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XIII

«Efectivamente, he vivido mi vida como un imbécil», escribió, «pero ahora comprendo que no me fue dada otra alternativa y que, puesto que tampoco me será dada otra oportunidad, tanto la queja como el arrepentimiento resultan superfluos. Este pensamiento, sin embargo, no me reconcilia conmigo mismo ni con la vida: deploro el daño que he causado y el que sigo causando y me sulfura la impotencia mía y la de todos ante el sufrimiento de los inocentes. La realidad no se aviene a tapujos; de continuo vemos cometerse crímenes horribles que nos hielan la sangre». Cerró la pluma estilográfica, la dejó suavemente sobre la mesa y se levantó a echar una espuerta de leña a la chubesqui. Antes de volver a la mesa remoloneó al calor del fuego, frotándose la manos y reflexionando. Aunque en la ventana se veía un recuadro del cielo azul, en el interior de la pieza reinaba la penumbra. Una lámpara de pantalla metálica arrojaba un cono de luz sobre las cuartillas que llevaba emborronando desde el mediodía. Ahora, bajo el foco que lo individualizaba en la penumbra, aquel mensaje adquiría la relevancia de una prueba irrecusable. Se sentó, suspiró, destapó la pluma estilográfica y continuó escribiendo. «Para combatir esta desazón, algunos se entregan a una actividad sin tregua; otros, por la misma causa, persiguen el dinero, el éxito, el poder u otros fines igualmente superfluos.» Había usado la palabra superfluos unos renglones más arriba, pero la interrupción para avivar el fuego le impedía advertir esta reiteración. «Otros, por último», prosiguió, «se encierran en sí mismos, como si sólo una vida interior llevada a los límites de la demencia pudiera dulcificar la aridez de toda existencia». De todos, éstos son los peores, pensó; pero no consignó esta idea por escrito: no quería influir en la opinión de la persona a quien iba dirigida aquella carta. «El frío y el mal tiempo no han cesado», añadió en cambio. «Tampoco han ido a más, pero nuestra resistencia está ya muy menguada. A mi alrededor todos presentan síntomas de emaciación; la moral es baja y reinan la dejadez y el mal humor, pero también la resignación y la tolerancia: en el fondo, todos sabemos que se trata de un estado pasajero, que cambiará con la primavera, que ya se anuncia en la ventana.» Se llevó la pluma a los labios y se quedó pensativo. Como si lo hubiera conjurado con sus palabras, el abatimiento que acababa de describir vino a alojarse en su ánimo. Tenía más cosas que decir, pero no encontraba la energía necesaria para hacerlo: la mera escritura se le antojaba ahora un esfuerzo superior a sus posibilidades. Concluyó la carta con una fórmula común a la que agregó, sin mucha convicción, la promesa de escribir de nuevo en unos días, firmó la carta, dobló el papel, lo introdujo en el sobre y escribió en él el nombre de su hijo y las señas de su antiguo domicilio conyugal.

Al salir a la calle para ir a la estafeta, donde se proponía hacerse sellar y certificar la carta, advirtió haber sido víctima de un engaño: el azul que había visto en la ventana de la pieza era sólo un mínimo fragmento del cielo, que se presentaba en general encapotado. La primavera que había augurado inminente en la carta, todavía tardaría semanas, si no meses, en llegar. La nieve, en la cual el invierno no había sido parco, se había convertido en charcos pútridos allí donde el sol la había logrado disolver; donde los rayos del sol no llegaban, todavía se veían unos ridículos promontorios ennegrecidos por la suciedad del aire. Sólo en un canal solitario, sobre una góndola cubierta de lona asfáltica, la nieve conservaba inexplicablemente su blancura original. El balanceo ocasional de la góndola hacía que se desprendiesen diminutas agujas de hielo del cable que la sujetaba a una bita de amarre. Entonces las agujas, alargadas y transparentes como lágrimas de una lámpara antigua, caían al agua silenciosamente. Fábregas sabía, por haberlo oído contar, que en la riba de aquel canal cierto caballero había sido muerto a traición por dos sicarios de un rival expeditivo, los cuales, hallándolo allí solo y desprevenido, lo pasaron de parte a parte con sus estoques. Esto había ocurrido dos siglos atrás, pero ahora, al pasar por aquel lugar apartado, al que la blancura de la nieve acumulada sobre la funda de la góndola confería por contraste cierta tenebrosidad, creía distinguir sombras de fuga y oír los gemidos de dolor y las súplicas tardías del caballero, a quien sus ejecutores, cumplida su misión, habían abandonado allí moribundo.

En la estafeta tuvo que hacer varias colas y cuando salió la tarde ya declinaba. El cielo, sin embargo, se había despejado de nubes. Después de todo, aquel fragmento de azul no había sido tan engañoso, pensó. Ahora estaba seguro de que la primavera no tardaría en llegar. Animado por esta convicción, desvió la ruta que llevaba y dirigió sus pasos a la plaza de San Marcos. La plaza estaba muy poco concurrida cuando desembocó en ella. Algunos turistas cabizbajos se apresuraban por los soportales. Al ver que se le acercaba una pareja de policías uniformados, un vagabundo que orinaba en un rincón se alejó andando de lado, sin dejar de orinar. Aunque no era hora de visita ni de culto, las puertas de la basílica estaban abiertas de par en par para permitir que un batallón de mujeres baldeara el suelo embarrado. Aprovechando esta ocasión rara, Fábregas entró en la basílica sin que ninguna de aquellas mujeres le diera el alto. Dentro había más equipos de limpieza. El color vivo de los cubos de plástico resultaba chocante en aquel lugar. Procurando no pisar los trozos recién fregados, Fábregas deambuló a sus anchas por la basílica vacía. Si alguien le hubiera hecho una observación, se habría ido sin rechistar, pero nadie parecía reparar en él. Durante casi una hora fue contemplando los mosaicos, las estatuas, las pinturas, los tesoros fabulosos, las flores marchitas, las vasijas selladas que contenían las reliquias de los santos de mayor renombre: visceras humanas obtenidas por medios que no excluían la extorsión y la violencia, traídas de todos los confines del mundo como botín de guerra. Y no sin razón, pensó. Los siglos habían ido dejando a su paso recuerdos funestos y estos residuos extravagantes, que los hombres habían querido identificar con lo bueno, lo glorioso y lo esperanzador. Y no sin razón, pensó nuevamente. De aquella historia aciaga de guerras, matanzas, asesinatos, torturas, hambre, epidemias, desastres naturales, odios y temores, había surgido aquella caterva enloquecida de fanáticos y demiurgos que ahora parecían mirarle desde las paredes, los techos, las hornacinas y los altares con expresión idiotizada. He de hacer llegar a mi hijo sin falta esta gran verdad, pensó mientras se dirigía a la calle.

Una vez en la plaza advirtió que ya era noche cerrada. Esto le sorprendió: no creía haber estado tanto tiempo en el interior de la basílica. Luego advirtió que en realidad no era tan tarde, sino que el cielo había vuelto a nublarse inopinadamente. Estos nubarrones, sin embargo, eran distintos de los que había visto disiparse un rato antes. Éstos eran nubarrones de tormenta: traerían lluvias torrenciales, pero también una subida de las temperaturas. A lo lejos resonó un trueno prolongado. Fábregas emprendió el camino de regreso a paso vivo. Apenas un mes antes un chaparrón como el que ahora se avecinaba había inundado dos habitaciones y les había llevado un esfuerzo enorme y dos jornadas enteras achicar el agua. Ahora quería asegurarse de que no iba a suceder una cosa parecida o, cuando menos, de que habían sido tomadas ciertas precauciones para ello. Cuando llegó ante la puerta caían los primeros goterones.

Ya dentro oyó un lloriqueo intermitente y se dirigió a la habitación de donde procedía aquél con la esperanza de encontrarla allí, pero junto a la cuna sólo estaba Charlie, que trataba en vano de tranquilizar al niño.

– Los truenos han debido de despertarle -dijo Charlie.

Llevaba un pantalón de franela muy raído y una camiseta gris en cuya parte delantera se leía: UNIVERSITY OF BALTIMORE, Baltimore, Md. La habitación, caldeada por un convector y apenas ventilada, olía intensamente a leche agria y a agua de colonia. Fábregas rozó con la palma de la mano la frente del niño, y habiéndose cerciorado de que no estaba caliente, meció un poco la cuna y le dijo a Charlie que se fuera a descansar.