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— Así lo espero — contestó Murugan —. Porque esa será mi política: la Revolución Continuada.

— ¡Muy bien! — aplaudió Will.

— Continuaré la revolución que inició hace más de cien años el bisabuelo del doctor Robert, cuando llegó a Pala y ayudó al abuelo de mi tatarabuelo a imponer las primeras reformas. Algunas de las cosas que hicieron fueron realmente maravillosas. No todas, por supuesto — especificó. Y con la absurda solemnidad del escolar que representa a Polonio en una función de fin de curso, meneó la rizada cabeza en juiciosa y grave desaprobación —. Pero por lo menos hicieron algo. En tanto que ahora somos gobernados por un grupo de conservadores que no hacen nada. Conservadoramente primitivos; no mueven un dedo para introducir mejoras modernas. Y conservadoramente extremistas; se niegan a cambiar ninguna de las antiguas malas ideas revolucionarias que deberían ser modificadas. No quieren reformar las reformas. Y le aseguro que algunas de las presuntas reformas son absolutamente repugnantes.

— ¿Supongo que tienen algo que ver con el sexo?

Murugan asintió y volvió el rostro. Para su sorpresa, Will vio que se había ruborizado. — Déme un ejemplo — pidió. Pero Murugan no pudo obligarse a ser más explícito. — Pregúnteselo al doctor Robert — dijo —, pregúnteselo a Vijaya. Ellos piensan que esas cosas son sencillamente maravillosas. En realidad todos piensan así. Ese es uno de los motivos de que nadie quiera cambiar. Les gustaría que todo siguiera como ahora, en la misma forma repugnante, por siempre y siempre jamás.

— Por siempre y siempre jamás — repitió, burlona, una rica voz de contralto.

— ¡Madre! — Murugan se puso de pie de un salto. Will se volvió y vio en la puerta a una mujer corpulenta y rubicunda, envuelta (más bien incongruentemente, pensó; porque ese tipo de cara y contextura iban por lo general acompañados de malva y magenta y azul eléctrico) en nubes de muselina blanca. Estaba inmóvil en el vano, sonriendo con misteriosidad consciente, un carnoso brazo moreno en alto, con la enjoyada mano apoyada en la jamba de la puerta, en la actitud de una gran actriz, la reconocida diva deteniéndose en su primera entrada para recibir los aplausos de sus adoradores al otro lado de las candilejas. En el fondo, aguardando con paciencia el momento de presentarse, estaba un hombre de elevada estatura, de traje de dacrón color gris paloma a quien Murugan, atisbando hacia el otro lado de la maciza corporización de la maternidad que casi llenaba el hueco de la puerta, saludó con el nombre de Mr. Bahu.

Todavía entre bambalinas, Mr. Bahu hizo una inclinación de cabeza sin hablar.

Murugan se volvió hacia su madre. — ¿Viniste caminando hasta aquí? — inquirió. Su tono expresaba incredulidad y una solicitud admirada. Caminar hasta allí… ¡cuan increíble! Pero si había caminado… ¡qué heroísmo! — . ¿Todo el trayecto?

— Todo el trayecto, hijito — repitió ella, tiernamente juguetona. El brazo levantado descendió, se deslizó en torno del esbelto cuerpo del joven, lo oprimió, lo engolfó en las flotantes telas, contra el enorme pecho, y lo soltó —. Tuve uno de mis Impulsos. — Will advirtió que tenía una forma de hacer que uno escuchase las mayúsculas al comienzo de las palabras que deseaba subrayar. — Mi Vocecita me dijo: «Vé a ver a ese Desconocido que está en la casa del doctor Robert. ¡Vé!» «¿Ahora? — le pregunté —. Malgre le chaleur?» Con lo que mi Vocecita perdió la paciencia. «Mujer — me dijo —, ten quieta tu tonta lengua y haz lo que se te ordena.» Y aquí estoy, Mr. Farnaby. — Con la mano extendida, rodeada de una poderosa aureola de esencia de sándalo, avanzó hacia él.

Will inclinó la cabeza sobre los gruesos dedos enjoyados y masculló algo que terminaba en Alteza…

— ¡Bahu! — llamó la mujer, usando la prerrogativa real del apellido sin adornos.

Respondiendo a su largamente esperada oportunidad, el actor acompañante hizo su entrada y fue presentado como Su Excelencia Abdul Bahu, embajador de Rendang:

— Abdul Pierre Bahu… car sa mere est parisienne. Pero aprendió inglés en Nueva York.

Mientras estrechaba la mano del embajador, Will pensó que se parecía a Savonarola…. pero a un Savonarola con monóculo y sastre en Savile Row.

— Bahu — dijo la rani — es el Trust de Cerebros del coronel Dipa.

— Su Alteza, si me permite decirlo, es demasiado bondadosa conmigo, y no lo bastante con el coronel.

Sus palabras y modales eran corteses al punto de ser irónicos, una parodia de deferencia y autohumillación.

— El cerebro — continuó — está donde debe estar: en la cabeza. En cuanto a mí, no soy más que una parte del sistema nervioso simpático de Rendang.

— Et combien sympathique! — exclamó la rani —. Entre otras cosas, Mr. Farnaby. Bahu es el Ultimo de los Aristócratas. ¡Tendría que ver su casa de campo! ¡Cómo algo salido de las Mil y Una Noches! Una golpea las manos… y de pronto surgen seis sirvientes dispuestos a hacer lo que se les pida. Uno cumple años… y hay una fete nocturne en los jardines. Música, bebidas, bailarinas; doscientos criados portando antorchas. La vida de Harún al Rashid, pero con un sistema moderno de tuberías.

— Parece encantador — dijo Will, recordando las aldeas por las cuales habían pasado en el Mercedes blanco del coronel Dipa, las chozas con techo de paja, la basura, los chicos oftálmicos, los perros esqueléticos, las mujeres doblegadas bajo el peso de enormes cargas.

— Y un gusto tan selecto — prosiguió la rani —, un cerebro tan bien dotado y, por sobre todo — bajó la voz —, un Sentimiento de lo Divino tan profundo e infalible.

Mr. Bahu inclinó la cabeza y se produjo un silencio.

Murugan, entretanto, había acercado una silla. Sin siquiera mirar hacia atrás — regiamente segura de que siempre, dada la naturaleza de las cosas, tenía que haber alguien que se ocupara de los accidentes y de las lesiones contra la dignidad —, la rani se sentó con todo el majestuoso énfasis de sus cien kilogramos.

— Espero que no considere mi visita una intrusión — dijo a Will. Éste le aseguró que no la consideraba así; pero ella continuó disculpándose… — Le habría hecho advertir — dijo —; le habría pedido su permiso. Pero mi Vocecita me dice: «No…. tienes que ir ahora.» ¿Por qué? No podría decirlo. Pero sin duda lo descubriremos a su debido tiempo. — Le clavó la mirada de sus ojos grandes y abultados, y le dedicó una misteriosa sonrisa. — Y ahora, antes que nada, ¿cómo está, mi querido Mr. Farnaby?

— Como ve, señora, en muy buen estado.

— ¿De veras? — Los ojos saltones le escudriñaron el rostro con una atención que le resultó embarazosa. — Ya veo que es usted el tipo de hombre heroicamente considerado que tranquiliza a sus amigos incluso en su lecho de muerte.

— Es usted muy amable — respondió — Pero, a decir, verdad, estoy en buen estado. Y es sorprendente, si se tienen en cuenta todas las cosas. Es milagroso.

— Milagroso fue precisamente la palabra que usé cuando me enteré cómo se había salvado. Fue un milagro.

— La suerte quiso — volvió a citar Will de Erewhon — que «la Providencia estuviera de mi parte».

Mr. Bahu estuvo a punto de reír, pero al advertir que la rani no había entendido, cambió de opinión y convirtió diestramente el sonido de alegría en una tos enérgica.

— ¡Cuan cierto! — decía la rani, y su rico tono de contralto vibró emocionado. La Providencia está siempre de nuestra parte. — Y cuando Will enarcó una ceja interrogante, explicó —: Quiero decir, a los ojos de aquellos que Entienden De Veras. (E mayúscula, D mayúscula, V mayúscula.) Y esto es así incluso cuando todas las cosas parecen conspirar contra nosotros… méme dans le desastre. Usted entiende francés, por supuesto, Mr. Farnaby… — Will asintió. — A menudo me surge con más facilidad que mi propio idioma natal, o que el inglés o el palanés. Después de tantos años en Suiza — explicó —, primero en la escuela… Y luego, más tarde, cuando la salud de mi pobre hijito era tan precaria (acarició el brazo desnudo de Murugan) y tuvimos que ir a vivir a las montañas. Lo que constituye un ejemplo de lo que decía acerca de que la Providencia está siempre de nuestra parte. Cuando me dijeron que mi hijito estaba al borde de la tisis, me olvidé de todo lo que había aprendido. Enloquecí de temor y angustia, me indigné contra Dios por haber permitido que sucediese semejante cosa. ¡Qué Absoluta Ceguera! Mi hijo mejoró, y esos años que viví entre las Nieves Eternas fueron los más dichosos de nuestras vidas… ¿no es así, querido?