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— Los más dichosos de nuestras vidas — convino el joven, con algo que parecía una sinceridad total.

La rani sonrió triunfalmente frunció sus rojos y rotundos labios, y con un leve chasquido volvió a separarlos en un beso a larga distancia. Pues ya ve, mi querido Farnaby — continuó —, ya ve. Se entiende por sí mismo. Nada sucede por Accidente. Existe un Gran Plan, y dentro del Gran Plan, innumerables planes pequeños. Un plan pequeño para cada uno de nosotros.

— Muy cierto — dijo Will con cortesía —. Muy cierto.

— Hubo una época — continuó la rani — en que lo sabía sólo con el intelecto. Ahora lo sé también con el corazón. En verdad… — hizo una pausa de un instante para preparar la enunciación de la mayúscula mística —, ahora Entiendo.

«Psíquica como el demonio», recordó Will que había dicho Joe Aldehyde acerca de ella. Y era indudable que ese inveterado frecuentador de sesiones de espiritismo tenía que saber lo que decía.

— Entiendo, señora — dijo —, que es usted naturalmente psíquica.

— Desde el nacimiento — admitió ella —. Pero también, y por sobre todo, por adiestramiento. Adiestramiento, ni falta hace decirlo, en Algo Más.

— ¿Algo más?

— En la vida del Espíritu. A medida que avanza una por el Camino, todos los sidhis, todos los dones psíquicos y poderes milagrosos, se desarrollan en forma espontánea.

— ¿De veras?

— Mi madre — le aseguró Murugan con orgullo —, puede hacer las cosas más fantásticas.

— N'exagérons pas, chéri.

— Pero es la verdad — insistió Murugan.

— Verdad — intervino el embajador — que puedo confirmar. Y la confirmo — agregó sonriendo a su propia costa — con cierta renuencia. Como escéptico de toda la vida acerca de estas cosas, no me gusta ver que sucedan imposibles. Pero tengo una infortunada debilidad por la sinceridad. Y cuando lo imposible sucede ante mi vista, me veo obligado, malgré moi, a ser testigo del hecho. Su Alteza hace las cosas más fantásticas.

— Bueno, si prefiere decirlo de esa manera — dijo la rani, radiante de placer —. Pero no se olvide nunca, Bahu, no se olvide jamás. Los milagros no tienen en absoluto importancia alguna. Lo importante es la Otra Cosa… la Cosa a la que llega uno al final del Sendero.

— Después de la Cuarta Iniciación — especificó Murugan —. Mi madre…

— ¡Querido! — La rani se había llevado un dedo a los labios. — Estas son cosas acerca de las cuales no se habla.

— Lo siento — dijo el joven. Se produjo un largo y embarazoso silencio.

La rani cerró los ojos, y Mr. Bahu, dejando caer su monóculo, la imitó reverentemente y se convirtió en la imagen de Savonarola en silenciosa oración. ¿Qué sucedía detrás de esta máscara austera, casi descarnada, de recogimiento? Will lo contempló y se hizo la pregunta.

— ¿Puedo preguntar — dijo al cabo — cómo llegó, señora, a encontrar el Sendero?

Durante uno o dos segundos la rani no respondió; no hizo más que quedarse sentada, con los ojos cerrados, sonriendo su sonrisa de Buda de misteriosa bienaventuranza.

— La Providencia lo encontró para mí — respondió finalmente.

— Es cierto, es cierto. Pero debe de haber habido una ocasión, un lugar, un instrumento humano.

— Se lo diré. — Los párpados se estremecieron y se abrieron, y una vez más se encontró Will bajo el brillante e inmóvil resplandor de los ojos saltones.

El lugar había sido Lausana; la época, el primer año de su educación en Suiza; el instrumento elegido, la querida y pequeña Madame Buloz. La querida y pequeña Madame Buloz era la esposa del querido y anciano profesor Buloz, y el anciano profesor Buloz era el hombre a cuyo cuidado, después de minuciosas investigaciones y muchas ansiosas meditaciones, fue entregada ella por su padre, el extinto sultán de Rendang. El profesor tenía sesenta y siete años de edad, enseñaba geología y era protestante de una secta tan austera, que, aparte de beber un vaso de clarete en la cena, decir sus oraciones dos veces por día y ser estrictamente monógamo, habría podido ser incluso un musulmán. Bajo tal tutela una princesa de Rendang resultaría intelectualmente estimulada, a la vez que se mantendría moral y doctrinariamente intacta. Pero el sultán no había tenido en cuenta a la esposa del profesor. Madame Buloz tenía sólo cuarenta años de edad, era regordeta, sentimental, efervescentemente entusiasta y, aunque en forma oficial pertenecía a la secta protestante de su esposo, era una teósofa recién convertida e intensamente ardiente. En una habitación de la parte superior de la elevada casa situada cerca de la Place de la Riponne tenía su Oratorio, al cual, cada vez que encontraba tiempo para ello, se retiraba en secreto para realizar ejercicios respiratorios, practicar la concentración mental y educar a Kundalini. ¡Esforzadas disciplinas! Pero la recompensa era trascendentalmente grande. Muy avanzada una calurosa noche de verano, mientras el querido y anciano profesor roncaba rítmicamente dos pisos más abajo, tuvo conciencia de una Presencia: el Maestro Koot Hoomi estaba junto a ella.

La rani hizo una pausa impresionante.

— Extraordinario — dijo Mr. Bahu. Extraordinario — repitió Will debidamente.

La rani reanudó su narración. Irreprimiblemente dicho, Madame Buloz no pudo guardar su secreto. Dejó escapar misteriosas insinuaciones, pasó de las insinuaciones a las confidencias, de las confidencias a una invitación al Oratorio y a un curso de instrucción. En muy poco tiempo Koot Hoomi concedía a la novicia mayores favores que a su maestra.

— Y desde entonces hasta hoy — concluyó —, el Maestro me ha ayudado a ir Hacia Adelante.

Ir hacia adelante, se preguntó Will, ¿hacía adonde? Eso sólo podía saberlo Koot Hoomi. Pero fuese cual fuese el lugar hacia el cual ella había avanzado, a Will no le gustaba. Había en ese rostro obeso y rubicundo una expresión que le resultaba particularmente desagradable… una expresión de calma autoritaria, de serena e inconmovible estima de sí misma. Le recordaba, en cierta forma curiosa, a Joe Aldehyde. Joe era uno de esos dichosos magnates que no sienten remordimientos de conciencia, sino que se regocijan, sin inhibición, por el dinero que poseen y por todo lo que el dinero les puede comprar en forma de influencia y poderío. Y allí — aunque envuelta en telas blancas, mística, maravillosa — había otra de la progenie de Joe Aldehyde: un magnate femenino que había monopolizado el mercado, no de soya o de cobre, sino de la Pura Espiritualidad y de los Maestros Elevados, y ahora se frotaba las manos dichosa por la hazaña.

— He aquí un ejemplo de lo que Él hizo por mí — prosiguió la rani —. Hace ocho años, para ser exacta el 23 de noviembre de 1953, el Maestro vino a mi Meditación matinal. Vino en Persona, vino en Gloria. «Es preciso lanzar una gran Cruzada», dijo, «un Movimiento Mundial para salvar a la Humanidad de la autodestrucción. Y tú, hija mía, eres el Instrumento Designado». «¿Yo? ¿Un movimiento mundial? Pero esto es absurdo», respondí. «Jamás he pronunciado un discurso en toda mi vida. Jamás he escrito una palabra para ser publicada. Nunca he sido dirigente u organizadora.» «Sin embargo», dijo Él y me lanzó una de esas sonrisas indescriptiblemente hermosas, «sin embargo eres tú quien lanzará esta Cruzada… la Cruzada Mundial del Espíritu. Se reirán de ti, te llamarán tonta, chiflada, fanática. Los perros ladran, la caravana pasa. Con su comienzo minúsculo, risible, la Cruzada del Espíritu está destinada a convertirse en una Poderosa Fuerza. Una fuerza para el Bien, una fuerza que a la postre Salvará al Mundo». Y con eso me abandonó. Me dejó anonadada, perpleja, aturdida. Pero no había otro remedio; tenía que obedecer. Y obedecí. ¿Y qué sucedió? Pronuncié discursos, y Él me dio elocuencia. Acepté la carga de la jefatura y, porque Él caminaba invisible a mi lado, la gente me siguió. Solicité ayuda y el dinero acudió a raudales. — Extendió las regordetas manos en un gesto de modestia y esbozó una sonrisa mística. Una cosa sin importancia, parecía decir, pero no es mía… sino de mi Maestro, Koot Hoomi. — Y aquí estoy — repitió.