesado. El hombre de blanco hablaba con acento francés y el de negro, con acento alemán. Cuando hablaban entre sí, el que tenía acento francés se dirigía al otro en alemán, y el que tenía acento alemán le respondía en francés. Esto me hizo pensar absurdamente que debían de ser suizos: dos hermanos suizos que había adoptado aquella solución equitativa a los problemas prácticos de su bilingüismo. Estas cosas las pensaba porque la cabeza no me regía bien. Mientras el hombre de negro me tomaba el pulso y me auscultaba, el hombre de blanco fue a la mesita iluminada y regresó con una jeringa. Me hicieron ladear el cuerpo y sentí un pinchazo en la espalda. El hombre de negro volvió a auscultarme, murmuró: «Todavía no», y anotó algo en su cuaderno. Los dos hombres volvieron a situarse junto a la mesita y a hablar entre sí con gran animación. Lo que me habían inyectado me sumió en un estado de gran bienestar físico. Ahora todo estaba bien, todo era como debía ser; en fin de cuentas, él tenía razón: sólo la entrega puede salvarnos del caos; la felicidad es un estado de gracia que sólo se confiere al que sabe renunciar y aceptar, me dije. Pensando estas cosas no me enteraba de lo que ocurría a mi alrededor. En cambio, registraba con nitidez todos los sonidos que llegaban de la calle. Cuando abrí de nuevo los ojos, la ventana estaba cerrada y por los cristales entraba la luz del día. Delante de mí estaban la comadrona y el hombre vestido de blanco; ambos me miraban fijamente a los ojos con el ceño fruncido y el semblante grave, como si estuvieran recabando mi atención para reprenderme. Sin apartar su mirada de la mía, el hombre vestido de blanco hizo una seña y acudió el hombre vestido de negro. Vi que llevaba las manos cubiertas por unos guantes de goma y comprendí que había llegado el momento decisivo. De mi ánimo desapareció toda la paz de que había estado gozando y me invadió un terror irreprimible. En aquel momento pensé que aquellos dos hombres habían sido enviados allí para impedir que el suceso que estaba a punto de producirse trascendiera las paredes de aquella miserable habitación. Imaginé haber sido vigilada continuamente desde que puse el pie en Roma e interpreté bajo un nuevo prisma la actitud arisca de los médicos a quienes había acudido en un principio y las tentativas supuestamente infructuosas de mi amiga de llegar hasta él. Ahora todos aquellos hechos formaban parte en mi imaginación de una conjura destinada a eliminarme a mí y a hacer desaparecer a la criatura que en aquel instante pugnaba por salir al mundo. Quise saltar de la cama, pero me lo impidieron. «Valor, ya casi está», oí murmurar a la comadrona. El hombre de negro, con su peculiar acento, me gritó:
«Poussez, madame, poussez!», y yo comprendí que quería vivir por encima de cualquier otra consideración. En aquel momento resonó en la pensión un grito terrible, como si acabara de irrumpir en ella un animal ávido y feroz, y sentí pánico, pero no por mí, sino por mi hijo; entonces comprendí que no estaba dispuesta a consentir que nadie me lo arrebatara. Al grito siguió un breve silencio, durante el cual comprendí que había sido yo quien lo había proferido. Luego oí un llanto tenue y extrañamente próximo y me pregunté cuál de los dos hombres estaría llorando y por qué. La comadrona se inclinó sobre la cama para decirme algo, pero yo no podía oír sus palabras, porque sólo tenía oídos para aquel llanto, ni podía distinguir la expresión de sus facciones, porque tenía los ojos inundados de lágrimas. Finalmente entendí que sólo quería decirme lo que yo ya sabía: que todo había ido bien. «Es un niño muy hermoso», añadió. Y yo le dije: «No deje que nadie se lo lleve.»