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Pencroff busc en su chaleco la caja de cerillas, que no abandonaba nunca, ya que era un fumador rabioso. No la encontr. Busc en los bolsillos del pantaln y tampoco hall nada, con lo cual lleg al colmo su estupor.

-Buena la hemos hecho! -dijo mirando a Harbert-. Se habr cado de mi bolsillo y la he perdido. T, Harbert, no tienes nada, ni eslabn, ni nada que pueda hacer fuego? -No, Pencroff!

El marino sali seguido del joven, rascndose la frente.

En la arena, en las rocas, cerca de la orilla del ro, por todas partes buscaron con el mayor cuidado, pero intilmente. La caja era de cobre y no hubiera podido escapar a sus miradas.

-Pencroff -pregunt Harbert-, no has tirado la caja desde la barquilla?

-Ya me guard bien -contest el marino-; pero, cuando ha sido uno sacudido como nosotros por los aires, un objeto tan pequeo puede haber desaparecido. Mi pipa! Tambin me ha abandonado! Diablo de caja! Dnde puede estar?

-El mar se retira -dijo Harbert-; corramos al sitio donde tomamos tierra.

Era poco probable que se encontrase la caja, que las olas haban debido arrastrar por los guijarros durante la alta marea; sin embargo, nada se perda con buscarla. Harbert y Pencroff se dirigieron rpidamente hacia el lugar donde haban tomado tierra el da anterior, a doscientos pasos ms o menos de las Chimeneas.

All, entre los guijarros y entre los huecos de las rocas, registraron minuciosamente, pero en vano. Si la caja hubiera cado en aquella parte, habra sido arrastrada por las olas. A medida que el mar se retiraba, el marino registraba todos los intersticios de las rocas, sin encontrar nada. Era una prdida grave en aquellas circunstancias, y por el momento, irreparable.

Pencroff no ocult su vivo descontento. Su frente se haba arrugado gravemente y no pronunciaba ni una palabra. Harbert quera consolarle hacindole observar que probablemente las cerillas estaran mojadas por el agua del mar y que no valdran.

-No -contest el marino-. Estn dentro de una caja de cobre que cierra muy bien. Y, ahora, cmo nos las arreglaremos?

Ya encontraremos algn medio de procurarnos fuego -dijo Harbert-. Smith y Spilett no sern tan tontos como nosotros.

-S -respondi Pencroff-, pero mientras estamos sin fuego, y nuestros compaeros no encontrarn ms que una triste cena a su vuelta.

-Pero -dijo vivamente Harbert-es imposible que no traigan cerillas o yesca!

-Lo dudo -respondi el marino sacudiendo la cabeza-. En primer lugar, Nab y Smith no fuman, y temo que Spilett haya preferido conservar su carnet y su lpiz en vez de la caja de cerillas.

Harbert no contest. La prdida de la caja era evidentemente un hecho sensible; sin embargo, el joven contaba con poder procurarse fuego de una manera u otra. Pencroff, hombre ms experimentado, a quien no le asustaban las dificultades grandes y pequeas, no era del mismo parecer; pero, de todos modos, no haba ms que un partido: esperar la vuelta de Nab y del periodista, renunciando a la cena de huevos, que quera prepararles. El rgimen de carne cruda no le pareca, ni para ellos ni para l mismo, una perspectiva agradable.

Antes de volver a las Chimeneas, el marino y Harbert, previniendo el caso de que el fuego les faltara definitivamente, hicieron una nueva recogida de litodomos y volvieron silenciosamente a su morada. Pencroff, con los ojos fijos en el suelo, segua buscando su caja. Remont la orilla izquierda del ro desde su desembocadura hasta el ngulo en que la almada estaba amarrada; volvi a la meseta superior, la recorri en todos los sentidos, y registr las altas hierbas y la orilla del bosque; pero en vano.

Eran las cinco de la tarde cuando Harbert y el marino entraron en las Chimeneas. Es intil decir que registraron todos los corredores hasta los ms oscuros rincones, y que tuvieron que renunciar decididamente a sus pesquisas.

Hacia las seis, en el momento en que el sol desapareca detrs de las altas tierras del oeste, Harbert, que iba y vena por la playa, anunci la vuelta de Nab y de Geden Spilett.

Volvan solos! Al joven se le encogi el corazn; el marino no se haba equivocado en sus presentimientos. No haban encontrado al ingeniero Ciro Smith!

El corresponsal, al llegar, se dej caer sobre una roca sin decir palabra. Rendido de cansancio y muerto de hambre, no tena fuerzas para hablar.

En cuanto a Nab, sus ojos enrojecidos probaban cunto haba llorado, y las nuevas lgrimas que no poda retener decan demasiado claramente que haba perdido toda esperanza.

El reportero hizo relacin de las pesquisas que haban practicado para encontrar a Ciro Smith. Nab y l haban recorrido la costa en un espacio de ms de ocho millas, y, por consiguiente, mucho ms all de donde se haba efectuado la penltima cada del globo, cada a la que sigui la desaparicin del ingeniero y del perro Top. La playa estaba desierta. Ningn rastro, ningn vestigio. Ni un guijarro fuera de su sitio, ni un indicio sobre la arena, ni una seal de pie humano en toda aquella parte del litoral. Era evidente

que ningn habitante frecuentaba aquella parte de la costa. El mar estaba tambin desierto como la orilla, y, sin embargo, era all, a algunos centenares de pies de la costa, donde el ingeniero haba encontrado su tumba.

En aquel momento, Nab se levant y con una voz que denotaba los sentimientos de esperanza que quedaban en l exclam:

-No!, no!, no est muerto! No!, no puede ser! El, morir! Yo o cualquier otro hubiera sido posible, pero l, jams! Es un hombre que sabe librarse de todo!

Despus las fuerzas le abandonaron. -Ah!, no puedo ms! -murmur.

Harbert corri hacia l.

-Nab -dijo el joven-, lo encontraremos! Dios nos lo devolver! Pero, entretanto, necesita reponerse! Coma, coma un poco, se lo ruego!

Y, al decir esto, le ofreca al pobre negro unos puados de mariscos, triste e insuficiente alimento.

Nab no haba comido desde haca muchas horas, pero rehus. Privado de su dueo, Nab no quera ni poda vivir!

En cuanto a Geden Spilett, devor los moluscos y despus se tendi sobre la arena, al pie de una roca. Estaba extenuado, pero tranquilo.

Entonces Harbert se aproxim a l y, tomndole la mano, le dijo:

-Seor, hemos descubierto un abrigo en donde estar mejor que aqu. La noche se acerca; venga a descansar; maana veremos

El corresponsal se levant y, guiado por el joven, se dirigi a las Chimeneas.

En aquel momento Pencroff se acerc a l y con el tono ms natural del mundo le pregunt si por casualidad le quedaba alguna cerilla.

Geden Spilett se detuvo, registr sus bolsillos, no encontr nada y dijo: -Tena, pero he debido tirarlas

El marino llam entonces a Nab, le hizo la misma pregunta y recibi la misma respuesta.

-Maldicin! -exclam el marino, sin contenerse. El reportero lo oy y, acercndose a l, le pregunt: -No tiene una cerilla? -Ni una, y por consiguiente no hay fuego.

-Ah! -exclam Nab-, si estuviera mi amo, l sabra hacerlo.

Los cuatro nufragos quedaron inmviles y se miraron no sin inquietud. Harbert fue el primero en romper el silencio diciendo:

-Seor Spilett, usted es fumador y siempre ha llevado cerillas. Quiz no ha buscado bien Busque an; una nos bastara.

El periodista volvi a registrar los bolsillos del pantaln, del chaleco, del gabn, y al fin, con gran jbilo de Pencroff y no menos sorpresa suya, sinti un pedacito de madera en el forro del chaleco. Sus dedos lo haban sentido a travs de la tela, pero no podan sacarlo. Como deba ser una cerilla y no haba ms, haba que evitar se encendiese prematuramente.

-Quiere usted que yo la saque? -dijo el joven Harbert.

Y muy diestramente, sin romperlo, logr extraer aquel pedacito de madera, aquel miserable y precioso objeto, que para aquellas pobres gentes tena tan grande importancia. Estaba intacto.

-Una cerilla! -exclam Pencroff-. Ah! Es como si tuviramos un cargamento entero.