— ¿Qué es una no-sensación?
— Es la materia prima de la sensación, que me proporciona mi no-yo.
— ¿Y se puede prestar atención al no-yo?
— Por supuesto.
Will se dirigió a la pequeña enfermera.
— ¿Usted también puede?
— A mi yo — respondió ella —, y al mismo tiempo a mi no-yo. Y al no-yo de Ranga, y al yo de Ranga, y al cuerpo de Ranga, y a mi cuerpo, y a todo lo que éste siente. Y a todo el amor y la amistad. Y al misterio de la otra persona… al perfecto desconocido, que es la otra mitad del propio yo y que es lo mismo que el propio no-yo. Y mientras tanto se presta atención a todas las cosas que, si una fuese sentimental o algo peor, si fuese espiritual como la pobre vieja rani, le resultarían tan poco románticas y groseras, y aun sórdidas. Pero no sórdidas, porque una también presta atención al hecho de que, cuando tiene plena conciencia de ellas, esas cosas son tan hermosas como las demás, igualmente maravillosas.
— El maithuna es la dhyana — concluyó Ranga. Era evidente que le parecía que una nueva palabra lo explicaría todo.
— ¿Pero qué es la dhyana? — preguntó Will. — Dhyana es la contemplación. — La contemplación.
Will pensó en la alcoba rosada situada sobre la carretera de Charing Cross. Contemplación no era en modo alguno la palabra que habría elegido. Y sin embargo, aun allí, pensándolo bien, aun allí había encontrado una especie de liberación. Esas alienaciones en la cambiante luz de Porter's Gin eran alienaciones del odioso yo diurno. Eran también, por desgracia, alienaciones de todo el resto de su ser… alienaciones del amor, de la inteligencia, de la decencia pura y simple, de toda conciencia que no fuese la de ese atormentador frenesí bajo la luz cadavérica o en el rosado resplandor de la ilusión más barata y vulgar. Volvió a contemplar el rostro radiante de Radha. ¡Cuánta dicha! ¡Qué convicción manifiesta, no del pecado de que Mr. Bahu estaba tan decidido a librar al mundo, sino de lo contrario, de su sereno y bienaventurado contrario! Era profundamente conmovedor. Pero él se negó a conmoverse. Noli me tangere… era un imperativo categórico. Desplazando el foco de los pensamientos, pudo ver que todo aquello era tranquilizadoramente ridículo. ¿Qué haremos para ser salvados? La respuesta tiene cinco letras.
Sonriéndose del chiste, preguntó, irónico:
— ¿Les enseñaron el maithuna en la escuela?
— En la escuela — contestó Radha con una sencillez que dejó sin viento las velas rabelesianas de Will.
— Todos lo aprenden — agregó Ranga.
— ¿Y cuándo comienza el aprendizaje?
— Más o menos al mismo tiempo que la trigonometría y la biología avanzada. Es decir, entre los quince y quince años y medio de edad.
— Y después de que han aprendido el maithuna, y después de que se han lanzado al mundo y se han casado… si es que se casan…
— Oh, sí, nos casamos — le aseguró Radha.
— ¿Siguen practicándolo?
— No todos, por supuesto. Pero sí muchos.
— ¿Siempre?
— Salvo cuando quieren tener un hijo.
— Y los que no quieren tener hijos, pero que podrían querer conocer un cambio respecto del maithuna… ¿qué hacen ellos?
— Anticonceptivos — repuso Ranga con laconismo.
— ¿Y se pueden conseguir anticonceptivos?
— ¡Conseguir! Los distribuye el gobierno. Gratuitos… sólo que, es claro, tienen que ser pagados con los impuestos.
— El cartero — agregó Radha — entrega una provisión para treinta noches al principio de cada mes.
— ¿Y los niños no llegan?
— Sólo los que queremos que lleguen. Nadie tiene más de tres, y la mayoría se interrumpe cuando ha tenido dos.
— Con el resultado — dijo Ranga, volviendo, con las estadísticas, a su pedantería — de que nuestra población aumenta más o menos en un tercio de uno por ciento anual. En tanto que el crecimiento de Rendang es tan alto como el de Ceilán… casi el tres por ciento. Y el de China es del dos por tiento y el de la India uno coma siete.
— …..Estuve en China hace menos de un mes — dijo Will —.
¡Tremendo! Y el año anterior pasé cuatro semanas en la India. Y antes de la India en América Central, que está superando incluso a Rendang y Ceilán. ¿Han estado alguna vez en Rendang-Lobo?
Ranga asintió con la cabeza.
— Tres días en Rendang — explicó —. Cuando se llega al sexto superior, la visita forma parte del curso avanzado de sociología. Le permiten que uno vea por sí mismo cómo es el Exterior.
— ¿Y qué le pareció el Exterior? — inquirió Will.
Rana respondió con otra pregunta.
— Cuando estuvo en Rendang-Lobo, ¿le enseñaron los barrios bajos?
— Por el contrario, hicieron todo lo posible para impedirme Que los conociera. Pero yo les di el esquinazo.
Les dio el esquinazo, recordó vívidamente, cuando volvía al hotel, de regreso del espantoso cocktail party realizado en el ministerio de Relaciones Exteriores de Rendang. Habían concurrido todos los que tenían alguna importancia. Todos los dignatarios locales y sus esposas… uniformes y medallas, Dior y esmeraldas. Todos los extranjeros importantes… diplomáticos a carradas, petroleros británicos y norteamericanos, seis miembros de la misión comercial japonesa, una farmacóloga de Leningrado, dos ingenieros polacos, un turista alemán que resultaba ser primo de Krupp von Bohlen, un enigmático armenio que representaba a un importantísimo consorcio financiero de Tánger, y, resplandecientes de triunfo, los catorce técnicos checos que habían llegado con el último embarque de tanques, cañones y ametralladoras de Skoda.
— Y estos — se había dicho mientras bajaba los escalones de mármol del ministerio hacia la plaza de la Libertad —, estos son los que gobiernan el mundo. Dos mil novecientos millones a merced de unas veintenas de políticos, unos millares de magnates y generales y prestamistas. Sois el cianuro de la tierra… y el cianuro jamás, nunca jamás, perderá su sabor.
Después del brillo de la fiesta, después de las risas y los suculentos aromas de canapés y mujeres perfumadas con Chanel, las callejuelas traseras del flamante palacio de Justicia le parecieron doblemente obscuras y ruidosas, los pobres desdichados que acampaban bajo las palmeras de la avenida Independencia más totalmente abandonados por Dios y el hombre que los sin hogar, que los desesperados millares que había visto durmiendo como cadáveres en las calles de Calcuta. Y pensó en el chiquillo, en el minúsculo esqueleto ventrudo a quien había recogido, magullado y sacudido por la caída desde los hombros de una niña, apenas mayor que él, que lo trasportaba… Lo había recogido y, bajo la dirección de la niña, llevado al sótano sin ventanas que era el hogar para nueve de ellos (había contado las negras cabezas gusanientas).
— Mantener,a los niños con vida — dijo —, curar a los enfermos, impedir que las aguas cloacales contaminen el agua potable… Se empieza haciendo cosas evidente e intrínsecamente buenas. ¿Y cómo se termina? Se termina aumentando la carga de la desdicha humana y poniendo en peligro la civilización. Es el tipo de broma pesada cósmica que a Dios parece gustarle de veras.
Dedicó a los jóvenes una de sus sonrisas azotadas, feroces.
— Dios no tiene nada que ver con eso — replicó Ranga —, y la broma no es cósmica, sino estrictamente fabricada por el hombre. Esas cosas no son como la ley de gravedad o la segunda ley de la termodinámica; no tienen que ocurrir. Suceden sólo cuando la gente es lo bastante estúpida para permitir que sucedan. Aquí en Pala no hemos permitido que ocurran, de modo que no hemos sufrido la broma. Hemos tenido muy buena sanidad durante la mayor parte de un siglo… y sin embargo no estamos apiñados, no somos miserables, no sufrimos una dictadura. Y la razón es muy sencilla: hemos elegido comportarnos en forma sensata y realista.