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— Espero que por lo menos fuesen placenteras — dijo Susila.

Él se encogió de hombros.

— Sólo moderadamente. Rachel jamás podía olvidar que era una intelectual. Tenía cierta forma de preguntarle a uno qué pensaba de Piero di Cosimo en los momentos más inoportunos. El verdadero goce, y por supuesto la verdadera tortura… jamás los experimenté hasta que apareció Babs en escena.

— ¿Cuándo fue eso?

— Hace más de un año. En África.

— ¿África?

— Había sido enviado allí por Joe Aldehyde.

— ¿El hombre que es dueño de los periódicos?

— Y de todo lo demás. Estaba casado con la tía Eileen de Molly. Un hombre de familia ejemplar, si puedo agregarlo. Por eso está tan completamente convencido de su propia rectitud, incluso cuando se dedica a las más nefastas operaciones financieras.

— ¿Y usted trabaja para él?

Will asintió.

— Este fue su regalo de bodas a Molly… un trabajo para mí en los periódicos Aldehyde, con un salario de casi el doble del que había estado recibiendo de mis empleadores anteriores. ¡Principesco! Pero es que realmente quería a Molly.

— ¿Cómo reaccionó él cuando el asunto de Babs?

— No la conoció nunca… jamás supo que existiese algún motivo para el accidente de Molly.

— ¿De modo que continúa empleándolo en nombre de su esposa muerta?

Will se encogió de hombros.

— La excusa — dijo — es que tengo que mantener a mi madre.

— Y, por supuesto, a usted no le gustaría ser pobre.

— Por cierto que no.

Se produjo un silencio.

— Y bien — dijo Susila al cabo —, volvamos al África.

— Fui enviado allí para hacer una serie sobre el nacionalismo negro. Para no mencionar cierto negocito privado para el tío Joe. Fue en el avión de vuelta de Nairobi. Me encontré sentado al lado de ella.

¿Al lado de la joven que difícilmente habría podido gustarle menos?

— Difícilmente habría podido gustarme menos — repitió él —, o haberla desaprobado más. Pero si uno es adicto a las drogas necesita seguir consumiéndolas… la droga que de antemano sabe que lo destruirá.

— Es curioso — dijo ella, reflexiva —, pero en Pala apenas tenemos adictos.

— ¿Ni siquiera adictos al sexo?

— Los adictos al sexo son también adictos a las personas. En otras palabras, son amantes.

— Pero incluso los amantes odian a veces a las personas que aman.

— Por supuesto. El hecho de que siempre tenga el mismo nombre, la misma nariz y los mismos ojos, no significa que sea siempre la misma mujer. El reconocimiento del hecho y la reacción sensata ante él… eso forma parte del Arte de Amar.

En forma tan sucinta como le fue posible, Will le narró el resto de la historia: era la misma historia, ahora que Babs había aparecido en escena, que la anterior… la misma, pero en mucho mayor escala. Babs había sido Rachel elevada, por así decirlo, a una potencia superior… Rachel al cuadrado, Rachel a la enésima. Y la desdicha que, a causa de Babs, infligió a Molly, fue, en proporción, mayor que cualquier otra cosa que hubiese tenido que sufrir por causa de Rachel. Proporcionalmente mayor, también, fue la exasperación de él, y el sentimiento resentido de ser extorsionado por ti amor y el sufrimiento de ella, su propio remordimiento y piedad, su propia decisión, a pesar del remordimiento y la piedad, de continuar obteniendo lo que deseaba, lo que se odiaba por desear, aquello de lo que decididamente se negaba a prescindir. Y entre tanto Babs se había vuelto más exigente, exigía cada vez más y más de su tiempo… tiempo, no sólo en la alcoba color de rosa, sino tiempo afuera, en los restaurantes, en los clubes nocturnos, en las fiestas de sus horribles amigos, en los fines de semana en el campo. «Sólo tú y yo, querido — decía —, solos y juntos.» Solos y juntos en un aislamiento que le concedía a él la oportunidad de sondear las profundidades casi insondables de su carencia de espíritu y su vulgaridad. Pero a pesar de todo su aburrimiento y desagrado, de toda su repugnancia moral e intelectual, el ansia persistía. Después de uno de esos espantosos fines de semana, era tan desesperadamente adicto a Babs como lo había sido antes. Y por parte de ella, en su propio plano de Hermana de Caridad, Molly había seguido siendo, a pesar de todo, no menos desesperadamente adicta a Will Farnaby. Desesperadamente en lo que a él se refería…. porque el único deseo de él era que lo amase menos y le permitiese irse al infierno en paz. Pero por lo que se refería a la propia Molly, la inclinación era siempre irreprimiblemente esperanzada. Jamás había dejado de esperar el trasfigurador milagro que lo convertiría en el bondadoso, abnegado y amante Will Farnaby a quien (a pesar de todas las evidencias, de todas las repetidas desilusiones) insistía empecinadamente en considerar su verdadero yo. Sólo durante la última entrevista fatal, sólo cuando (ahogando su piedad y dando rienda suelta a su resentimiento contra la desdicha extorsionadora de ella), anunció su intención de abandonarla y de ir a vivir con Babs… sólo entonces la esperanza cedió finalmente lugar a la desesperación. «¿Lo dices en serio Will, lo dices realmente en serio?» «Lo digo en serio.» Desesperada, ella se dirigió al coche; en absoluta desesperación, se alejó bajo la lluvia… hacia la muerte. Durante el funeral, cuando el ataúd descendió a la tumba, él se prometió que jamás volvería a ver a Babs. Nunca, nunca, nunca jamás. Y esa noche, mientras estaba sentado ante su escritorio, tratando de escribir un artículo sobre «Qué sucede con la juventud», tratando de no recordar el hospital, la tumba abierta y su propia responsabilidad por todo lo sucedido, lo sobresaltó el agudo zumbido del timbre de la puerta. Un tardío mensaje de condolencia, sin duda… Abrió la puerta y allí, en lugar del telegrama, estaba Babs… dramáticamente sin cosméticos y vestida de negro.