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«Quizá lo más prudente fuese decir, allí mismo, en ese mismo momento, que el caso era desesperado, que no podía hacer nada, y pedir que lo enviasen de vuelta a Madras sin más trámite. Volvió a mirar al enfermo. A través de la grotesca máscara de su pobre cara deformada, el raja lo contemplaba con atención… lo miraba con los ojos de un criminal condenado que pide piedad al juez. Conmovido por el ruego, el doctor Andrew le dedicó una sonrisa de estímulo y, de pronto, mientras palmeaba la delgada manó, se le ocurrió una idea. Era absurda, propia de un chiflado, en todo sentido vergonzosa, pero aun así, aun así…

Recordó de repente que cinco años antes, mientras se encontraba todavía en Edimburgo, The Lancet había publicado un artículo que denunciaba al célebre profesor Elliotson por su defensa del magnetismo animal. Elliotson había tenido el descaro de hablar de operaciones indoloras realizadas en pacientes sumidos en trance magnético.

«El hombre era un tonto voluble o un pillastre inescrupuloso. Las presuntas pruebas en respaldo de semejante tontería eran manifiestamente indignas de confianza. Todo eso era un puro fraude, charlatanería, un timo liso y llano…. y así de seguido a lo largo de seis columnas de justiciera indignación. En esa época — porque todavía estaba arrobado con La Mettrie y Hume y Cabanis —, el doctor Andrew había leído el artículo con un sentimiento de aprobación ortodoxa. Después de lo cual se olvidó incluso de la existencia misma del magnetismo animal. Ahora, junto al lecho del raja, lo recordó todo: el profesor loco, los pases magnéticos, las amputaciones sin dolor, la baja tasa de muertes y las rápidas recuperaciones. Era posible que, en fin de cuentas, hubiese algo de cierto en eso. Se encontraba absorto en ese pensamiento cuando, quebrando un prolongado silencio, el enfermo le habló. De un joven marinero que había abandonado su barco en Rendang-Lobo y cruzado quien sabe cómo el estrecho, el raja había aprendido a hablar en inglés con notable fluidez, pero también, en fiel imitación de su maestro, con un robusto acento cockney. Ese acento cockney — repitió el doctor MacPhail con una risita —, aparece una y otra vez en las memorias de mi abuelo. Había para él algo de inexpresablemente incorrecto en un rey que hablaba como Sam Weller. Y en este caso la incorrección era algo más que simplemente social. Además de ser un rey, el raja era un hombre de intelecto y del más exquisito refinamiento; un hombre, no sólo de profundas convicciones religiosas (cualquier tosco patán puede tener convicciones religiosas), sino, además, de profunda experiencia religiosa y penetración espiritual. Que semejante hombre pudiera expresarse en cokney era algo que jamás podría olvidar un escocés de principios de la era victoriana que había leído las aventuras de Pickuick. Y, a pesar de las discretas correcciones de mi bisabuelo, el raja no pudo nunca olvidar sus diptongos impuros y sus haches omitidas: Pero todo eso pertenecía al futuro. En esa primera entrevista práctica, ese acento escandaloso, de la ciase baja, parecía extrañamente conmovedor. Uniendo las palmas de las manos en un gesto de súplica, el enfermo susurró: 'Ayúdeme, doctor MacPhail, ayúdeme.'

«El ruego fue decisivo. Sin más vacilaciones el doctor Andrew tomó las delgadas manos del raja entre las propias y comenzó a hablar en el tono más confiado acerca de un maravilloso tratamiento nuevo que hacía poco se había descubierto en Europa y que hasta ese momento sólo empleaban un puñado de los médicos más eminentes. Luego, volviéndose hacia los servidores que durante todo ese tiempo habían estado agitándose en segundo plano, les ordenó que saliesen de la habitación. No entendieron las palabras, pero su tono y los gestos que las acompañaban resultaron inconfundiblemente claros. Hicieron una reverencia y salieron. El doctor Andrew se quitó la chaqueta, se arrolló las mangas de la camisa y comenzó a hacer los famosos pases magnéticos acerca de los cuales había leído con tan escéptica diversión en The Lancet. Desde la coronilla de la cabeza, por sobre el rostro y el pecho hasta el epigastrio, una y otra vez, hasta que el paciente cae en trance… ‘o hasta recordó los burlones comentarios del anónimo redactor del artículo que el charlatán en acción diga que su víctima se encuentra ahora bajo la influencia magnética’. Charlatanería, fraude y timo… Pero aun así, aun así… siguió trabajando en silencio. Veinte pases, cincuenta pases. El enfermo suspiró y cerró los ojos. Sesenta, ochenta, cien, ciento veinte. El Calor era asfixiante. El doctor Andrew tenía la Camisa empapada de sudor, y le dolían los brazos. Repitió torvamente el mismo gesto absurdo. Ciento cincuenta, ciento setenta cinco, doscientos. Era todo un fraude y una estafa, pero aun así estaba decidido a hacer que el pobre diablo se durmiera aunque tuviese que trabajar todo el día para ello. ‘Se dormirá — dijo en voz alta mientras practicaba el pase número doscientos once —. Se dormirá.’ El enfermo pareció hundirse más en sus almohadas, y de pronto el doctor Andrew percibió el sonido de un ronquido sibilante. Esta vez — agregó inmediatamente — no se asfixiará. Hay lugar de sobra para que pase el aire, y no se ahogará. La respiración del raja se tornó tranquila. El doctor Andrew hizo unos pases más y decidió que podía tomarse un descanso. Se enjugó el rostro, se puso de pie, estiró los brazos y dio un par de vueltas por la habitación. Volvió a sentarse junto a la cama, tomó una de las huesudas muñecas del raja y buscó el pulso. Una hora antes era de casi cien; ahora, de setenta. Levantó el brazo; la mano colgaba inerte como la de un muerto. La soltó, y el brazo cayó por su propio peso y quedó inmóvil donde había caído. Alteza — llamó, y otra vez, en voz más alta —, Alteza. No hubo respuesta. Todo era charlatanería, fraude y estafa, pero aun así era evidente que daba resultados.

Una mantis enorme y de brillantes colores cayó aleteando sobre la barra del pie de la cama, plegó sus alas blancas y rosadas, levantó su cabecita chata y estiró sus patas delanteras increíblemente musculosas en actitud de rezo. El doctor MacPhail tomó una lente de aumento y se inclinó para examinarla.