— ¿De modo que éste no volvió a Madras?
— No. Ni siquiera a Londres. Se quedó aquí, en Pala.
— ¿Tratando de cambiar el acento del raja?
— Y tratando, con más éxito, de cambiar el reino del raja.
— ¿Para convertirlo en qué?
— Esa es una pregunta que él no habría podido contestar. En aquellos días no tenía plan alguno… sólo una serie de gustos y disgustos. Había en Pala cosas que le agradaban, y muchas otras que no le gustaban en modo alguno. Cosas de Europa que detestaba y cosas que aprobaba con apasionamiento. Cosas que había visto en sus viajes, y que parecían sensatas, y cosas que lo llenaban de disgusto. Empezaba a entender que la gente es a la vez la beneficiaría y la víctima de la cultura en que vive. Los hace florecer, pero también los corta en capullo o introduce una plaga en el corazón del brote. ¿No sería posible, en esa isla prohibida, eludir las plagas, reducir al mínimo el corte de los capullos y hacer que los individuos floreciesen más bellamente? Esa fue la pregunta para la que, al principio en forma implícita, y luego con creciente conciencia de lo que en realidad querían hacer, el doctor Andrew y el raja trataron de encontrar respuesta.
— ¿Y la encontraron?
— Cuando uno mira hacia atrás — respondió el doctor MacPhail — se sorprende ante las cosas que realizaron esos dos hombres. El médico escocés y el rey de Pala, el calvinista convertido en ateo y el piadoso budista mahayana. ¡Qué extraña pareja! Pero, muy pronto, uña pareja de amigos firmísimos; más aun, una pareja de temperamentos y talentos complementarios, con filosofías complementarias y acopio de conocimientos complementarios; cada uño de los dos compensaba las deficiencias del otro, estimulaba y fortalecía las capacidades innatas del otro. El raja tenía una mentalidad aguda y sutil, pero desconocía el mundo que se extendía más allá de los límites de su isla, desconocía la ciencia física, la tecnología europea, el arte europeo, el pensamiento europeo. No menos inteligente, el doctor Andrew, por supuesto, no sabía nada de la pintura, la poesía y la filosofía indias. Tampoco sabía nada, como fue descubriéndolo poco a poco, de la ciencia de la mente humana y del arte de vivir. En los meses posteriores a la operación cada uno de los dos se convirtió en el alumno y el maestro del otro. Y es claro que eso no fue más que el principio. No eran simples ciudadanos preocupados por su mejoramiento individual. El raja tenía un millón de súbditos y el doctor Andrew era virtualmente su primer ministro. El mejoramiento personal sería el preliminar del mejoramiento público. Si el rey y el médico se enseñaban ahora mutuamente a aprovechar al máximo lo mejor de los dos mundos — el oriental y el europeo, el antiguo y el moderno —, era a fin de ayudar a toda la nación a hacer lo mismo. A aprovechar lo mejor de ambos mundos…, ¿qué estoy diciendo? A aprovechar lo mejor de todos los mundos… de los mundos ya realizados dentro de las distintas culturas y, más allá de ellos, de los mundos de potencialidades no realizadas aún. Era una ambición enorme, una ambición totalmente imposible de cumplirse; pero por lo menos tenía el mérito de acicatearlos, de hacerlos precipitarse hacia el lugar en que los ángeles temían pisar… con resultados que a veces, para asombro de todos, demostraban que no habían sido tan tontos como parecían. Es claro que jamás lograron aprovechar lo mejor de todos los mundos, pero a fuerza de intentarlo con osadía, aprovecharon lo mejor de muchos más mundos de lo que una persona simplemente prudente o sensata habría soñado con poder reconciliar y combinar.
— «Si el tonto persiste en su tontería — citó Will de Los proverbios del infierno —, se convertirá en un sabio.»
— Precisamente — convino el doctor Robert —. Y la tontería más extravagante de todas es la descrita por Blake, la tontería que pensaban encarar el raja y el doctor Andrew: la enorme tontería de realizar un casamiento entre el infierno y el cielo. ¡Pero si se insiste en esa enorme tontería, qué enorme recompensa! Por supuesto, siempre que se persista con inteligencia. Los tontos estúpidos río llegan a ninguna parte; sólo llegan los listos y avisados, cuya tontería puede hacerlos sabios o producir buenos resultados. Por fortuna esos dos tontos eran listos. Lo bastante, por ejemplo, para embarcarse en su tontería en una forma modesta y atrayente. Comenzaron con los mitigadores del dolor. Los palaneses eran budistas. Sabían en qué forma el dolor está vinculado a la mente. Uno se aferra, ansia, pugna por afirmarse… y vive en un infierno casero. Se desapega, y vive en paz. «Te muestro la pena, había dicho el Buda, y te muestro el final de la pena.» Bien, pues ahí estaba el doctor Andrew, con un tipo especial de desapego mental, que por lo menos terminaba con una clase de dolor, a saber: el físico. Con el propio raja o, para las mujeres, la rani y su hija actuando como intérpretes, el doctor Ándrew dictó lecciones sobre su flamante arte a grupos de parteras y médicos, de maestras, madres e inválidos Parto sin dolor… y a partir de ese momento todas las mujeres de Pala se pusieron, entusiasmadas, del lado de los innovadores. Operaciones indoloras de cálculos, cataratas y hemorroides… y conquistaron la aprobación de todos los ancianos y achacosos. De golpe, más de la mitad de la población adulta se convirtió en sus aliados, se puso de parte de ellos, se mostró amistosa por anticipado, o por lo menos tolerante, en relación con la reforma siguiente.
— ¿A qué terreno pasaron, después del dolor? — inquirió Will.
— A la agricultura y al lenguaje. Mandaron buscar a un hombre en Inglaterra para establecer Rothamsted de los Trópicos, y se dedicaron a trabajar para dar un segundo idioma a los palaneses. Pala tenía que seguir siendo una isla prohibida, porque el doctor Andrew estaba en todo sentido de acuerdo con el raja en que los misioneros, plantadores y traficantes eran demasiado peligrosos como para ser tolerados. Pero a la vez que no se podía permitir que entrasen los subversivos extranjeros, había que ayudar a los nativos a salir… si no física, por lo menos mentalmente. Pero su lenguaje y su arcaica versión del alfabeto brahmi eran una cárcel sin ventanas. No era posible escapar de ellos, echar un solo un vistazo al mundo exterior, hasta que hubiesen aprendido el inglés, hasta que supieran leer un texto escrito en alfabeto latino. Entre los cortesanos, las proezas lingüísticas del raja ya habían creado una moda. Las damas y los caballeros salpicaban su conversación con retazos de cockney, y algunos de ellos incluso mandaron buscar a Ceilán maestros de habla inglesa. Lo que había sido una moda fue convertido entonces en una política. Se establecieron escuelas de inglés y se importó de Calcuta un equipo de impresores bengalíes, con sus prensas y sus juegos de tipos Caslon y Bodoni. El primer libro inglés que se publicó en Shivapuram fue una selección de Las mil y una noches; el segundo, una traducción de El sutra del diamante, que hasta entonces sólo existía en sánscrito y en manuscrito. Para los que querían leer sobre Simbad y Maruf, y para los que estaban interesados en la Sabiduría de la Otra Orilla, había ahora dos motivos coherentes para aprender inglés. Ese fue el comienzo de un largo proceso educacional que a la postre nos convirtió en un pueblo bilingüe. Hablamos el palanés cuando cocinamos, cuando contamos chistes, cuando hablamos acerca del amor o lo hacemos. (De paso, tenemos el más rico vocabulario erótico y sentimental de todo el sudeste de Asia.) Pero cuando se trata de negocios, o de ciencia, o de filosofía especulativa, por lo general hablamos en inglés. Y la mayoría de nosotros preferimos escribir en inglés. Todos los escritores necesitan una literatura como marco de referencia; un grupo de modelos a los cuales adaptarse o de los cuales separarse. Pala poseía buenas pinturas y esculturas, una espléndida arquitectura, maravillosas danzas, una música sutil y expresiva… pero no una verdadera literatura, ni poetas o dramaturgos o cuentistas nacionales. Apenas bardos que recitaban mitos budistas e hindúes; apenas un puñado de monjes que predicaban sermones y discutían por minucias metafísicas. Al adoptar el inglés como nuestra madrastra, nos dimos una literatura dueña de uno de los pasados más antiguos y, por cierto, el más amplio de los presentes. Nos dimos un trasfondo, un rasero espiritual, un repertorio de estilos y técnicas, una fuente inagotable de inspiración. En una palabra, nos dimos la posibilidad de ser creadores en un campo en el que hasta entonces no habíamos tenido creadores. Gracias al raja y a mi bisabuelo, ahora existe una literatura anglo-palanesa… de la cual, si se me permite mencionarlo, Susila es una luminaria contemporánea.