– ¿Te has mojado?, ¿has pasado frío?, ¿estás bien? -le preguntó abrazándola y palpando su cabello, misteriosamente seco.
La inquietud exagerada que traslucían sus gestos y sus palabras hicieron aflorar una sonrisa en los labios de ella.
– Siempre me estás diciendo que sea precavida y, ya ves, previ la lluvia y salí de casa bien provista -dijo señalando con un gesto el chubasquero de charol negro que goteaba colgado de un gancho de la pared.
– El niño está bien -dijo Fábregas-. Ha pasado buena tarde, sin fiebre y sin moquitos. Los truenos lo han despertado, pero hace rato que no lo oigo; se habrá vuelto a dormir. Tu padre está con él.
– Ah -contestó ella con una mezcla de indiferencia y fastidio en la voz, como si juzgase aquella información que no había solicitado algo inútil, excesivo y oficioso. Él no se ofendió. Sabía que esta actitud era fingida: una frialdad pretendida que encubría las tribulaciones de la maternidad y la inseguridad de su propia situación. A diferencia de Charlie, que dedicaba todas las horas del día y de la noche a su nieto, en quien ahora cifraba sin disimulo su orgullo y su razón de ser, María Clara había preferido poner su entusiasmo al servicio del negocio en ciernes. Sólo parecían importarle los asuntos que concernían de algún modo a la tienda y a sus proveedores.
– ¿Qué te han dicho en la agencia? -le preguntó Fábregas.
– Lo de siempre: que la culpa no es suya. ¡Menudos mangantes! Tendrías que oír lo que les he dicho -respondió ella con las mejillas arreboladas por la indignación.
Y empezó a referirle de manera pormenorizada la escaramuza que acababa de mantener en la agencia. Fábregas la escuchaba sólo a medias. Sabía de sobras que luego, a altas horas de la noche, cuando lo creyera dormido, ella se levantaría con sigilo de la cama, se echaría la bata de él sobre los hombros, buscaría a tientas las zapatillas y saldría de la alcoba sin encender la luz. Él fingiría no enterarse de esta incursión clandestina a la cuna. ¡Cuánto la amo!, pensaba en estas ocasiones. Y recordaba con rubor la pasión enfebrecida que ella le había suscitado en el mismo instante en que el azar los había puesto frente a frente. Ahora comprendía que aquélla había sido una pasión estúpida y egoísta, para librarse de la cual había sido preciso un año entero de suplicio, obstinación y tropiezos. De esta prueba había salido triunfante, aunque no ileso. Ahora se sentía feliz sin reservas y en su fuero interno no lamentaba aquellos meses de transición. Ella también había bebido, como él, el agua amarga de la prueba y se había granjeado el derecho a vivir con sus dudas y temores sin injerencia de nadie. Por este motivo ahora, cuando ella acudiera en aquellas horas de angustia que preceden al alba y que él conocía mejor que nadie a cerciorarse de que a su hijo no le había sucedido nada malo, él callaría y fingiría dormir: para no revelarle que también él pasaba buen parte de la noche en vela.
Le despertó un chillido lastimero y sólo cuando estuvo en pie acertó a descifrar su procedencia. Había estado soñando y el graznido de una gaviota se había venido a mezclar con las angustias del sueño. A tientas se puso la bata y las zapatillas y salió del dormitorio. Después de verificar que el niño respiraba pausadamente fue al gabinete donde Charlie había tenido en otro tiempo sus archivadores, se asomó a la ventana y dejó vagar la mirada por la plaza iluminada por la luna, que ahora brillaba en un cielo nítido y sereno. Eran solamente las dos y media, pero sabía que ya no volvería a conciliar el sueño hasta el amanecer. Con todo, ahora tenía cosas en que pensar y la perspectiva de pasar aquellas horas a solas consigo mismo no le producía el menor desasosiego. También tenía para sí el paisaje de aquella isla inaudita, finalmente conquistada. Contempló las torres y las cúpulas, linternas y chapiteles iluminados por la luz de la luna. Mañana será otro día, pensó. En la plaza había un individuo que caminaba con pasos cortos y metódicos, como si fuera a sus cosas sin importarle lo intempestivo de la hora. En las manos llevaba lo que de lejos parecía una radio de transistores. En el otro extremo de la plaza hizo su aparición un grupo reducido que Fábregas reconoció de inmediato; eran los tres maleantes que mucho tiempo atrás la habían tomado con éclass="underline" el joven atildado, el gigante y la chica tontiloca a la que éste seguía llevando sujeta por un ronzal. Ahora toda aquella gente, el caminante desconocido y el trío intranquilizador, pertenecían a sus ojos a un mundo antiguo y distante; su presencia en la plaza se le antojaba irreal. El caminante seguía andando sin aminorar el ritmo de sus pasos. Al cruzarse con el trío, sus integrantes se le interpusieron. El caminante se detuvo y entre el joven atildado y él mediaron palabras. En un momento dado el joven atildado señaló a la chica sujeta por el ronzal y el desconocido ladeó la cabeza e hizo ademanes vehementes. El joven atildado se hizo a un lado, como para dejar pasar al desconocido, que reemprendió la marcha. Antes de que estuviera fuera de su alcance, el joven atildado tocó en la espalda al caminante y éste, pese a que el gesto había tenido en apariencia más de amistoso que de hostil, dobló las rodillas, dejó caer la radio de transistores y apoyó las palmas de las manos en el suelo para no dar de bruces en él. El joven atildado levantó el brazo. Ahora la hoja de un arma blanca centelleaba a la luz de la luna. El desconocido huía a cuatro patas, de un modo grotesco. No tardó en caer de nuevo y el joven atildado se puso a su lado en dos zancadas. Cuando intentaba incorporarse le clavó el puñal en el cuello. Dejándolo tendido en el suelo, el trío prosiguió su camino. No había nada de feroz o sanguinario en aquella escena breve; todo había sido hecho de un modo escueto y deliberado, sin arbitrariedad ni ensañamiento. Probablemente un ajuste de cuentas, pensó Fábregas, cosa de todos los días. Descolgó el teléfono con ánimo de dar parte de lo sucedido a la policía, pero el teléfono, de resultas de las obras efectuadas en el palacio, no funcionaba. Colgó el auricular y volvió a la ventana. En la plaza seguía el cuerpo exánime del desconocido, al que ahora se aproximaban con cautela unas palomas. Bien poco se podía hacer por él, pensó. Por lo demás, si acudo junto al cadáver, ¿quién me garantiza que los asesinos no estén apostados y no caigan sobre mí?, se dijo. Mañana me presentarémotu propio a la policía, se dijo, aunque de bien poco ha de valer el testimonio de un extranjero sin oficio ni beneficio que a su vez ha sido detenido por perturbar el orden público con sus gansadas. En el fondo,
¿qué se me da a mí lo que ocurre de puertas afuera?, pensó. La lejanía parecía exculparle de toda obligación.
No obstante la bata de lana que llevaba, sintió el frío calarle los huesos. Si sigo aquí un minuto más, mañana estaré de fijo a cuarenta de fiebre, se dijo. No le seducía la perspectiva de meterse en la cama y permanecer allí varias horas despierto, a oscuras e inmóvil para no alterar el descanso de ella, pero ahora no podía permitirse el lujo de caer enfermo ni la destemplanza que reinaba en el palacio ofrecía otra posibilidad que aquélla, de modo que reemprendió parsimoniosamente el regreso al dormitorio, aunque no por el camino más corto. En la sala de recepciones se detuvo: los espejos sin azogue le mostraron desde todos los ángulos su propia figura. Perdido en medio de aquel espacio desolado e iluminado por la luz fría de la luna parecía un personaje de sus propias fantasías. Quizá lo que me ocurre en realidad es esto: que toda mi vida he sido un soñador, pensó.