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Entretanto, Harbert, muy agitado por vagos presentimientos, manifest repetidas veces su intencin de ir en busca de Nab; pero Pencroff le hizo comprender que sera intil, que en aquella oscuridad y aquel tiempo tan malo no podra encontrar las huellas de Nab y que sera mejor esperar su vuelta; si al da siguiente no haba aparecido el negro, Pencroff no titubeara en unirse a Harbert para ir a buscarlo.

Geden Spilett aprob la opinin del marino sobre este punto, aadiendo que no deban separarse, y Harbert tuvo que renunciar a su proyecto; pero dos gruesas lgrimas rodaron por sus mejillas.

El periodista no pudo menos que abrazar al generoso joven.

El mal tiempo se haba desencadenado. Una borrasca de sudeste pasaba sobre la costa con violencia. Se oa el reflujo del mar que muga contra las primeras rocas a lo largo del litoral. La lluvia, pulverizada por el huracn, se levantaba como una niebla lquida, semejante a jirones de vapor que se arrastraban sobre la costa, cuyos guijarros chocaban violentamente, como carretones de piedras que se vacan. La arena, levantada por el viento, se mezclaba con la lluvia y haca imposible la salida del punto de abrigo; haba en el aire tanto polvo mineral como agua. Entre la desembocadura del ro y el lienzo de la muralla, giraban con violencia grandes remolinos, y las capas de aire que se escapaban en aquel maelstrom, no encontrando otra salida que el estrecho valle en cuyo fondo corra el ro, penetraban en l con irresistible violencia. El humo de la lumbre, rechazado por el estrecho tubo, bajaba frecuentemente llenando corredores y hacindolos inhabitables.

Por eso, cuando los tetraos estuvieron asados, Pencroff dej apagar el fuego y no conserv ms que algunas brasas entre las cenizas.

A las ocho de la noche an no haba vuelto Nab; pero poda suponerse que aquel terrible tiempo le haba impedido volver y que haba tenido que buscar refugio en alguna cueva para esperar el fin de la tormenta o por lo menos la vuelta del da.

En cuanto a ir en su busca, tratar de encontrarlo en aquellas condiciones, era imposible.

La caza form el nico plato de la cena. Se comi con ganas aquella carne, que estaba excelente. Pencroff y Harbert, a quienes su excursin les haba abierto el apetito, la devoraron.

Despus cada uno se retir al rincn donde haban descansado la noche precedente. Harbert no tard en dormirse cerca del marino, que se haba tendido a lo largo, prximo a la lumbre.

Fuera, la tempestad, a medida que avanzaba la noche, tomaba proporciones mayores. Era un vendaval comparable al que haba llevado a los prisioneros desde Richmond hasta aquella tierra del Pacfico; tempestades frecuentes durante la poca del equinoccio, fecundas en catstrofes, terribles sobre todo en aquel ancho campo, que no pona ningn obstculo a su furor. Se comprende, pues, que una costa tan expuesta al este, es decir, directamente a los golpes del huracn y batida de frente, lo fuese con una fuerza de la cual ninguna descripcin puede dar idea.

Por suerte, la agrupacin de las rocas que formaban las Chimeneas era muy slida. Eran enormes bloques de granito, de los cuales, sin embargo, unos, insuficientemente equilibrados, parecan temblar sobre su base. Pencroff senta que bajo su mano, apoyada en la pared, tenan lugar unos estremecimientos; pero al fin, se deca, y con razn, que no haba que temer nada y que aquel refugio improvisado no se hundira. Sin embargo, oa el ruido de las piedras, arrancadas de la cima de la meseta y arrastradas por los remolinos de viento, que caan sobre la arena. Algunas rodaban sobre la parte superior de las Chimeneas o volaban en trozos cuando eran proyectadas perpendicularmente.

Por dos veces, el marino se levant llegando al orificio del corredor para observar lo que ocurra fuera; pero aquellos hundimientos poco considerables no constituan ningn peligro y volva a su sitio delante de la lumbre, cuyas brasas crepitaban bajo las cenizas.

A pesar de los furores del huracn, el ruido de la tempestad, el trueno y la tormenta, Harbert dorma profundamente. El sueo acab por apoderarse de Pencroff, que en su vida de marino se haba habituado a todas aquellas violencias. Solamente Geden Spilett haba permanecido despierto, se reprochaba no haber acompaado a Nab, pues la esperanza no le haba abandonado. Los presentimientos de Harbert no haban cesado de agitarlo, su pensamiento estaba concentrado en Nab. Por qu no haba vuelto el negro? Daba vueltas en su cama de arena, fijando apenas su atencin en aquella lucha de los elementos. A veces, sus ojos, fatigados por el cansancio, se cerraban un instante, pero algn rpido pensamiento los abra casi en seguida.

Entretanto la noche avanzaba. Podan ser las dos de la maana, cuando Pencroff, profundamente dormido entonces, fue sacudido vigorosamente.

-Qu pasa? -exclam, incorporndose completamente despierto con la prontitud de las gentes de mar.

El periodista estaba inclinado sobre l y le deca: -Escuche, Pencroff, escuche!

El marino prest odos y no distingua ningn ruido distinto al de las rfagas de viento. -Es el viento -dijo.

-No -contest Geden Spilett, escuchando de nuevo-; me parece haber odo

-Qu?

-Los ladridos de un perro.

-Un perro! -exclam Pencroff, que se levant de un salto. -S, ladridos

-No es posible! -contest el marino-. Y por otra parte, cmo, con los mugidos de la tempestad -Escuche -insisti el periodista.

Pencroff escuch ms atentamente, y crey, en efecto, en un instante de calma, or ladridos lejanos. -Y bien! -dijo Spilett, oprimiendo la mano del marino. -S, s! -contest Pencroff.

-Es Top! Es Top! -exclam Harbert, que se acababa de levantar, y los tres se lanzaron hacia el orificio de las Chimeneas.

Les cost trabajo salir; el viento los rechazaba; pero, por fin, salieron y no pudieron tenerse en pie sino asindose a las rocas. Se miraban sin poder hablar.

La oscuridad era absoluta; el mar, el cielo y la tierra se confundan en una igual intensidad de tinieblas. Pareca que no haba un tomo de luz difundida en la atmsfera.

Durante algunos minutos el corresponsal y sus compaeros permanecieron as, como aplastados por la rfaga, mojados por la lluvia, cegados por la arena. Despus, oyeron una vez los ladridos en una calma de la tormenta y reconocieron que deban estar an bastante lejos.

No poda ser ms que Top el que ladraba as, pero estaba solo o acompaado? Lo ms probable era que estuviese solo, porque, admitiendo que Nab se hallara con l, se habra dirigido a las Chimeneas.

El marino oprimi la mano del periodista, del cual no poda hacerse or, indicndole de aquel modo que esperase, y entr en el corredor.

Un instante despus volva a salir con una tea encendida y, agitndola en las tinieblas, lanzaba agudos silbidos.

A esta seal, que pareca esperada, los ladridos respondieron ms cercanos y pronto un perro se precipit en el corredor. Pencroff, Harbert y Geden Spilett entraron detrs de l. Echaron una brazada de lea seca sobre los carbones y el corredor se ilumin con una viva llama.

-Es Top! -exclam Harbert.

En efecto, era Top, un magnfico perro anglonormando, que tena de las dos razas cruzadas la ligereza de piernas y la finura del olfato, las dos cualidades por excelencia del perro de muestra. Era el perro del ingeniero Ciro Smith.

Pero estaba solo! Ni su amo ni Nab lo acompaaban!

Pero cmo lo haba podido conducir su instinto hasta las Chimeneas, que no conoca an? Esto pareca inexplicable, sobre todo en medio de aquella negra noche y de tal tempestad! Pero an haba otro detalle ms inexplicable: Top no estaba cansado, ni extenuado, ni sucio de barro o arena

Harbert lo haba atrado hacia s y le acariciaba la cabeza con sus manos. El perro le dejaba y frotaba su cuello sobre las manos del joven.

-Si ha aparecido el perro, el amo aparecer tambin! -dijo el periodista.