El objeto particular de aquella excursi�n era, como ya se sabe, procurar a los hu�spedes de las Chimeneas la mayor cantidad posible de caza. No se pod�a decir que se hubiera conseguido; por eso el marino prosegu�a activamente sus pesquisas y maldec�a, cuando alg�n animal, que no hab�a tiempo siquiera de reconocer, hu�a entre las altas hierbas. � Si al menos hubiera tenido al perro Top! �Pero el perro Top hab�a desaparecido al mismo tiempo que su amo y probablemente perecido con �l!
Hacia las tres de la tarde entrevieron nuevas bandadas de p�jaros a trav�s de ciertos �rboles, cuyas bayas arom�ticas picoteaban, entre otras, las del enebro. De pronto, un verdadero trompeteo reson� en el bosque. Aquellos extra�os y sonoros sonidos eran producidos por esas gallin�ceas llamadas tetraos. En breve se vieron algunas parejas de plumaje variado entre leonado y pardo y con la cola parda. Harbert reconoci� los machos en las alas puntiagudas, formadas por las plumas levantadas de su cuello. Pencroff juzg� indispensable apoderarse de una; eran tan grandes como una gallina, y cuya carne equivale a la de estas aves; pero era dif�cil, porque no les dejaban acercar. Despu�s de varias tentativas infructuosas, que no tuvieron otro resultado que asustar a los tetraos, el marino dijo al joven:
-�Ya que no se les puede matar al vuelo, ser� preciso probar pescando con ca�a.
-��Como una carpa? -exclam� Harbert, sorprendido de la proposici�n.
-�Como una carpa -contest� gravemente el marino.
Pencroff hab�a encontrado en las hierbas media docena de nidos de tetraos, y en cada uno, dos o tres huevos. Tuvo buen cuidado de no tocar aquellos nidos a los cuales sus propietarios no tardar�an en volver. Alrededor de ellos imagin� tender sus varas, no con lazo, sino con anzuelo. Llev� a Harbert a alguna distancia de los nidos y all� prepararon sus aparatos singulares con el cuidado que hubiera tenido un disc�pulo de Isaac Walton.1 Harbert segu�a aquel trabajo con un inter�s f�cil de comprender, dudando de su resultado. Hicieron las ca�as de bejucos atados unos con otros, y de quince a veinte pies de longitud. Pencroff at� a los extremos de estas ca�as, a guisa de anzuelo, gruesas y muy fuertes espinas, de punta encorvada, que le proporcionaron unas acacias enanas; y le sirvieron de cebo unos gruesos gusanos rojos que encontr�
1 C�lebre autor de un tratado sobre la pesca de ca�a. en el suelo.
Hecho esto, Pencroff, pasando entre las hierbas y procurando ocultarse, coloc� el extremo de sus varitas armadas de anzuelos cerca de los nidos de tetraos, y asiendo el otro extremo se puso en acecho con Harbert detr�s de un �rbol corpulento. Ambos esperaron pacientemente, pero Harbert no contaba con el �xito del invento de Pencroff.
Una media hora larga transcurri�, y, como hab�a previsto el marino, volvieron a sus nidos varias parejas de tetraos. Saltaban picoteando el suelo y no presintiendo de ning�n modo la presencia de cazadores, que, por otra parte, hab�an tenido buen cuidado de ponerse a sotavento de las gallin�ceas.
El joven se sinti� en aquel momento vivamente interesado. Retuvo el aliento, y Pencroff, con los ojos desencajados, la boca muy abierta y los labios avanzados como si fuera a comer un pedazo de tetrao, apenas respiraba.
Entretanto, las gallin�ceas se paseaban entre los anzuelos, sin preocuparse de ellos. Pencroff entonces dio peque�as sacudidas que agitaron los gusanos, como si estuvieran vivos.
Seguramente en aquel momento el marino experimentaba una emoci�n m�s fuerte que la del pescador de ca�a, que no ve venir su presa a trav�s de las aguas.
Las sacudidas llamaron pronto la atenci�n de las gallin�ceas, que mordieron los anzuelos.
Tres tetraos, muy voraces, sin duda, tragaron a la vez el cebo y el anzuelo. De pronto, Pencroff dio un tir�n seco a su aparato, y el aleteo de las aves le indic� que hab�an sido cazadas.
-��Hurra! -exclam� precipit�ndose hacia su caza, de la que se apoder�.
Harbert aplaudi�. Era la primera vez que ve�a cazar p�jaros con ca�a y anzuelo; pero el marino, muy modesto, afirm� que no era la primera vez que lo hac�a, y que, por otra parte, no ten�a el m�rito de la invenci�n.
-�En todo caso -a�adi�-, en la situaci�n en que nos encontramos, debemos esperar otros inventos m�s importantes.
Los tetraos fueron atados por las patas y Pencroff, contento de no volver con las manos vac�as, y viendo que el d�a empezaba a declinar, juzg� conveniente volver a su morada.
La direcci�n que hab�an de seguir estaba indicada por el r�o; no hab�a m�s que seguir su curso, y hacia las seis de la tarde, bastante cansados de su excursi�n, Harbert y Pencroff entraban en las Chimeneas.
7. No vuelve Nab y tienen que seguir a Top
Gede�n Spilett, inm�vil, con los brazos cruzados, estaba en la playa, mirando el mar, cuyo horizonte se confund�a al este con una gran nube negra que sub�a r�pidamente hacia el cenit. El viento era fuerte y refrescaba a medida que declinaba el d�a. Todo el cielo ten�a mal aspecto y los primeros s�ntomas de una borrasca se manifestaban.
Harbert entr� en las Chimeneas y Pencroff se dirigi� hacia el corresponsal. Este estaba muy absorto y no lo vio llegar.
-�Vamos a tener una mala noche, se�or Spilett -dijo el marino-. Lluvia y viento suficientes para alegrar a los petreles.
El periodista, volvi�ndose, vio a Pencroff, y sus primeras palabras fueron las siguientes:
-��A qu� distancia de la costa cree usted que la barquilla recibi� el golpe de mar que se ha llevado a nuestro compa�ero?
El marino, que no esperaba esta pregunta, reflexion� un instante y contest�:
-�A dos cables, al m�ximo. -Pero �qu� es un cable? -pregunt� Spilett.
-�Cerca de ciento veinticuatro brazas o seiscientos pies.
-�Por tanto -dijo el periodista-, Ciro Smith habr� desaparecido a mil doscientos pies de la costa.
-�Aproximadamente -contest� Pencroff. -�Y su perro tambi�n? -Tambi�n.
-�Lo que me admira -a�adi� el corresponsal-, admitiendo que nuestro compa�ero haya perecido, es que Top haya encontrado igualmente la muerte, y que ni el cuerpo del perro ni el de su amo hayan sido arrojados a la costa.
-�No es extra�o, con una mar tan fuerte -contest� el marino-. Por otra parte, quiz� las corrientes los hayan llevado m�s lejos de la playa.
-��Cree usted que nuestro compa�ero ha perecido en las olas? pregunt� una vez m�s el periodista.
-�Es mi parecer.
-�Pues el m�o -dijo Gede�n Spilett-, salvo el respeto que debo a su experiencia, Pencroff, es que el doble hecho de la desaparici�n de Ciro y de Top, vivos o muertos, tiene algo inexplicable e inveros�mil.
-�Quisiera pensar como usted, se�or Spilett -contest� Pencroff-. Desgraciadamente, mi convicci�n es firme.
Esto dijo el marino, volviendo hacia las Chimeneas. Un buen fuego crepitaba en la lumbre. Harbert acababa de echar una brazada de le�a seca, y la llama proyectaba grandes claridades en las partes oscuras del corredor.
Pencroff se ocup� en preparar la comida. Le pareci� conveniente introducir en el men� alg�n plato fuerte, ya que todos ten�an necesidad de reparar sus fuerzas. Las sartas de curuc�s fueron conservadas para el d�a siguiente, pero desplum� los tetraos y, puestas en una varita las gallin�ceas, se asaron al fuego.
A las siete de la tarde Nab no hab�a vuelto todav�a. Aquella ausencia prolongada inquietaba a Pencroff. Cre�a que le hab�a ocurrido alg�n accidente en aquella tierra desconocida o que el desgraciado hab�a cometido alg�n acto de desesperaci�n; pero Harbert deduc�a de aquella ausencia consecuencias diferentes. Para �l, si Nab no volv�a, era porque alguna nueva circunstancia le hab�a obligado a prolongar sus pesquisas; y toda novedad en este caso no pod�a ser m�s que en direcci�n de Ciro Smith. �Por qu� Nab no habr�a vuelto si una esperanza cualquiera no lo retuviera? Quiz� habr�a encontrado alg�n indicio, una huella de su paso, un resto de naufragio que le hab�a puesto sobre la pista. Quiz� segu�a en aquel momento una pista verdadera y tal vez se hallaba al lado de su amo.
As� razonaba el joven y as� habl�. Sus compa�eros le dejaron decir cuanto quiso; s�lo el reportero lo aprob� con un gesto; mas, para Pencroff, lo m�s probable era que Nab hab�a llevado m�s lejos que el d�a anterior sus pesquisas por el litoral y no pod�a estar a�n de vuelta.