-No son almejas -respondi el joven Harbert, que examinaba con atencin los moluscos adheridos a las rocas-; son litodomos.
-Y eso se come? -pregunt Pencroff. -Ya lo creo!
-Entonces, comamos litodomos.
El marino poda fiarse de Harbert. El muchacho estaba muy fuerte en historia natural y haba tenido siempre verdadera pasin por esta ciencia. Su padre lo haba impulsado por este camino, hacindole seguir los estudios con los mejores profesores de Boston, que tomaron afecto al nio, porque era inteligente y trabajador. Sus instintos de naturalista se utilizaran ms de una vez en adelante, y, desde luego, no se haba equivocado.
Estos litodomos eran conchas oblongas, adhridas en racimos y muy pegadas a las rocas. Pertenecan a esa especie de moluscos perforadores que abren agujeros en las piedras ms duras, y sus conchas se redondean en sus dos extremos, disposicin que no se observa en la almeja ordinaria. Pencroff y Harbert hicieron un buen consumo de litodomos, que se iban abriendo entonces al sol. Los comieron como las ostras y les encontraron un sabor picante, lo que les quit el disgusto de no tener ni pimienta ni condimentos de otra clase.
Su hambre fue momentneamente apaciguada, pero no su sed, que se acrecent despus de haber comido aquellos moluscos naturalmente condimentados. Haba que encontrar agua dulce, y no poda faltar en una regin tan caprichosamente accidentada. Pencroff y Harbert, despus de haber tomado la precaucin de hacer gran provisin de litodomos, de los cuales llenaron sus bolsillos y sus pauelos, volvieron al pie de la alta muralla.
Doscientos pasos ms all llegaron a la cortadura, por la cual, segn el presentimiento de Pencroff, deba correr un riachuelo de altos mrgenes. En aquella parte, la muralla pareca haber sido separada por algn violento esfuerzo plutoniano. En su base se abra una pequea ensenada, cuyo fondo formaba un ngulo bastante agudo. La corriente de agua meda cien pies de larga y sus dos orillas no contaban ms de veinte pies. La ribera se hunda casi directamente entre los dos muros de granito, que tendan a bajarse hacia la desembocadura; despus daba la vuelta bruscamente y desapareca bajo un soto a una media milla.
-Aqu, agua! All, lea! -dijo Pencroff-. Bien, Harbert, no falta ms que la casa!
El agua del ro era lmpida. El marino observ que en aquel momento de la marea, es decir, en el reflujo, era dulce. Establecido este punto importante, Harbert busc alguna cavidad que pudiera servir de refugio, pero no encontr nada. Por todas partes la muralla era lisa, plana y vertical.
Sin embargo, en la desembocadura del curso de agua y por encima del sitio adonde llegaba la marea, los aluviones haban formado no una gruta, sino un conjunto de enormes rocas, como las que se encuentran con frecuencia en los pases granticos, y que llevan el nombre de "chimeneas".
Pencroff y Harbert se internaron bastante profundamente entre las rocas, por aquellos corredores areniscos, a los cuales no faltaba luz, porque penetraba por los huecos que dejaban entre s los trozos de granito, algunos de los cuales se mantenan por verdadero
milagro en equilibrio. Pero con la luz entraba tambin el viento, un viento fro y encallejonado, muy molesto. El marino pens entonces que obstruyendo ciertos trechos de aquellos corredores, tapando algunas aberturas con una mezcla de piedras y de arena, podran hacer las "chimeneas" habitables. Su plano geomtrico representaba el signo tipogrfico amp;. Aislado el crculo superior del signo, por el cual se introducan los vientos del sur y del oeste, podran sin duda utilizar su disposicin inferior.
-Ya tenemos lo que nos haca falta -dijo Pencroff-y, si volvemos a encontrar a Smith, l sabr sacar partido de este laberinto.
-Lo volveremos a ver, Pencroff -exclam Harbert-, y, cuando venga, tiene que encontrar una morada casi soportable. Lo ser, si podemos poner la cocina en el corredor de la izquierda y conservar una abertura para el humo.
-Podremos, muchacho -respondi el marino-, si estas "chimeneas" nos sirven. Pero, ante todo, vayamos a hacer provisin de combustible. Me parece que la lea no ser intil para tapar estas aberturas a travs de las cuales el diablo toca su trompeta.
Harbert y Pencroff abandonaron las "chimeneas" y, doblando el ngulo, empezaron a remontar la orilla izquierda del ro. La corriente era bastante rpida y arrastraba algunos rboles secos. La marea era alta. El marino pens, pues, que podra utilizar el flujo y el reflujo para el transporte de ciertos objetos pesados.
Despus de andar durante un cuarto de hora, el marino y el muchacho llegaron al brusco recodo que haca el ro hundindose hacia la izquierda. A partir de este punto, su curso prosegua a travs de un bosque de rboles magnficos que haban conservado su verdura, a pesar de lo avanzado de la estacin, porque pertenecan a esa familia de conferas que se propaga en todas las regiones del globo, desde los climas septentrionales hasta las comarcas tropicales. El joven naturalista reconoci perfectamente los "deodar", especie muy numerosa en la zona del Himalaya y que esparce un agradable aroma. Entre aquellos hermosos rboles crecan pinos, cuyo opaco quitasol se extenda bastante. Entre las altas hierbas Pencroff sinti que su pie haca crujir ramas secas, como si fueran fuegos artificiales.
-Bien, hijo mo -dijo a Harbert-; si por una parte ignoro el nombre de estos rboles, por otra s clasificarlos en la categora de lea para el hogar. Por el momento son los nicos que nos convienen.
La tarea fue fcil. No era preciso cortar los rboles, pues yaca a sus pies enorme cantidad de lea. Pero si combustible no faltaba, carecan de medios de transporte. Aquella madera era muy seca y ardera rpidamente; de aqu la necesidad de llevar a las Chimeneas una cantidad considerable, y la carga de dos hombres no era suficiente. Harbert hizo esta observacin.
-Hijo mo -respondi el marino-, debe de haber un medio de transportar esa madera. Siempre hay medios para todo! Si tuviramos un carretn o una barca, la cosa sera fcil. -Pero tenemos el ro! -dijo Harbert.
-Justo -respondi Pencroff-. El ro ser para nosotros un camino que marcha solo y para algo se han inventado las almadas.
-Pero -repuso Harbert-va en direccin contraria a la que necesitamos, pues est subiendo la marea.
-No nos iremos hasta que baje -respondi el marinero-y ella se encargar de transportar nuestro combustible a las Chimeneas. Preparemos mientras tanto los haces.
El marino, seguido de Harbert, se dirigi hacia el ngulo que el extremo del bosque formaba con el ro. Ambos llevaban, cada uno en proporcin de sus fuerzas, una carga de lea, atada en haces.
En la orilla haba tambin cantidad de ramas secas, entre la hierba, que probablemente no haba hollado la planta del hombre. Pencroff empez a preparar la carga.
En una especie de remanso situado en la ribera, que rompa la corriente, el marino y su compaero pusieron trozos de madera bastante gruesos que ataron con bejucos secos, formando una especie de balsa, sobre la cual apilaron toda la lea que haban recogido, o sea la carga de veinte hombres por lo menos. En una hora el trabajo estuvo acabado, y la almada qued amarrada a la orilla hasta que bajara la marea.
Faltaban unas horas y, de comn acuerdo, Pencroff y Harbert decidieron subir a la meseta superior, para examinar la comarca en un radio ms extenso.
Precisamente a doscientos pasos detrs del ngulo formado por la ribera, la muralla, terminada por un grupo de rocas, vena a morir en pendiente suave sobre la linde del bosque. Pareca una escalera natural. Harbert y el marino empezaron su ascensin y, gracias al vigor de sus piernas, llegaron a la punta en pocos instantes, y se apostaron en el ngulo que formaba sobre la desembocadura del ro.
Cuando llegaron, su primera mirada fue para aquel ocano que acababan de atravesar en tan terribles condiciones. Observaron con emocin la parte norte de la costa, sobre la que se haba producido la catstrofe. Era donde Ciro Smith haba desaparecido. Buscaron con la mirada algn resto del globo al que hubiera podido asirse un hombre, pero nada flotaba. El mar no era ms que un vasto desierto de agua. La costa tambin estaba desierta. No se vea ni al corresponsal ni a Nab. Era posible que en aquel momento los dos estuvieran tan distantes, que no se les pudiera distinguir.