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– Venga -dijo ella.

Bajaron hacia el pueblo y antes de llegar a él tomaron una desviación que los condujo a una rada. Allí había una casa idéntica a las que acababan de ver, pero sin duda habitada, porque salía humo de la chimenea y unas sábanas se oreaban al sol en el patio. En el agua se balanceaba una lancha amarrada a una boya diminuta de color naranja. Cuando estaban muy cerca de la casa, vieron salir de ella a una mujer en bata y delantal, que llevaba un estropajo en una mano y un rollo de papel de cocina en la otra. La mujer se puso a gritar y a conminarles por gestos a que no siguieran avanzando. Fábregas se detuvo en seco, por instinto, como si hubiese salido a su encuentro un perro guardián, pero luego, viendo que María Clara no se dejaba intimidar por los aspavientos y amonestaciones de la mujer, apretó el paso y ambos entraron codo con codo en el patio. Para entonces la mujer ya debía de haber identificado a María Clara, porque había depuesto su actitud, aunque no variado la expresión huraña del semblante. Debía de frisar los cuarenta años y tenía el pelo negro, las facciones regulares y la dentadura blanquísima y algo protuberante. Cuando miraba de frente no se notaba nada inusual en sus ojos, pero cuando trataba de mirar de soslayo, una de las pupilas se quedaba quieta mientras la otra se desplazaba hacia la sien; entonces se advertía que era tuerta o estrábica. Antes de intercambiar saludos con los recién llegados les dijo que el restaurante todavía no estaba abierto, que precisamente en esos días lo estaban poniendo a punto para la temporada estival que se iniciaría en breve. Al decir esto levantaba las manos y mostraba el estropajo y el papel. Fuera de temporada, les dijo, el restaurante permanecía cerrado y ella, su marido, su madre y sus hijos, vivían en Mestre. Era evidente que estas explicaciones iban dirigidas a Fábregas, puesto que la mujer y María Clara parecían conocerse de antiguo. Sin duda ha traído aquí a otras personas, pensó él. La mujer siguió diciendo que, a pesar de lo que acababa de contarles y si estaban dispuestos a conformarse con algo sencillo, les servirían de comer. Fábregas y María Clara pasaron a otro patio, cubierto por un toldo de cañas, que daba a la rada. De la casa salió un hombre bajo y musculoso acarreando una mesa de madera, que colocó ruidosamente en el centro del patio. Luego saludó a María Clara con efusividad y ella le presentó a Fábregas, cuya mano estrujó y zarandeó. Dijo ser yugoslavo y llevar muchos años en Venecia, dedicado al negocio de la hostelería. En realidad el negocio consistía únicamente en aquel restaurante, que explotaba con su familia durante tres o cuatro meses al año.

– Los millonarios que vienen en sus yates se matan por comer lo que les sirvo -dijo con una mezcla de orgullo e ironía.

– Y lo que sirve, ¿lo pesca usted mismo? -preguntó Fábregas.

– No, qué va. Lo compro en el mercado -dijo el yugoslavo-, pero ellos no lo saben. Si lo preguntan, les digo la verdad; si no, les dejo que piensen lo que quieran. No sé qué se creen. Mire, ahora la rada está desierta, ¿ve? -añadió señalando el agua-; sólo aquella barquita, que es la nuestra. Bueno, pues si vuelven ustedes dentro de quince días verán los yates haciendo cola para entrar en la rada. Hasta cuarenta palos he llegado yo a contar en un solo día del mes de julio. Lo que le digo: para darles de comer a todos me haría falta una flota pesquera.

Mientras hablaban la mujer había servido la mesa. En lugar de mantel y servilletas les puso varias hojas del papel de cocina que llevaba en la mano poco antes, cuando salió a su encuentro. Los platos eran de una loza basta y desportillada. Fábregas insistió en sentarse de espaldas al agua, a pesar de las protestas de María Clara, que quería cederle el lugar preferente, de cara al mar. Por último Fábregas ganó la batalla pretextando que le molestaba el centelleo del sol en el agua. Ahora el rostro de él quedaba a oscuras y su silueta, nimbada por la claridad de la rada; en cambio, el rostro de ella recibía los puntos y rayas de sol que dejaba filtrar el entramado de cañas. Como la vez anterior, en el curso de la comida sólo intercambiaron frases breves y triviales, pero al llegar al postre, Fábregas, viendo que María Clara parecía absorta y presa de la melancolía, le dijo:

– El otro día hablé más de la cuenta; es justo que hoy sea usted quien me cuente su vida. Le recuerdo que me prometió hacerlo.

– Ah -respondió ella-. Mi vida no tiene mucho interés.

– No le pido una historia pormenorizada. Dígame sólo lo que la tiene tan preocupada en este mismo instante -dijo él.

Ella le miró fijamente unos segundos, con desconfianza, pero luego, como si hubiera venido de repente en su ayuda una idea tranquilizadora, esbozó una sonrisa.

– Casi prefiero darle cuenta de mi vida -dijo; y acto seguido, tras una pausa destinada aparentemente a poner en orden los datos que se disponía a proporcionarle, empezó su relato confirmando lo que le había dicho en su encuentro anterior, esto es, que era veneciana sólo en parte, no obstante la idea que él parecía haberse formado al respecto.

– ¿Y cómo sabe usted qué idea me he formado respecto de esto o de cualquier otra cosa? -dijo él.

– Ay, vaya, ¡pero si desde el primer momento me ha venido tratando como si yo fuera el símbolo viviente de esta ciudad! -replicó ella-. A veces pienso que incluso me considera responsable de todos los contratiempos que le han sucedido desde que llegó.

Fábregas buscó una respuesta ingeniosa a esta acusación, pero comprendió en seguida que tal cosa desviaría el diálogo hacia otros derroteros y prefirió aceptarla con afable humildad.

– Me confieso culpable, pero le prohíbo hablar de mí hasta que haya terminado de disipar este velo de misterio que la envuelve -dijo.

Ella se rió por primera vez en el transcurso de aquel día.

– ¿Misterio?… ¡pobre de mí! -exclamó visiblemente halagada.

Mientras hablaban se habían ido acercando a la mesa tres gaviotas de gran tamaño; su falta de recelo ante la presencia humana rayaba en la altanería. María Clara les arrojó los restos del pescado que habían comido. Al instante acudieron unos mirlos, que se posaron a una distancia prudencial, a la espera de que las gaviotas sufrieran una distracción. Pero las gaviotas acabaron con todo parsimoniosamente y permanecieron luego a la expectativa.

– ¿Ve lo que ha hecho? -dijo Fábregas-. Ahora ya no nos las quitaremos de encima en todo el día.

– ¿De veras quiere que le cuente mi vida? -dijo ella.

– Si vuelvo a interrumpirla, le dejo que imponga el castigo que usted elija -dijo él.

VIII

María Clara empezó a relatar su historia diciendo que su apellido, por si él lo ignoraba todavía, era Dolabella. Este apellido, bastante común en aquella zona, la emparentaba, según había oído contar miles de veces a su familia, con Tommaso Dolabella, un pintor veneciano de principios del siglo XVII bastante reputado en su tiempo, pero casi olvidado en la actualidad, ensombrecida su fama por la de los grandes maestros venecianos: Tiziano, Tintoretto y Tiépolo. En el propio Palacio Ducal, sin ir más lejos, podía verse una obra de Tommaso Dolabella tituladaEl Dux y los procuradores adorando la Hostia. Todo esto, agregó de inmediato, no lo contaba para envanecerse tontamente de un antepasado célebre, sino porque de aquel pintor arrancaba precisamente la historia de su familia. En efecto, en un momento de su vida, Tommaso Dolabella, por razones que ella nunca llegó a conocer, emigró a Cracovia, a la sazón una ciudad floreciente. Allí murió el año 1650. Luego los a va tares de la historia habían empujado a uno de sus descendientes a emigrar, como tantos polacos, a los Estados Unidos, donde sucesivas generaciones de Dolabellas habían de conseguir amasar una pequeña fortuna primero y perderla luego. Finalmente, el padre de María