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Aquella maana, 26 de marzo, despus del alba, Nab se encamin de nuevo hacia la costa en direccin norte, volviendo al sitio donde el mar, sin duda, haba cubierto al infortunado Smith.

El almuerzo de ese da se compuso nicamente de huevos de paloma y de litodomos. Harbert haba encontrado sal en los huecos de las rocas formada por evaporacin, y aquella sustancia mineral vino muy a propsito.

Terminado el almuerzo, Pencroff pregunt al periodista si quera acompaarle al bosque donde Harbert y l iban a intentar cazar; pero, reflexionando despus, convinieron en que era necesario que alguien se quedara para alimentar el fuego, y para el caso, muy probable, de que Nab necesitara ayuda. Se qued el corresponsal en las Chimeneas.

-Vamos de caza, Harbert -dijo el marino-. Encontraremos municiones en nuestro camino y cortaremos nuestro fusil en el bosque.

Pero, en el momento de partir, Harbert observ que, ya que les faltaba la yesca, sera preciso reemplazarla por otra sustancia.

-Cul? -pregunt Pencroff.

-Trapo quemado -contest el joven-. Esto puede, en caso de necesidad, servir de yesca.

El marino encontr sensato el aviso. No tena ms inconveniente que el de necesitar el sacrificio de un pedazo de pauelo. Sin embargo, la cosa vala la pena, y el pauelo de grandes cuadros de Pencroff qued en breve reducido por una parte al -estado de trapo medio quemado. Aquella materia inflamable fue puesta en la habitacin central, en el fondo de una pequea cavidad de la roca al abrigo de toda corriente y de toda humedad.

Eran las nueve de la maana; el tiempo se presentaba amenazador y la brisa soplaba del sudoeste. Harbert y Pencroff doblaron el ngulo de las Chimeneas, no sin haber lanzado una mirada hacia el humo que sala de la roca; despus subieron por la orilla izquierda del ro.

Al llegar al bosque, Pencroff cort del primer rbol dos slidas ramas, que transform en rebenques, y cuyas puntas afil Harbert sobre una roca. Qu no hubieran dado por tener un cuchillo!

Despus, los dos cazadores avanzaron entre las altas hierbas, siguiendo la orilla del ro. A partir del recodo que torca su curso en el sudoeste, el ro se estrechaba poco a poco y sus orillas formaban un lecho muy encajonado, cubierto por el doble arco de rboles. Pencroff, para no extraviarse, resolvi seguir el curso de agua que le haba de llevar al punto de partida; pero la orilla no dejaba paso sin presentar algunos obstculos; aqu, rboles cuyas ramas flexibles se doblaban hasta el nivel de la corriente; all, bejucos o espinos que era preciso cortar a bastonazos. Con frecuencia, Harbert se introduca entre los troncos rotos, con la presteza de un gato, y desapareca en la espesura. Pero Pencroff le llamaba pronto, rogndole que no se alejara.

Entretanto el marino observaba con atencin la disposicin y la naturaleza de los lugares. Sobre aquella orilla izquierda el suelo era llano y remontaba insensiblemente hacia el interior. Algunas veces se presentaba hmedo y tomaba entonces una apariencia pantanosa. Los cazadores sentan bajo sus pies como una red subyacente de estratos lquidos, que, por algn conducto subterrneo, deban desembocar en el ro. Otras veces un arroyuelo corra a travs de la espesura, arroyuelo que atravesaban sin gran esfuerzo. La orilla opuesta pareca ser ms quebrada, y el valle, cuyo fondo ocupaba el ro, se dibujaba en ella ms claramente. La colina, cubierta de rboles dispuestos como en anfiteatro, formaba una cortina que interceptaba la mirada. En aquella orilla derecha la marcha hubiera sido difcil, ya que los declives bajaban bruscamente, y los rboles, curvados sobre el agua, no se mantenan sino por la fuerza de sus races.

Intil es aadir que aquel bosque, como la costa ya recorrida, estaba virgen de toda huella humana. Pencroff no observ ms que huellas de cuadrpedos, seales recientes de animales, cuya especie no poda reconocer. Ciertamente, y sta fue la opinin de Harbert, algunas de estas huellas eran de grandes fieras, con las cuales habra que contar; pero en ninguna parte se vea seal de un hacha sobre un tronco de rbol, ni los restos de un fuego extinguido, ni la marca de un pico; de lo cual deba felicitarse quiz, porque en aquella tierra, en pleno Pacfico, la presencia del hombre hubiera sido quiz ms de temer que de desear.

Harbert y Pencroff apenas hablaban, porque las dificultades del camino eran grandes y avanzaban lentamente, as que al cabo de una hora de marcha haban recorrido apenas una milla. Hasta entonces la caza no haba dado resultado. Sin embargo, algunos pjaros cantaban y revoloteaban entre las ramas y se mostraban muy asustadizos, como si el hombre les hubiera inspirado un justo temor. Entre otros voltiles, Harbert seal, en una parte pantanosa del bosque, un pjaro de pico agudo y largo, que se pareca anatmicamente a un martn pescador; sin embargo, se distingua de este ltimo por su largo plumaje bastante spero, revestido de un brillo metlico.

-Debe ser un jacamara -dijo Harbert, tratando de acercarse al animal hasta ponerla al alcance del palo.

-Buena ocasin de probar el jacamara -contest el marino-, si ese pjaro se dejara asar!

En aquel momento, una piedra, diestra y vigorosamente lanzada por el joven, hiri al pjaro en el nacimiento del ala; pero el golpe no fue suficiente, pues el jacamara huy con toda la ligereza de sus patas y desapareci.

-Qu torpe soy! -exclam Harbert.

-No, no, muchacho! -contest el marino-. El golpe ha sido bien dirigido y ms de uno hubiera errado al pjaro. Vamos, no te desanimes! Ya lo cazaremos otro da!

La exploracin continu. A medida que los cazadores avanzaban, los rboles, ms espaciados, eran magnficos, pero ninguno produca frutos comestibles. Pencroff buscaba en vano algunas palmeras que se prestan a tantos usos en la vida domstica, y cuya presencia ha sido sealada hasta el paralelo cuarenta en el hemisferio boreal y hasta en el treinta y cinco solamente en el hemisferio austral. Pero el bosque no se compona ms que de conferas como los deodaras, las duglasias, semejantes a las que crecen en la costa nordeste de Amrica, y abetos admirables, que medan ciento cincuenta pies de altura.

En aquel momento, una bandada de aves pequeas, de un hermoso plumaje y cola larga y cambiante, sali entre las ramas, sembrando sus plumas, dbilmente adheridas, que cubrieron el suelo de fino velln. Harbert recogi algunas plumas y despus de haberlas examinado dijo:

-Son curucs.

-Yo preferira una gallina de Guinea o un pato -aadi Pencroff-; pero, en fin, son buenos para comer?

-Son buenos y su carne es muy delicada -contest Harbert-. Por otra parte, si no me equivoco, es fcil acercarse a ellos y matarlos a bastonazos.

El marino y el joven, deslizndose entre las hierbas, llegaron al pie de un rbol cuyas ramas ms bajas estaban cubiertas de pajaritos. Los curucs esperaban el paso de los insectos de que se alimentaban. Se vean sus patas emplumadas agarradas fuertemente a las ramitas que les servan de apoyo.

Los cazadores se enderezaron entonces y, maniobrando con sus palos como una hoz, rasaron filas enteras de curucs, que, no pensando en volar, se dejaron abatir estpidamente. Un centenar yaca en el suelo, cuando los otros huyeron.

-Bien -dijo Pencroff-, he aqu una caza hecha a propsito para cazadores como nosotros. Se podran coger con la mano!

El marino ensart los curucs, como cogujadas, en una varita flexible, y continuaron la exploracin. Observaron entonces que el curso del agua se redondeaba ligeramente, como formando un corchete hacia el sur, pero aquel redondeo no se prolongaba verdaderamente, porque el ro deba tomar su origen en la montaa y alimentarse del derretimiento de las nieves que tapizaban las laderas del cono central.