– No estoy cansado -respondió aquél-. Vete tú; yo me quedaré aquí todavía un ratito.
Los acontecimientos de los últimos meses habían cambiado a Charlie: ahora una actitud responsable y directa había sustituido a su antigua solicitud empalagosa e improductiva. Fábregas salió de la habitación sin decir nada. Por contraste con la habitación que acababa de abandonar, el corredor y los salones del palacio le parecieron aún más fríos. Las reparaciones efectuadas habían impedido un deterioro irreparable del edificio, pero habría hecho falta un desembolso muy superior para hacerlo mínimamente confortable y Fábregas no disponía de tanto. En realidad, ya no disponía de nada. Había llegado a un acuerdo con los dueños de su antigua empresa, en virtud del cual renunciaba a los emolumentos mensuales que le habían sido asignados en su día a cambio de un tanto alzado que saldaba en forma definitiva su relación con la empresa familiar. No le había costado nada llegar a este acuerdo con los nuevos dueños de ésta que así, mediante una suma relativamente modesta, se veían libres de un gasto pequeño pero recurrente que afeaba los balances y exigía explicaciones engorrosas. Con aquel dinero había adecentado un poco el palacio de los Dolabella y, consciente de que a partir de entonces tanto éstos como él mismo habrían de ganarse la vida de algún modo, había destinado una parte sustancial de la inversión a convertir las estancias del palacio que daban a la plaza en una tienda abierta al público. Al principio este proyecto había chocado con la oposición de la familia Dolabella, que lo consideraba indigno de su nombre y aun vejatorio, pero él había porfiado hasta vencer una resistencia con la que, por lo demás, ya contaba y contra la que iba equipado de argumentos incontestables. El capital de que disponían, les había dicho, no permitía iniciar otro tipo de negocio y no parecía factible que ninguno de ellos obtuviera un trabajo decorosamente remunerado en poco tiempo. Por otra parte, aunque reconocía haber vivido en un estado de obnubilación perpetua desde que había llegado a Venecia hasta entonces, su instinto comercial de catalán no había estado enteramente inactivo en todo aquel tiempo y ahora, serenado su ánimo, se hacía cargo de las posibilidades infinitas que ofrecía una ciudad tan concurrida como aquélla, había añadido. Naturalmente, no ignoraba la competencia numerosísima a que habrían de hacer frente, había dicho acto seguido adelantándose a las objeciones que sus interlocutores se disponían a hacerle, pero estaba persuadido de que con imaginación, tesón y flexibilidad podrían salir adelante. La idea había entusiasmado pronto a Charlie, que ya se veía a sí mismo detrás de un mostrador, departiendo con una clientela distinguida, pero no así a su mujer, la cual, sin embargo, ofreció una resistencia meramente formaclass="underline" en el fondo sabía que su futuro y el de los suyos dependían de Fábregas. Después de hacer algunos aspavientos y de murmurar como para sí que los huesos de sus antepasados se revolverían en sus tumbas, acabó dando su conformidad al proyecto y previniendo a todos de que su mala salud no le permitiría en ningún caso aportar su colaboración a él. En aquella ocasión Fábregas le había replicado, medio en serio, medio en broma, que apenas se viera al frente de un negocio pujante de seguro le volverían los bríos y las ganas de vivir y que estaba dispuesto a apostar con ella cualquier cosa a que así sería, a lo que ella había respondido, moviendo la cabeza tristemente, que mucho temía no llegar siquiera al día en que, finalizadas las obras, la tienda abriera sus puertas. Por supuesto, nadie había hecho el menor caso de esta profecía que, sin embargo, resultó cierta: a finales de enero, con gran extrañeza de todos, y muy en especial del doctor Pimpom, la enfermedad que ella siempre había pretendido tener se agravó de un modo alarmante. Trasladada de inmediato al hospital, los médicos que la reconocieron coincidieron en calificar su mal de irreversible. Entonces comprendieron que el fingimiento de todos aquellos años había sido un intento descabellado pero eficaz de ocultar a los ojos de los demás y de negarse a sí misma la existencia de una enfermedad acerca de la cual ella nunca había abrigado dudas en su fuero interno. En el hospital, enfrentada a lo que habían de ser sus últimas horas, depuso la actitud plañidera de siempre y adquirió una serenidad inimaginable para quienes habían estado padeciendo su monserga durante tanto tiempo. Ya con las fuerzas muy menguadas, había pedido que le llevaran a su nieto, al que hasta entonces se había negado a ver y al que siempre se había referido con el calificativo de bastardo. En esta ocasión, Fábregas, dejando a Charlie a la cabecera de la enferma y aunque nevaba copiosamente, había acudido al palacio en busca de María Clara, que permanecía allí al cuidado del bebé. Entre los dos lo habían abrigado con todas las prendas de invierno que componían su escasísimo ajuar, lo habían envuelto en dos mantas y lo habían llevado al hospital en una góndola que avanzaba con lentitud exasperante bajo la nieve. Una vez en el hospital, la enferma había examinado a su nieto detenidamente y luego, como el pequeño hubiera roto a llorar, había pedido a los presentes que la dejaran sola y había vuelto la cara hacia la pared para que nadie viera las lágrimas correr por sus mejillas. Esa misma noche murió. Unos individuos la vistieron con un hábito de monja y la colocaron en un ataúd acolchado, con la cabeza reclinada en un almohadón de encaje; en las manos le anudaron un rosario de cuentas de plata. Luego le pintaron las uñas, la peinaron y le empolvaron la cara. El funeral y el entierro se efectuaron dos días más tarde. Había cesado de nevar y brillaba el sol en un cielo limpio, de un azul pálido y frío. Para evitar que a las exequias acudiera la gente en cumplimiento de una obligación social tan molesta como inexcusable, Charlie, María Clara y Fábregas, de común acuerdo, optaron por no difundir la noticia de su celebración. Al cementerio sólo habían ido ellos y el doctor Pimpom, con mucho el más afectado por el suceso; viéndole se habría dicho que le habían caído de golpe veinte años encima. Sobre las causas del fallecimiento, ningún médico se quiso pronunciar abiertamente. Varias posibilidades fueron invocadas, pero, descartada la autopsia por voluntad de la familia, quedó para siempre sin determinar la naturaleza exacta de aquella enfermedad larga e inverosímil. En los quince días siguientes al entierro el palacio se vio invadido a todas horas por las visitas de pésame. Era patente que todos se esforzaban por decir algo bueno de la difunta, pero que los elogios no acudían con facilidad a los labios de nadie. Por el contrario, la desaparición de la enferma alivió la atmósfera de pesadumbre que había estado ensombreciendo el palacio a todas horas. Donde antes sólo se oían lamentos y reconvenciones, resonaban ahora el llanto de un recién nacido y las voces, juramentos y canciones de los albañiles, fontaneros, carpinteros, yeseros, estucadores y pintores que, ajenos al drama que acababa de producirse en el edificio, proseguían sus trabajos de rehabilitación. La presencia absorbente del niño hizo que tanto Charlie como María Clara pudieran dedicar muy poco tiempo al duelo. Ahora habían pasado ya dos meses de aquellos hechos luctuosos y las obras estaban terminadas, al menos en su fase inicial. Más adelante, si el negocio que estaban a punto de emprender resultaba próspero, instalarían un buen sistema de calefacción y restaurarían alguno de los salones, pensaba Fábregas. Ahora, sin embargo, la tienda acaparaba toda su atención. Para abrirla al público sólo faltaba que llegaran algunas mercancías cuya entrega se retrasaba sin causa aparente. Aquella misma tarde María Clara había acudido a las oficinas de la empresa transportista para protestar una vez más por aquel retraso injustificado que les ocasionaba a ellos una pérdida cierta. Quiera Dios que no le haya pillado el aguacero en plena calle, se dijo Fábregas oyendo repicar la lluvia en los cristales. Pensaba, no sin razón, que el nacimiento del niño, la crianza de éste, la muerte de su madre, el trastorno de las obras y la incertidumbre con que ahora se enfrentaban juntos al futuro por fuerza debían de haber mermado mucho sus defensas y hecho de ella presa fácil de cualquier enfermedad. Este pensamiento le hizo estremecer. Oyó el ruido de la puerta de entrada y sintió una corriente de aire húmedo recorrer los pasillos. En dos zancadas ganó el vestíbulo: allí la encontró, frágil, pálida y ojerosa, pero sana y salva.