De cuando en cuando los nufragos se paraban, llamando a gritos y escuchando, por si responda de la parte del ocano. Deban pensar, en efecto, que, si hubiesen estado prximos al lugar donde el ingeniero hubiera podido tomar tierra, los ladridos del perro Top, en caso de que Ciro Smith no estuviera en estado de dar seales de vida, llegaran hasta ellos. Pero ningn grito se destacaba sobre los mugidos de las olas y los chasquidos de la resaca. Entonces, la pequea tropa emprenda su marcha adelante, registrando las menores anfractuosidades del litoral.
Despus de una marcha de veinte minutos, los cuatro nufragos se detuvieron ante una linde espumosa de olas. El terreno slido faltaba. Se encontraban a la extremidad de un punto agudo, que el mar golpeaba con furor.
-Es un promontorio -dijo el marino-. Hay que volver sobre nuestros pasos, torciendo a la derecha, y as volveremos a tierra firme.
-Pero y si est ah? -respondi Nab sealando el ocano, cuyas enormes olas blanqueaban en la oscuridad. -Bueno, llammoslo!
Y todos, uniendo sus voces, lanzaron un grito, pero nadie respondi. Esperaron un momento de calma y empezaron otra vez. Nada.
Los nufragos retrocedieron, siguiendo la parte opuesta del promontorio, en un suelo arenoso y roquizo. Sin embargo, Pencroff observ que el litoral era ms escarpado, que el terreno suba, y supuso que deba llegar, por una rampa bastante larga, a una alta costa, cuya masa se perfilaba confusamente en la oscuridad. Haba menos aves en aquella parte de la costa; el mar tambin se mostraba menos alterado, menos ruidoso, y la agitacin de las olas disminua sensiblemente. Apenas se oa el ruido de la resaca. Sin duda la costa del promontorio formaba una ensenada semicircular, protegida por su punta aguda contra la fuerza de las olas.
Siguiendo aquella direccin, marchaban hacia el sur, era ir por el lado opuesto de la costa en que Ciro Smith poda haber tomado tierra. Despus de recorrer milla y media, el litoral no presentaba ninguna curvatura que permitiese volver hacia el norte. Sin embargo, aquel promontorio, del que haban doblado la punta, deba unirse a la tierra franca. Los nufragos, a pesar de que sus fuerzas estaban casi agotadas, marchaban siempre con valor, esperando encontrar algn ngulo que los pusiera en la primera direccin.
Cul no fue su desesperacin, cuando, despus de haber recorrido dos millas, se vieron una vez ms detenidos por el mar en una punta bastante elevada, formada de rocas resbaladizas!
-Estamos en un islote! -dijo Pencroff-, y lo hemos recorrido de un extremo a otro!
La observacin del marino era justa. Los nufragos haban sido arrojados no sobre un continente ni una isla, sino sobre un islote, que no meda ms de dos millas de longitud y cuya anchura era evidentemente poco considerable.
Aquel islote, rido, sembrado de piedras, sin vegetacin, refugio desolado de algunas aves marinas, perteneca a un archipilago ms importante? No lo saban. Los pasajeros del globo, cuando desde su barquilla percibieron la tierra a travs de las brumas, no haban podido reconocer su importancia. Sin embargo, Pencroff, con su mirada de marino habituada a horadar en la oscuridad, crey en aquel momento distinguir en el oeste masas confusas, que anunciaban una costa elevada.
Pero entonces no poda, a causa de aquella oscuridad, determinar a qu sistema simple o complejo perteneca el islote. Tampoco era posible salir de l, puesto que el mar lo rodeaba. Haba que aplazar hasta el da siguiente la bsqueda del ingeniero, que no haba sealado su presencia por ningn sitio.
-El silencio de Ciro no prueba nada -dijo el corresponsal-. Puede estar desmayado, herido, en estado de no poder responder momentneamente, pero no desesperemos.
El corresponsal emiti entonces la idea de encender en un punto del islote una hoguera, que pudiese servir de gua al ingeniero. Pero buscaron en vano madera o arbustos secos; all no haba ms que arena y piedras.
Se comprende cul sera el dolor de Nab y el de sus compaeros, que estaban vivamente unidos al intrpido Ciro Smith. Era demasiado evidente que se hallaban imposibilitados para socorrerlo; haba que esperar el da. O el ingeniero haba podido salvarse solo y ya haba encontrado refugio en un punto de la costa, o estaba perdido para siempre!
Las horas de espera fueron largas y penosas. Haca mucho fro y los nufragos sufran cruelmente, pero apenas lo notaban. No pensaban ms que en tomar un instante de reposo; todo lo olvidaban por su jefe; queriendo esperar siempre, iban y venan por
aquel islote rido, volviendo incesantemente a su punto norte, donde crean estar ms prximos al lugar de la catstrofe. Escuchaban, chillaban, esperaban captar un grito, y sus voces deban transmitirse lejos, porque entonces reinaba cierta calma en la atmsfera, los ruidos del mar empezaban a disminuir.
Uno de los gritos de Nab pareci repetido por el eco. Harbert lo hizo observar a Pencroff, aadiendo:
-Es prueba que existe en el oeste una costa bastante cercana.
El marinero hizo un gesto afirmativo. Por otra parte, su vista no poda engaarle. Si haba distinguido tierra, no haba duda de que sta exista.
Pero aquel eco lejano fue la sola respuesta provocada por los gritos de Nab, y la inmensidad, sobre toda la parte este del islote, qued silenciosa.
Entretanto el cielo se despejaba poco a poco. Hacia las doce de la noche brillaron algunas estrellas y, si el ingeniero estaba all, cerca de sus compaeros, hubiera podido ver que aquellas estrellas no eran las del hemisferio boreal. En efecto, la polar no apareca en aquel nuevo horizonte: las constelaciones cenitales no eran las que estaban acostumbrados a ver en la parte norte del nuevo continente, y la Cruz del Sur resplandeca entonces en el polo austral del mundo.
Pas la noche. Hacia las cinco de la maana, el 25 de marzo, el cielo se ti ligeramente. El horizonte estaba an oscuro, pero con los primeros albores del da una opaca bruma se levant en el mar, por lo que el rayo visual no poda extenderse a ms de veinte pasos. La niebla se desarrollaba en gruesas volutas, que se movan pesadamente.
Esto era un contratiempo. Los nufragos no podan distinguir nada alrededor de ellos. Mientras que las miradas de Nab y del corresponsal se dirigan hacia el ocano, el marino y Harbert buscaban la costa en el oeste. Pero ni un palmo de tierra era visible.
-No importa -dijo Pencroff-, no veo la costa, pero la siento, est all, all Tan seguro como que tampoco estamos en Richmond!
Pero la niebla no deba tardar en desaparecer.
No era ms que una bruma de buen tiempo. Un hermoso sol caldeaba las capas superiores, y aquel calor se tamizaba hasta la superficie del islote.
En efecto, hacia las seis y media, tres cuartos de hora despus de aparecer el sol, la bruma se volvi ms transparente: se extenda hacia arriba, pero se disip por abajo. Pronto todo el islote apareci como si hubiera descendido de una nube, pues el mar se mostr siguiendo un plano circular, infinito hacia el este, pero limitado por el oeste por una costa elevada y abrupta.
S! La tierra estaba all! All la salvacin, provisionalmente asegurada, por lo menos. Entre el islote y la costa, separados por un canal de una milla y media, una corriente rpida se precipitaba con ruido.
Sin embargo, uno de los nufragos, no consultando ms que su corazn, se precipit en la corriente, sin avisar a sus compaeros, sin decir palabra. Era Nab. Tena ganas de llegar a aquella costa y remontarla hacia el norte. Nadie pudo retenerlo. Pencroff lo llam, pero en vano. El periodista se dispuso a seguir a Nab.
Pencroff, yendo hacia l, le pregunt: -Quiere usted atravesar el canal?
-S -contest Geden Spilett.
-Pues bien, igame -dijo el marino-. Nab basta y sobra para socorrer a su amo. Si nos metemos en ese canal, nos exponemos a que la corriente nos arrastre. Si no me equivoco, es una corriente de reflujo. Vea la marea baja sobre la arena. Armmonos de paciencia y, cuando el mar baje, quiz encontremos un paso vadeable