Hizo un saludo superficial a la rani.
Mr. Bahu, entre tanto, se había puesto cortésmente de pie.
— La enfermera Appu — exclamó con entusiasmo —. Mi pequeño ángel auxiliar del hospital de Shivapuram. ¡Qué deliciosa sorpresa!
Para la muchacha, le resultó evidente a Will, la sorpresa estaba muy lejos de ser deliciosa.
— Cómo le va, Mr. Bahu — dijo la joven sin una sonrisa y, volviéndose rápidamente, comenzó a dedicarse a las correas del bolso de lona que llevaba.
— Su Alteza quizá lo habrá olvidado — dijo Mr. Bahu —, pero el verano pasado tuve que operarme. De una hernia — especificó —. Y bien, esta joven solía venir a lavarme todas las mañanas. Puntualmente a las ocho y cuarenta y cinco. ¡Y ahora, después de haber desaparecido durante todos estos meses, hela aquí otra vez!
— Sincronización — dijo la rani a modo de oráculo —. Todo ello forma parte del Plan.
— Tengo que administrarle a Mr. Farnaby una inyección — dijo la pequeña enfermera levantando la vista, sin sonreír.
— Las órdenes del médico son órdenes del médico — exclamó la rani, exagerando el papel del personaje real que se digna mostrarse juguetonamente gracioso —. Escuchar es obedecer. ¿Pero dónde está mi chófer?
— Tu chófer está aquí — dijo una voz familiar.
Hermoso como una visión de Ganimedes, Murugan se encontraba en la puerta. Una expresión divertida apareció en el rostro de la pequeña enfermera.
— Hola, Murugan… quiero decir, Su Alteza. — Hizo otra reverencia que él podía tomar como señal de respeto o de burla irónica, según le pluguiera.
— Oh, hola, Radha — dijo el joven en un tono destinado a ser claramente negligente. Pasó junto a ella, dirigiéndose al lugar donde estaba sentada su madre —. El coche — dijo — se encuentra ante la puerta. O más bien lo que se llama coche. — Con una carcajada sarcástica, explicó a Will —: Es un Austin Baby, de la vendimia 1954. Lo mejor que este país altamente civilizado puede conceder a su familia real. Rendang entrega a su embajador un Bentley — agregó con amargura.
— Que vendrá a buscarme dentro de diez minutos — dijo Mr. Bahu mirando su reloj —. De modo que, ¿puedo despedirme de usted aquí, Alteza?
La rani extendió su mano. Con toda la piedad de un buen católico besando el anillo del cardenal, Mr. Bahu se inclinó sobre ella; luego, enderezándose, se volvió hacia Will.
— Supongo, quizás sin justificación, que Mr. Farnaby podrá soportarme un ratito más. ¿Puedo quedarme?
Will aseguró al embajador que le encantaría.
— Y abrigo la esperanza — dijo Mr. Bahu a la pequeña enfermera —, de que no habrá objeciones por motivos médicos.
— Por motivos médicos, no — dijo la joven en un tono que insinuaba la existencia de objeciones extramédicas sumamente coherentes.
Ayudada por Murugan, la rani se levantó de su silla.
— Au revoir, mon cher Farnaby — dijo, mientras le alargaba su enjoyada mano. Su sonrisa estaba cargada de una dulzura que a Will le resultó positivamente amenazadora.
— Adiós, señora.
Ella se volvió, palmeó la mejilla de la pequeña enfermera y salió de la habitación. Como un balandro en la estela de un barco de línea, Murugan la siguió.
VI
— ¡Caray! — estalló la pequeña enfermera cuando la puerta quedó cerrada detrás de ellos.
— Estoy totalmente de acuerdo con usted — dijo Will.
La chispa volteriana brilló durante un instante en el rostro evangélico de Mr. Bahu.
— Caray — repitió —. Fue lo que oí decir a un escolar inglés cuando vio por primera vez la Gran Pirámide. La rani produce el mismo tipo de impresión. Monumental. Es lo que los alemanes llaman eine grosse Seele. — La chispa se había disipado, el rostro era inequívocamente el de Savonarola; las palabras, resultaba evidente, eran para ser publicadas.
De pronto la pequeña enfermera rompió a reír.
— ¿Qué sucede de gracioso? — inquirió Will.
— Me imaginé de pronto a la Gran Pirámide vestida de muselina blanca — dijo con voz entrecortada —. El doctor Robert la llama el uniforme místico.
— ¡Ingenioso, muy ingenioso! — exclamó Mr. Bahu —. Y, sin embargo — agregó diplomáticamente — no sé por qué los místicos no habrían de usar uniformes, si se les da la gana.
La pequeña enfermera inspiró profundamente, se enjugó las lágrimas de risa y comenzó a hacer sus preparativos para administrar a su paciente la inyección.
— Sé exactamente lo que piensa — dijo a Will —. Está pensando que soy demasiado joven para hacer un buen trabajo.
— Por cierto que pienso que es demasiado joven.
— Ustedes van a la universidad a los dieciocho años y permanecen cuatro en ella. Nosotros comenzamos a los dieciséis y seguimos nuestra educación hasta los veinticuatro; mitad estudio y mitad trabajo. Yo he estado estudiando biología y al mismo tiempo realizando esta labor durante dos años. De modo que no soy tan tonta como parezco. En realidad soy muy buena enfermera.
— Afirmación — intervino Mr. Bahu — que puedo confirmar inequívocamente. Miss Radha no es sólo una buena enfermera; es una enfermera de primerísima fila.
Pero lo que en realidad quería decir, sintió Will mientras estudiaba la expresión de ese rostro de monje que había resistido a demasiadas tentaciones, era que Miss Radha tenía un vientre de primerísima calidad, un ombligo de primera y pechos de primera. Pero la dueña del ombligo, vientre y pechos, era evidente, se había molestado con la admiración de Savonarola, o por lo menos con la forma en que la expresó. Esperanzado, demasiado esperanzado, el desairado embajador volvía a la carga.
Fue encendida la lamparilla de alcohol, y mientras se esterilizaba la aguja, la pequeña enfermera Appu tomó la temperatura de su paciente.
— Treinta y siete y medio.
— ¿Significa eso que tengo que irme? — dijo Mr. Bahu.
— Por lo que se refiere a él, no — respondió la muchacha.
— Entonces, por favor, quédese — dijo Will.
La enfermera le aplicó su inyección de antibiótico, y luego, de uno de los frascos de su bolso tomó una cucharada de un líquido verdoso que agitó en medio vaso de agua.
— Beba esto.
Tenía el sabor de uno de esos cocimientos de hierbas que los entusiastas de la comida sana beben en lugar de té.
— ¿Qué es? — preguntó Will y recibió la información de que era un extracto de una planta montañesa relacionada con la valeriana.
— Ayuda a la gente a dejar de preocuparse — explicó la pequeña enfermera —, sin darles sueño. Se la damos a los convalecientes. Además resulta útil en los casos de enfermos mentales.
— ¿Y qué soy yo? ¿Un enfermo mental o un convaleciente?
— Ambas cosas — respondió ella sin vacilar. Will lanzó una carcajada.
— Me lo tengo merecido por buscar cumplidos. — No quise ser grosera — le aseguró ella —. Sólo deseaba decir que no he conocido a nadie de afuera que no fuese un caso mental. — ¿Incluso el embajador? La joven devolvió la pregunta al interrogador. — ¿Qué le parece a usted? Will se la pasó a Mr. Bahu. — Usted es el experto en estas cuestiones — dijo. — Arréglenlo entre ustedes — dijo la pequeña enfermera —. Yo tengo que ir a ocuparme del almuerzo de mi paciente.
Mr. Bahu la miró irse; luego, enarcando la ceja izquierda, dejó caer el monóculo y comenzó a pulirlo metódicamente con su pañuelo.
— Usted tiene cierta aberración en un sentido — dijo a Will —. Yo tengo otro tipo de aberración. Un esquizoide (¿usted no es eso?) y, del otro extremo del mundo, un paranoide. Ambos, víctimas de la misma plaga del siglo XX. Esta vez no se trata de la Muerte Negra, sino de la Vida Gris. ¿Alguna vez le interesó el poder? — inquirió luego de un momento de silencio.