— ¿Cómo puedes hacer eso, Will?
— Sí, ¿cómo puedes? — repetía Maud, llorosa, con su vibrante voz de contralto.
No había respuesta. Es decir, no la había en palabras que pudiesen ser pronunciadas en presencia de ellas y que, una vez pronunciadas, esas dos mártires — la madre de su desdichado matrimonio, la hija de la piedad filial — pudiesen entender No había respuesta, a no ser en palabras de la más obscena objetividad científica, de la más inadmisible franqueza. ¿Cómo podía hacer eso? Podía hacerlo, todas las razones prácticas lo obligaban a hacerlo, porque, bueno, porque Babs tenía ciertas particularidades físicas que Molly no poseía y en ciertos momentos se comportaba de un modo que a Molly le habría resultado impensable.
Se había producido un prolongado silencio; pero ahora, de repente, la extraña voz repitió su antiguo estribillo. — Atención. Atención.
Atención a Molly, atención a Maud y a su madre, atención a Babs. Y de súbito otro recuerdo surgió de la bruma de vaguedad y confusión. La alcoba color frambuesa de Babs albergaba a otro huésped, y el cuerpo de su dueña se estremecía extáticamente con las caricias de otro. A la culpa que pesaba en el estómago se agregó entonces una angustia que atenazaba el corazón, un agarrotamiento de la garganta.
— Atención.
La voz se había acercado, llamaba desde arriba, a la derecha. Volvió la cabeza, trató de incorporarse para ver mejor; pero el brazo que sostenía su peso comenzó a temblar, cedió y el cuerpo cayó otra vez entre las hojas. Demasiado fatigado para continuar recordando, se quedó echado durante largo tiempo, mirando a través de los párpados entrecerrados. ¿Dónde estaba y cómo demonios había llegado allí? No porque eso tuviese importancia alguna… Por el momento nada tenía importancia, salvo ese dolor, esa debilidad aniquiladora. De cualquier modo, como cosa de interés científico…
Ese árbol, por ejemplo, bajo el cual (por ningún motivo que pudiese conocer) se encontraba, esa columna de corteza gris, con la bifurcación, muy en lo alto, de ramas moteadas por el sol, tenía que ser una haya. Pero en ese caso — y Will se admiró por ser tan lúcidamente lógica —, en ese caso las hojas no tenían derecho a ser tan sin duda alguna perennes. ¿Y por qué una haya habría de sacar sus raíces por sobre la superficie del suelo? Y los absurdos puntales de madera en los que se apoyaba la seudo haya… ¿en qué forma encajaban en el cuadro? Will recordó de pronto su peor verso favorito: «¿Quién apuntaló, preguntas, en aquella época mi espíritu?» Respuesta: ectoplasma congelado, Dalí Primitivo. Cosa que excluía definitivamente los Chiltern. Lo mismo que las mariposas que revoloteaban en el denso sol mantecoso. ¿Por qué eran tan grandes, tan improbablemente cerúleas, de ojos y motas tan extravagantes? Púrpura sobre castaño, plata espolvoreada sobre esmeralda, sobre topacio, sobre zafiro. — Atención.
— ¿Quién está ahí? — preguntó Will Farnaby, con voz que pretendía ser fuerte y formidable; pero lo único que salió de su boca fue un graznido leve y tembloroso.
Hubo un silencio prolongado y, en apariencia, profundamente amenazador. Desde el hueco de entre dos puntales de árboles apareció por un momento un enorme ciempiés negro; luego se alejó corriendo sobre su regimiento de patas carmesíes y desapareció en otra hendidura del ectoplasma cubierto de liquen.
— ¿Quién está ahí? — graznó otra vez. Hubo un susurro de hojas entre los matorrales de la izquierda y de repente, como un cucú de un reloj de habitación infantil, surgió un enorme pájaro negro, del tamaño de un grajo…. sólo que, ni falta hace decirlo, no era un grajo. Agitó un par de alas con las puntas blancas y, hendiendo el espacio, se poso en la rama más baja de un arbolillo muerto, a unos cinco metros de donde se encontraba Will. Advirtió que su pico era anaranjado y tenía un manchón implume, amarillento, debajo de cada ojo, barbas color canario que le cubrían los costados y la parte trasera de la, cabeza con una gruesa peluca de carne desnuda. El pájaro inclinó la cabeza y lo miró primero con el ojo derecho y luego con el izquierdo. Después abrió el pico anaranjado, silbó diez o doce notas de una pequeña melodía en escala pentatónica, hizo un ruido como de quien tiene hipo y, en una frase canturreada, do sol do, dijo: «Ahora y aquí, muchachos; ahora y aquí, muchachos.» Las palabras oprimieron un disparador, y súbitamente lo recordó todo. Esa era Pala, la formidable isla, el lugar que ningún periodista había visitado nunca. Y ahora debía de ser la mañana siguiente a la tarde en que cometió la tontería de zarpar solo de la bahía de Rendang-Lobo. Lo recordó todo: la blanca vela curvada por el viento en imitación de un gigantesco pétalo de magnolia, el agua hirviendo en la proa, el chisporroteo de diamantes en las crestas de todas las olas, y entre una y otra, el jade arrugado de las aguas. Y hacia el este, al otro lado del estrecho, ¡qué nubes, qué prodigios de blancura esculpida sobre los volcanes de Pala! Y sentado ante la caña del timón se sorprendió cantando… se sorprendió, cosa increíble, en el acto de sentirse inequívocamente feliz.
— Tres, tres para los rivales — había declamado al viento. — Dos, dos para los jóvenes puros, ataviados de verde. Uno es uno, y está solo…
Sí, solo. Completamente solo en la enorme joya del mar. — Y siempre será así.
Después de lo cual, ni qué decirlo, sucedió aquello contra lo cual lo habían prevenido todos los marinos cautelosos y experimentados. La negra turbonada salida de ninguna parte, el repentino e insensato frenesí del viento y la lluvia y las olas…
— Ahora y aquí, muchachos — entonó el pájaro —. Ahora y aquí, muchachos.
Lo realmente extraordinario era que estuviese ahí, reflexionó, bajo los árboles, y no allá, en el fondo del estrecho de Pala, o, peor aun, hecho pedazos al pie de los arrecifes. Porque incluso después de que logró, por puro milagro, llevar el yate semihundido a través de las rompientes y encallarlo en la única playa de arena de todos los kilómetros de costa rocosa de Pala, aun entonces no había terminado todo. Los riscos se erguían sobre él, pero en la boca de la cueva había Una especie de barranco por el cual descendía un pequeño torrente en una sucesión de delgadas cascadas, y entre las paredes de caliza gris crecían árboles y arbustos.
Ciento ochenta o doscientos metros de ascensión en la roca… con zapatos de tenis y todos los puntos de apoyo resbaladizos por el agua. Y después, ¡Dios! las serpientes. La negra, enroscada en la rama de la cual se sostenía para subir. Y cinco minutos después, la verde, enorme, en el saliente a que se disponía a trepar. El terror había sido reemplazado por un terror infinitamente más grande. La visión de la serpiente lo sobresaltó, lo obligó a retirar el pie con violencia, y ese movimiento repentino e impremeditado le hizo perder el equilibrio. Durante un largo y enfermizo segundo, con la espantosa conciencia de que ese era el fin, se tambaleó en el borde. Luego cayó. La muerte, la muerte, la muerte. Y entonces, con el ruido de madera astillada en los oídos, se encontró aferrado a las ramas de un arbolillo, el rostro arañado, la rodilla derecha magullada y sangrante, pero vivo. Reinició penosamente la ascensión. Experimentaba un dolor insoportable en la rodilla, pero siguió trepando. No había otra alternativa. Y entonces empezó a disiparse la luz. Al final ascendía casi en la obscuridad, movido por la fe, por la desesperación pura. — Ahora y aquí, muchachos — gritó el pájaro. Pero Will Farnaby no estaba allí ni en ese momento. Estaba en la pared de roca, estaba en el terrible momento de la caída. Las hojas secas crujieron bajo su cuerpo; tembló. Violenta, incontrolablemente, tembló de pies a cabeza.